lunes, 30 de septiembre de 2013

"Lo que las modelos callan". La cara B de la moda

Las modelos encarnan a un tipo de mujer deseada y envidiada por igual. Son deseadas por sus atributos físicos y su atractivo, por todo el glamour y la magia de la belleza que pueden transmitir y eso es lo que hace que sean también envidiadas por quienes no se ven capaces de llegar a ser como ellas o por quienes no pueden llegar a conseguirlas, ni a tocarlas siquiera con la punta de los dedos. Pero al fin y al cabo, las modelos no dejan de ser objetos de una fantasía, una fantasía tras la que se esconden seres humanos de todo tipo y condición. Acabo de terminar de leer "Lo que las modelos callan", un libro escrito por Christine Hart, una española de origen alemán que cuenta sus experiencias entre mediados de los 90 y de la primera década de los 2000 en las principales ciudades de la moda: Milán, París y Nueva York, además de sus orígenes por Grecia y su paso por Libia.
 

Precisamente, una de las partes más curiosas de la lectura es su viaje a Libia. “La agencia que me llevaba, Traffic, envió a 15 chicas para desfilar en la embajada española de Trípoli”, explica Christine. “La realidad fue otra, nos llevaron al desierto, nos pusieron pelucas y tuvimos que desfilar para Gadafi, al que posteriormente conocimos en persona en uno de sus búnkeres”. Y añade: “No tuvimos ningún tipo de protección, nos acompañaba un chico que no hablaba inglés, así que nos podían haber violado, vendido... Temí por mi vida”. 

Hart muestra a través de sus vivencias cómo funcionan las cosas muchas veces en el mundo de la moda y las grandes diferencias existentes entre los Estados Unidos y Europa. “En Manhattan son más exigentes, te citan a una hora y si llegas tarde, no te reciben”. Allí vivió por la zona en la que suelen alojarse las chicas que van a buscar suerte en este mundo, el barrio del Soho. “Me ofrecieron droga en muchas ocasiones, los vendedores ya saben que el lugar está lleno de modelos”, cuenta. “Te invitan a tomar algo en un bar y te enseñan la mercancía, ya que hay muchas modelos que se meten cocaína para perder el apetito y adelgazar lo suficiente para entrar en una talla 34, lo que exigen en los desfiles en Nueva York”.


En su libro, la ex modelo describe episodios como el desplome de una compañera en pleno casting en Grecia, donde comienzan su carrera muchas modelos por ser un mercado más asequible y en el que empiezan a lograr fama apareciendo en revistas de allí y el tiempo que están conviven juntas en residencias al estilo de los estudiantes, dando lugar a momentos curiosos. Al parecer, su joven compañera se desmayó por la impresión que le dio descubrir que en el interior de su vagina había “varios condones recubiertos de semen y flujo que habían estado almacenados durante 24 horas. Lo malo era que ella no tenía recuerdo de nada de lo que le había sucedido la noche anterior, excepto que había estado bebiendo y fumando porros con un fotógrafo, hasta que perdió la noción de la realidad. Son episodios aislados, pero esos pocos ya son demasiados porque no debería ocurrir en menores. Empezar con 14 o 15 años es una aberración. Son edades casi infantiles y es fácil caer en espejismos”.


Otro de los temas que trata hace referencia al teatro que tenía que hacer cuando la invitaban a fiestas, como las que se celebran en Cannes cuando tiene lugar el festival de cine. “He asistido a muchas y me hacían sentir como un florero, no me preguntaban ni el nombre, solo te miraban el escote y las piernas”. En uno de estos eventos, Christine conoció a George Clooney, con el que dice haber charlado durante unos minutos en los exteriores del recinto donde se celebraba y de comprobar cómo ambos se estaban aburriendo en aquella fiesta con tanta gente guapa que a ambas partes les decía poco. Y es que la superficialidad es uno de los temas que aborda el libro de Hart, que comenzó en la moda a los 25 años tras estudiar Derecho, por no verse capaz de estar metida en despachos y aprovechando su buen cuerpo. Uno de los aspectos que resalta es la de veces que le rechazaron por considerarla muy mayor y la de veces que se sintió como la hermana mayor de tantas modelos que apenas habían llegado a la mayoría de edad y en algunos casos ni eso.


