viernes, 15 de enero de 2016

Estar dentro o estar fuera


Cuando uno sintoniza la radio a primera hora de la mañana o a última hora de la tarde es muy probable que se encuentre con algún parte de la situación de las carreteras y la circulación de coches. Y si uno escucha con atención y tiene cierta capacidad retentiva no le costará mucho memorizar los puntos que siempre se citan como problemáticos por exceso de tráfico, porque son siempre los mismos, día tras día. A veces me pregunto cómo será trabajar en la DGT y reportar todos los días la misma información a la misma hora, de modo que incluso sin mirar las carreteras se puede decir donde hay problemas circulatorios y acertar de pleno, porque básicamente por la mañana los problemas están para entrar en las ciudades y llegar al centro o las zonas de polígonos industriales y por las tardes los atascos son para salir de esos puntos, siempre a la misma hora, ya que una hora o dos más tarde ese atasco ha desaparecido tan rápido como surgió. Y esta previsibilidad es aplicable también a los períodos vacacionales, con arrastre masivo de maletas por las calles, con viernes por la tarde de operaciones salida y domingos por la tarde de operaciones retorno.
 

En las últimas navidades acudí por curiosidad a ver las evoluciones de la Cabalgata de Reyes Magos y fui testigo de la ilusión de todos aquellos niños cada vez más lejanos a lo que fui y que veían a Melchor, Gaspar y Baltasar, acompañados de unos padres cada vez más cercanos a lo que soy. El tiempo no pasa en balde y hoy día me siento un poco abuelo cuando leo en Internet, en blogs o redes sociales, a adolescentes que hablan de sus experiencias amorosas y sexuales, chavales que eran esos niños crédulos que iban a ver a los Reyes Magos cuando un servidor ya pensaba en la universidad. Y sin embargo, me siento más cercano a ellos que a los que ahora han decidido convertirse en los progenitores de la nueva hornada, siguiendo el ciclo vital, a veces tan previsible en edad de ejecución como las horas y los días de atascos en las carreteras.
 
Otra cosa que me llamó la atención de esa celebración navideña fueron sus plazos de ejecución. En un momento dado, todo era alegría y alborozo multitudinario, con los padres aupando a los hijos en sus hombros para saludar a los Magos, tratando de situarlos en primera fila para ver mejor la cabalgata y siendo felices a través del contento de sus retoños. Mientras tanto, los más tardones ultimaban sus compras de regalos en las tiendas cercanas, abiertas hasta más tarde de lo habitual y sabedoras de que hay cosas que nunca cambian, como la costumbre nacional de dejar las cosas para última hora (de la que uno es partícipe, pues no puedo evitar a los sitios con la hora pegada en lugar de con cierta antelación, lo que me ha ocasionado algunos problemas de impuntualidad. No sé de donde nace, quizá de pensar que para qué llegar 15 minutos antes y esperar pudiendo llegar directamente en el momento donde todo se mueve). Terminada la cabalgata y cerradas las tiendas, las calles, antes atestadas, se vacían como si hubiera estallado una alerta nuclear. Los padres, que se han llevado a sus hijos a casa para acostarlos pronto y que duerman con la ilusión de encontrar los regalos a la mañana siguiente, aún lejano el día en el que sea el deseo o el amor por Fulanito o Menganita quien acuda a la cabeza de esos pequeños antes de dormir. Las calles empiezan entonces a llenarse de operarios que retiran las vallas protectoras de las aceras y los diversos montajes que habían acompañado la cabalgata, al tiempo que las luces navideñas se apagan. Por su parte las tiendas se llenan de empleados que despojan los escaparates de adornos variados que sustituyen por llamativos carteles que anuncian el período de rebajas, donde lo que no se ha vendido en los días de furor consumista se venderá a menor precio apenas unas horas más tarde.
 
 
Hace cosa de unas semanas, justo antes de Navidad, tuvieron lugar las elecciones generales en nuestro país, que dejaron un mapa político más igualado y abierto que en otras ocasiones y que algunos bautizaron como el fin del dominio de los dos partidos mayoritarios y el inicio de una época de mayor consenso. Quién sabe si porque quieren creer en ello más que porque confíen en que eso vaya a pasar, en un mundo en el que las políticas vienen dictadas por el poder del dinero y sus exigencias, ante el que algunos incautos se rebelan como los protagonistas de las tragedias griegas ante los dioses, sabedores de que el de arriba siempre manda. A lo largo de la campaña electoral se organizaron algunos debates televisados en los que mucha gente se animó a contar lo que les parecía a través de redes sociales y algunos despistados concluyeron que eso era síntoma de cambio, cuando no dejaba de ser una versión cibernética de tertulia de peluquería o bar, que es cómo muchos han asumido a este invento de última generación. Porque todo cambia y todo sigue igual y esa gente que tan animosamente debatía y resolvía el mundo en un momento dado se fue a dormir a una hora prudente, que al día siguiente había que hacer cosas, como los parroquianos de un bar que se toman la última antes de que cierre y vuelven a sus hogares después de contar sus inquietudes para caer rendidos con la ayuda de los vapores etílicos.
 
Cito estos tres casos, el del tráfico, la noche de Reyes Magos y la política y la ciberpolítica porque en los tres no puedo dejar de sentir una sensación de vacío y estupor, al ver el silencio que queda tras el ruido y la furia del momento, como en un campo de fútbol ya vacío después de un partido de alto copete o cuando se ve un lugar en el que se ha celebrado una fiesta y solo quedan los restos. El vacío y el estupor de quien se pregunta qué ha significado todo ese ruido y esa furia que han dado paso al mismo silencio que había antes, si ha quedado algo aprovechable o solo ha sido un acto más para llenar el silencio durante un rato. El vacío y el estupor de quien lo ve desde fuera y recuerda que solo desde dentro todo eso implica algo, solo desde ahí. No hay que pensar más que en esos momentos en los que se nos estropea una tubería y nuestra preocupación es llamar al fontanero y que la arregle bien, que no filtre el agua a nuestra casa o a la de los vecinos y no nos cobre mucho dinero, una preocupación fútil y hasta ridícula, vista desde fuera, pero que puede ser todo un mundo para el que la padece. Un ejemplo de los muchos que podemos usar para ilustrar la enorme diferencia de estar implicado o no.