De este modo, el libro es interesante, aderezado con fotografías de la propia Hart en su etapa de modelo y se lee de un tirón, aunque la parte formal se haya descuidado. Al menos en la edición que he leído yo se aprecian algunos errores gramaticales, con comas mal puestas y palabras a las que les faltan letras o frases que empiezan sin mayúsculas. Fallos que se pueden encontrar en textos por Internet y ante los que se puede hacer la vista gorda por lo inmediato de esos textos, pero que en un libro llaman bastante la atención. Veo que el libro ha sido editado por la propia autora y se echa en falta un corrector de estilo que puliese esas erratas, presentes en muchos libros cuando aún están en fase de borrador pero que luego son corregidas convenientemente por la editorial. 

Es el gran pero de un libro que por otra parte es entretenido y arroja un poco más de luz sobre un mundo en el que tantas veces nos quedamos únicamente con la parte de fuera, un mundo en el que la imagen y lo que ésta transmite lo es todo. Algo así es lo que debieron pensar los responsables de la marca de lencería Agent Provocateur para hacer un anuncio que ha sido dirigido por la actriz Penélope Cruz y en el que aparecen diversas modelos en poses y actitudes sugerentes ante los ojos del hombre, el actor español Miguel Ángel Silvestre, que al final del vídeo vemos cómo es un albañil que estaba soñando con todas esas mujeres de bandera a las que no puede alcanzar y que por ello se imaginaba tan "cool" y "glamouroso" como ellas.

Un anuncio que creo que refleja a su manera lo mismo que cuenta el libro de Christine Hart, el poder de fascinación y ensoñación del mundo de la moda y el reverso mucho más prosaico y realista que hay detrás.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

"Rush". Metáforas deportivas sobre la vida

Se dice que el cine de carácter deportivo suele ser un género que es para los hombres lo que las comedias románticas para las mujeres, algo que atrae a un grupo y repele al otro. Aunque siempre hay excepciones y también hay hombres que disfrutan de las comedias románticas (a mí me gustan si son interesantes y no se pasan de petardas) y mujeres que disfrutan viendo películas en las que se hace algún deporte, del mismo modo que hay mujeres que son seguidoras de especialidades deportivas. Hombres y mujeres tienen la oportunidad de disfrutar ahora en los cines de una buena película con rivalidad deportiva como punto de partida, porque el deporte en muchas ocasiones no deja de ser una metáfora de la condición humana. Hablo de "Rush".
 
 
 
"Rush" narra la rivalidad que en su época mantuvieron dos grandes pilotos de Fórmula 1, el británico James Hunt (Chris Hemsworth) y el austriaco Niki Lauda (Daniel Brühl), sobre todo en la temporada automovilística de 1976, en la que este último sufrió un gravísimo accidente durante una de las carreras, que casi le costó la vida y que le dejó secuelas imborrables en su rostro.
 
 
 
"Rush" es la nueva película de Ron Howard, un hombre que empezó como actor juvenil en cintas como "El noviazgo del padre de Eddie" o "American Graffiti" y que en los años 80 logró la fama como director tras realizar películas como "1,2,3... Splash" o "Cocoon". En su carrera encontramos películas de todo tipo, aunque siempre enfocadas al cine más comercial ("Apolo 13", "Una mente maravillosa", "El código Da Vinci") y que siempre deja un toque artesano en todas sus producciones, mostrando un buen hacer tras la cámara en un cine aquejado muchas veces de falta de personalidad y que depende de la calidad del guión para que la película salga más o menos apañada.
 
 
 
Afortunadamente, el guión de "Rush" lo firma Peter Morgan, un dramaturgo cuyos escritos están muy cotizados en los últimos años ("The Queen", "Más allá de la vida") y que ya colaboró con Howard en la estupenda "El desafío: Frost contra Nixon", también inspirada en una rivalidad real. Y es que Morgan se ha especializado en ficcionar enfrentamientos verídicos con componente deportivo, pues suyo es el libreto de la magnífica "The damned united", en ese caso con el fútbol como telón de fondo. A un servidor nunca le ha importado mucho el mundo de la Fórmula 1, un universo que en España ha ganado muchos adeptos en los últimos años con las peripecias al volante de Fernando Alonso, peripecias que me causan poco interés. Pero no puedo decir lo mismo de "Rush", que consigue meterme de lleno en ese circo de pilotos algo lunáticos que se juegan la vida mientras corren en círculos persiguiéndose unos a otros.
 
 
 
Aquí se nos muestra la rivalidad entre dos personalidades contrapuestas. Por un lado tenemos a James Hunt, un inglés fiestero, mujeriego y bien parecido, que cae simpático a la mayoría de la gente y para el que la Fórmula 1 es una diversión audaz, en la que pasarlo bien y dejarse llevar por el instinto es fundamental. En el otro lado tenemos a Niki Lauda, un austriaco reconcentrado, metódico y solitario, con unos dientes prominentes que le hacen ganarse el apodo de "rata", que suele caer antipático y que vive para lograr la perfección en carrera. Hunt se preocupa en salir con guapas mujeres después de cada carrera y Lauda vuelve a competir apenas 6 semanas después de un accidente casi mortal, con las quemaduras aún presentes en su cara desfigurada. Dos formas de entender el deporte y la vida y cuyo talento les llevará a enfrentarse constantemente, como metáfora del perpetuo enfrentamiento entre razón e instinto que suele darse en el ser humano.
 
 
 
Howard dirige las secuencias de las carreras con solvencia, ayudado por la poderosa fotografía de Anthony Dod Mantle, colaborador habitual de Danny Boyle ("28 días después", "Slumdog Millionaire"), una vibrante banda sonora del siempre espléndido Hans Zimmer y tampoco podemos olvidar la labor de los intérpretes, que dan vida con convicción a esos pilotos siempre enfrentados. Destaca especialmente Daniel Brühl como Niki Lauda, un hombre poco dado a las efusiones sentimentales y con una forma de hablar muy característica (imprescindible verlo en versión original para apreciarlo). Tampoco le va a la zaga Chris Hemsworth, que a los seguidores de la prensa rosa les sonará como marido de Elsa Pataky y a los cinéfilos y cinéfagos por su papel de Thor y que aquí se convierte en el sosias del "bon vivant" Hunt, cuyos excesos le costaron la muerte tras sufrir un infarto a los 45 años.
 
 
 
 
Las actrices aquí pasan a un segundo plano y se dedican a ser figuras decorativas. El descanso del guerrero en el caso de una estupenda Alexandra Maria Lara como mujer de Lauda o fuente de preocupaciones en el caso de una Olivia Wilde como una exitosa modelos de los 70 que estuvo casada con Hunt y que acabó teniendo una relación con el actor Richard Burton. Al fin y al cabo la miga de la historia está en el duelo y en la contradicción entre Hunt y Lauda y ambas ayudan a perfilar un poco más el poso sentimental de ambos personajes.
 

 
 
"Rush" es un ejemplo de buen cine comercial, que puede interesar incluso a los que el mundo del motor les dé pereza y que tiene su parte didáctica en la especialidad. Antes de ver la película no sabía la historia de esta rivalidad ni quién era James Hunt. Tan sólo me sonaba de nombre Niki Lauda, de ser usado como ejemplo de alguien que conduce muy deprisa, al igual que Emerson Fittipaldi, otro piloto de la época. Un Lauda que fue tres veces campeón del mundo, que a su retirada se centró en la aviación llegando a crear una aerolínea y que también fue protagonista de una jocosa canción de un grupo español de los años 90.
 