 
Hace pocos días he asistido a una de esas conversaciones que se escuchan en los transportes públicos y que demuestran que la realidad siempre supera a la ficción, porque no he encontrado novelista capaz de reproducir el bizarrismo y la imprevisibilidad de muchas de estas charlas entre personas. Se trataba de dos chicas, que aparentaban veintibastantes años y una de ellas decía que por fin había visto “Titanic” y que le había parecido una historia preciosa de amor. Tan entusiasmada estaba que empezó a buscar en su móvil vídeos y fotografías de la película y de su protagonista, Leonardo DiCaprio. En una de estas búsquedas las chicas dieron con una imagen del actor y su compañera de fatigas en aquel filme, Kate Winslet, en la última celebración de los Globos de Oro y la que acababa de ver la película dijo, con verdadera emoción de comprobarlo, que se querían “mazo” también en la vida real. Y entonces fue cuando ambas, ya presa de la pasión, empezaron a canturrear la canción que Celine Dion compuso para la película, medio en broma, medio en serio, sin importar lo que dijera la gente que estaba alrededor. Podríamos pensar los allí presentes que esas dos chicas eran tontas del bote o que estaban medio idas, pero no estábamos dentro de esa conversación, que para ellas estaba resultando un momento divertido, no estábamos dentro de su mecánica. Yo reconozco que me tuve que aguantar la risa y que me tuve que bajar antes que ellas, así que me perdí el resto de las evoluciones. Y entonces me vinieron a la cabeza todas las veces que he podido hacer ese tipo de tonterías para divertirme en compañía de otros, con desconocidos a poca distancia quizá pensando que yo era imbécil. Y es que cuando no formamos parte de la broma, cuando no la integramos de algún modo nos sentimos excluidos y reaccionamos con ira, por eso buena parte de la comedia se basa en provocar identificación con el espectador, hacerle partícipe de una serie de situaciones chistosas o incómodas por las que probablemente haya pasado.
 
Y esa es la clave, porque cuando pasamos junto a un bar o un restaurante y vemos a la gente de dentro hablando y pasando un buen rato pueden parecernos unos hipócritas, solo interesados en su disfrute mientras un montón de gente sufre, mientras nosotros estamos sufriendo. Pero los hipócritas quizá seamos nosotros, por pretender que nada tenga sentido, que todo solo sea un modo de esquivar la pulsión de muerte, porque si somos nosotros los que estamos dentro pasando un buen rato, todo ese dolor parece disiparse. Y eso lo sentimos cuando estamos con personas a las que queremos y que nos hacen sentir bien, que lo que pase fuera de ahí no tiene importancia, ni la gente que está alrededor, ni las noticias, ni los programas de televisión, ni los eventos sociales o deportivos (por algo dicen que la gente menos informada es la más feliz). Hay una parte de dolor que está ahí fuera y a la que no hacemos caso en instantes así, pero son esos instantes felices los que nos dan ánimo cuando es uno mismo el que se siente fuera de las cosas que otros estiman divertidas. Es la voluntad de querer ser la que nos hace infelices, al ver que no conseguimos las cosas cuando las deseamos y cuando la rutina amenaza con ser el denominador común, tal como planteaba la película “Atrapado en el tiempo”, donde el protagonista vivía el mismo día una y otra vez.
 

 
El filósofo germano Schopenhauer decía que solo cuando se dejaba de hacer caso a esa voluntad de querer ser es cuando se lograba algo parecido al bienestar. Él era un pesimista y sus ideas podían resumirse en que lo mejor era no esperar nada para no llevarse desilusiones y sobrevivir a base de estímulos estéticos que nos compensen de los disgustos y quizá tuviera una parte de razón. Quizá sea la vivencia de esos pequeños grandes momentos con la gente que realmente importa, sin detenernos a pensar si formamos parte de un engranaje vital que siempre ha sido más o menos igual y que continuará cuando ya no estemos, porque el premio que nos llevemos es el que consigamos por nuestra cuenta. De algo así se daba cuenta el protagonista de "Atrapado en el tiempo" y decidía usar la rutina en su favor para vivir momentos especiales y por fin avanzar.
 


4 comentarios:

  1. Buenisimo! No sabes lo que me he podido reír! jajajajajajajajaja! Sobretodo con la conversación de las dos chicas! Yo he escuchado cada historia que es para escribir un libro, jajaja!

    Buen finde!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. A mí a veces me dan ganas de sacar una grabadora y de ir poniéndola cerca de las conversaciones curiosas, pero sin que se enteren los conversadores para que no pierdan la naturalidad, jajaja.

      Que vaya muy bien

      Eliminar
  2. Hay bromas y anécdotas que contadas pierden gracia, hay que vivirlas. Me parece que eso pasa con todo en general.

    También es verdad que hay cosas que se ven con mayor claridad desde fuera que cuando eres uno de los involucrados.

    Sea como sea, lo mejor suele ser mantenerse entretenido y procurar no pensar demasiado las cosas.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Eso último me lo digo a mí mismo muchas veces, porque tiendo precisamente a pensar demasiado. Imagino que nos pasa a todos los que tenemos blogs, el resto está viviendo cosas por ahí mientras escribimos

      Eliminar