 

jueves, 19 de septiembre de 2013

Clasificaciones y arquetipos

Mucha gente se pregunta por qué en las radios musicales siempre suenan las mismas canciones, por qué cada pocas horas se repiten los temas. Presiones de discográficas aparte, eso se basa en estudios de mercado que analizan el público concreto al que se dirige cada emisora y así se ponen las canciones que se estima que gustan a ese público. Así, en Los 40 Principales o Europa FM suenan canciones de ahora para un público adolescente, que hasta las canciones de hace 10 ó 15 años se consideran pasadas de rosca. Si oyes M80 o Rock FM oirás temas de décadas pasadas, en Máxima FM oirás música dance y en Kiss FM te econtrarás música de corte triste y melancólico, aunque últimamente han metido también canciones actuales más animadas para no quedar de tristones y curiosamente han perdido audiencia por ello, seguramente por faltar a lo que se espera de ellos. En las televisiones pasa más de lo mismo y por eso sabemos que en Telecinco será complicado encontrar un documental que no sea sensacionalista del mismo modo que en La 2 es poco probable que veamos algún "reality". Cada uno de estos medios está especializado en un tipo de contenidos y por eso esperamos que nos den lo pactado cuando los sintonizamos. Ahora traslademos estas ideas a las personas, a las que también clasificamos por lo aparente y de las que esperamos ciertas cosas.
 
 
 
"Up in the air" es una película que me encanta por varios motivos y esta escena sirve muy bien para ilustrar lo que quiero expresar sobre las clasificaciones de la gente tras un primer vistazo. De pequeño, en el colegio era considerado un empollón (versión española del "nerd" inglés, que friki no se había puesto de moda todavía) por llevar gafas, vestir de forma tradicional y una actitud bastante tímida y timorata. Mis notas nunca fueron muy brillantes salvo en el caso de alguna asignatura, pero yo era un gafotas retraído y poco hábil para los deportes, así que me tocó ser empollón. No era de los guays que iban en chándal y se daban aires y hacían monsergas para diversión de los demás y admiración de algunas. Daba igual que alguno tuviera el cerebro de mosquito, ellos molaban y yo no. A ellos se les veía en el lenguaje corporal que ofrecían audacia, quizás rebeldía y sensación de poder de controlar la situación mientras que yo mostraba miedo, confusión, docilidad y cierta estupidez, así que irracionalmente el otro grupo entraba mejor en las mentes ajenas.
 
 
 
Los años han pasado y mi forma de vestir o mi apariencia no ha cambiado mucho. Sigo con mis gafas, mi corte de pelo clásico (que se despeina los días de viento, no por la moda) y con camisa, jersey y zapatos para vestir. Ya me han hecho bromas sobre si simpatizo con cierto partido que tiene una gaviota en su insignia o si le robo la ropa a mi padre, ya que nunca llevo la moda deportiva-juvenil que usa otra gente de mi edad. Algunos llevan barba, camisas de cuadros y cazadoras y calzado deportivo y solo con eso ya noto que me han pasado por la derecha a ojos de otros. Por decirlo en plata, yo sin abrir la boca tengo pinta de friki, por mi apariencia y mi lenguaje corporal tímido, menos asustadizo ya que en la infancia, pero con ciertos reparos. No soy de los que entran en una habitación comiéndose el mundo y abrazando a las farolas si hace falta, yo soy más de entrar sin hacer ruido y de ponerme en una esquina para no llamar la atención y eso marca. Así como será complicado escuchar a los Rolling Stones en Los 40 Principales, será difícil que con esa apariencia no te acaben metiendo en el grupo de los "empollones". Organizar a la gente por sus pintas siempre ha estado a la orden del día y de ahí surgieron clasificaciones como las tribus urbanas (pijos, modernillos, góticos, skeaters, heavys o chandaleros/poligoneros), por las características que se les suponen por el uniforme que llevan.
 
 
 
Lo curioso es que siempre me ha pasado de coger manía irracional a los que veo iguales que yo (además en hombres, no en mujeres), quizá por recordarme lo menos atrayente o lo que menos me gusta de mí, quizá por las connotaciones negativas de su lenguaje corporal que estoy comentando, quizá por la parte de mí que se rebela contra eso, quizá por aquello de que los polos iguales se repelen, es algo que aún trato de entender. Pero siento que debo profundizar antes de sacar conclusiones, tratar de ver cómo son en realidad y si corresponden con los estereotipos. Porque hay mujeres bellas y atractivas que en cuanto abren la boca provocan que su encanto se vaya por el desagüe y otras menos guapas que se convierten en chicas tremendamente sexys cuando se las conoce. Porque una cosa es lo que transmitimos con nuestra apariencia y otra lo que hay en realidad, que a veces te da sorpresas. Si varias veces me han tomado por friki, muchas otras me han confesado después de un tiempo que no esperaban que fuera como soy, para bien. Ya desde aquellos años del colegio en los que me sentaban con los peores alumnos por verme callado, pensando que así no tendrían con quien dar la tabarra y que aquellos gamberretes acabaran dándome la mano al ver que de tonto no tenía un pelo. O cuando ya en la universidad hice amistad con gente que no usó camisa y zapatos en todo el tiempo que les ví, porque todos fuimos más allá de las apariencias y vimos las conexiones que teníamos en determinados intereses y formas de ver la vida. Uno tiene su faceta friki, no lo niego, pero me gusta mezclar cosas de varias tribus, no quedarme en el arquetipo.
 
 
 
Por eso me gusta la blogosfera, porque puedes conocer a la gente sin los prejuicios que comporta ver primero su aspecto exterior, aquí se empieza desde dentro. Aún así me sigue dando algo de pena cuando me comentan lo de la sorpresa al conocerme o cuando noto que alguien me califica erróneamente a primera vista. Pena por partir con desventaja respecto a otros que ya tienen ganada la confianza desde el primer momento, aunque lo merezcan menos. Aunque sé que también a las mujeres les sucede algo similar y que una tía despampanante siempre suscita más atenciones que una de aspecto normal, eso es algo universal. Hace tiempo que dejé atrás la adolescencia y no me planteo cambiar de apariencia, me gusta vestir de la manera en que lo hago y cambiar de estilo sería como disfrazarme, un estado en el que no aguantaría mucho. Alguna vez me sacará de quicio verme en las fotos, porque a veces puedo ser muy crítico con la imagen que veo en el espejo, pero esto es lo que soy.
 
 

martes, 17 de septiembre de 2013

"Ana Karenina" y la atemporalidad de los libros

Existe un tópico cuando se adaptan libros a la gran pantalla de que el libro es siempre mejor que la película. Eso es cierto en muchas ocasiones, aunque también influye que la adaptación es una versión particular de una persona o grupo de personas que puede chocar con lo que el resto ha adaptado en su cabeza cuando leía. Aparte del hecho de que la literatura y el cine son lenguajes diferentes y hay cosas que en un libro quedan de maravilla y que si se trasladan tal cual a la pantalla quedan ridículas. Lo bueno de este caso es que la mayoría de adaptaciones literarias que he presenciado han sido al revés de la fórmula tradicional. Primero he visto la película y si la historia me ha gustado después me he leído el libro, de modo que la película me pueda interesar y después gustarme el libro aún más. Hoy hablaré sobre uno de esos casos, que me ha pasado con "Ana Karenina".



"Ana Karenina" (o Anna Karénina) es un libro publicado en 1878 por el autor ruso León Tolstói y que ha sido objeto de varias versiones cinematográficas, siendo la última de ellas la que dirigió en 2012 Joe Wright (director que otras adaptaciones literarias de éxito como "Orgullo y prejuicio" y "Expiación"), protagonizada por Keira Knightley y Jude Law. La versión de Wright caía en una puesta en escena grandilocuente y teatral que pretendía alejarla de la adaptación clásica de un libro de época, pero que hacía que la forma ahogara al fondo, creando una película interesante pero decepcionante al no transmitir lo que la historia apuntaba. Por ello quise hacerme con la obra de Tolstói y no tuve que buscar mucho, pues en casa de mis padres hay un volumen con más años que yo, apilado en una estantería junto a otros clásicos de la literatura universal, de esos encuadernados en rústica y con un hilillo como punto de lectura, con ese olor tan característico del papel por el que han pasado unos años y empieza a amarillear en los bordes. Tras años de estar viéndolo allí puesto y no hacerle caso, me decidí a entrar en su universo.
 

 
La novela cuenta la historia de Ana, una mujer casada con Alexis Karenin, un alto funcionario del estado ruso varios años mayor que ella y poco agraciado físicamente. Un día conocerá al conde Wronsky, un joven militar que gusta de galantear con las mujeres y ambos acabarán enamorándose. Sin embargo, su relación será descubierta y pasarán de ser de lo más admirado de San Petersburgo a lo más repudiado. Pero el libro no trata únicamente de los amores prohibidos de Karenina y Wronsky, sino también de personajes como Esteban Oblosnky, hermano de Ana y casado con una mujer a la que es infiel con la mayor naturalidad del mundo, mientras la mujer sufre en silencio por mantener las apariencias y se consuela con sus hijos. Su hermana Kitty es una jovencita criada con todos los caprichos que cree en el amor eterno y el matrimonio y que se casa con Constantino Levin, amigo de Oblosnky y que es un hombre que vive sumido en la contradicción permanente.
 
Tolstói se sirve de estos personajes principales y muchos otros secundarios para hacer un magnífico fresco de la nobleza rusa de su tiempo y por extensión, de los entresijos del alma humana. El propio autor fue un hombre de vida muy contradictoria, aunque era conde siempre trató de vivir modestamente en el campo y en tratar de igualar la situación con los trabajadores a su servicio. Un hombre que llegó a criticar al matrimonio y al sexo y que estuvo casado durante la mayor parte de su vida y tuvo hasta 13 hijos. Un hombre devoto que toda su vida tuvo dudas religiosas y filosóficas y que llegó a ser excomulgado. Una suerte de marxista conservador que en su gran contradicción creó a Ana Karenina, una mujer inteligente, atractiva y fuerte, que es admirada por todos. Casada con Alexis Karenin, símbolo del orden estatal, curiosamente será otro Alexis, el conde Wronsky, el que le haga ver que la vida que lleva y en la que se cree feliz es una pantomima, porque es una vida vacía de pasión. Sin embargo, cuando se entrega al amante y declara su infidelidad todos la repudian y dan la espalda a quien poco antes admiraban. Rechazada, Ana se vuelve dependiente de su amante y le atosiga, se vuelve neurótica, celosa y posesiva por miedo a perderle, porque su amor es lo único que le queda. Lo que antes no tenía acaba convirtiéndose en su única posesión.
 
 
 
Este es un libro del que puede sacarse un mensaje feminista, de que la infidelidad es aceptable en el caso del hombre y execrable en el caso de la mujer, que debe aceptarlo así para no ser rechazada socialmente. Todo ello escrito por un hombre que siempre fue muy moralista pero que como buen escritor nunca dejó que sus ideas se impusieran a sus personajes, haciéndolos tener vida propia. Porque el buen escritor no alecciona, al menos directamente, plantea seres y situaciones con las que puede estar de acuerdo o no, seres y situaciones de ficción que surgen de una realidad y que nos plantean preguntas. En cualquier narración sucede que hay un personaje con el que nos identificamos más por alguna proximidad que le encontramos. Yo me identificado hasta con cuatro personajes de la novela, con la propia Ana, con su marido (que sufre en silencio las infidelidades de su mujer, quizá por honestidad, quizá por apariencia), su amante (que no es tan lechuguino como parece al principio y acaba por no saber si es suficiente para Ana) y Levin, el personaje más cercano al autor por sus contradicciones y cuya forma de ser siempre en conflicto y plantéandose cosas me ha llegado bastante.
 
 
 
"Ana Karenina", como estupenda obra que es, plantea asuntos que pueden parecernos muy cercanos por su acierto a la hora de plasmar las relaciones humanas. Porque como dice la primera frase de la novela, todas las felicidades se parecen y los infortunios tienen cada uno su fisonomía particular. Aunque incluso los infortunios acaban pareciéndose entre ellos y perpetuándose con los años, por eso esta novela me ha dejado tocado una vez terminada, algo que me pasa con los libros que me remueven por dentro y que por ello se convierten en esos libros especiales a los que vuelvo de vez en cuando. De esos que te llevarías a una isla desierta o salvarías del fuego. Pese a ser lector empedernido, éste ha sido el primer libro que he leído de un autor ruso, a sabiendas de que hay otros clásicos pendientes en esas latitudes ("Guerra y paz" del propio Tolstói, y las obras de Dostoievsky, Chejov, Pasternak o Nabokov, entre otros). Lo intentaré, pero ya se sabe que nos faltan vidas para leer todo lo que queremos. Mientras tanto, ahí están a la espera todos esos volúmenes que no abultan mucho y que van cogiendo polvo en las estanterías a la espera de que alguien llegue y descubra todo el saber que esconden, que nunca pasa de moda. Porque las mejores fragancias siempre se encuentran en los frascos pequeños.
 

 

jueves, 12 de septiembre de 2013

Septiembre por entregas

Uno de los recuerdos que tengo de adolescente es de mi abuelo viendo películas de Cantinflas en la televisión. En aquellos años salió un coleccionable del cómico mexicano y mi abuelo se lo compró, dándonos dos sorpresas, por ver gastar dinero en ocio a alguien que siempre ha vigilado hasta el último céntimo de lo que ha salido del bolsillo y por verle reír a mandíbula batiente cuando su estado habitual es de completa seriedad. Aunque nunca le pregunté, supongo que ver a Cantinflas le haría gracia y también ayudaría a esa hilaridad el recordar los tiempos en los que era más joven y veía esas películas en el cine.
 
 
Pero la dicha no duró demasiado, ya que tras 3 ó 4 entregas la colección se detuvo y ya no encontró más, haciéndole maldecir a las publicidades que prometen una serie entera de películas y que no dan. A los pocos meses volvió la colección a salir anunciada en la televisión y mi abuelo se volvió a ilusionar, esperando que esta vez sería la buena hasta que comprobó que las entregas se detuvieron más o menos al mismo tiempo. Hubo algunas veces más que el coleccionable de Cantinflas volvió a los kioscos, incluso ya en en DVD, pero nunca se completó.
 
Y creo que es de todo aquello de donde viene mi fascinación por esos coleccionables que siempre aparecen en septiembre y en enero, en esas épocas en las que la gente gusta de hacer borrón y cuenta nueva. Donde puede haber gente que además de dejar de fumar, de apuntarse al gimnasio o a la escuela de idiomas, quiera empezar una colección de abanicos, tazas de té, muñecas de porcelana, barcos en miniatura, soldaditos de plomo o películas de Cantinflas. Unas colecciones que a las pocas semanas desaparecerán de los kioscos hasta nuevo aviso, dejando sin el capricho a aquellos que aún no hubieran desistido. Imagino que desaparecen esos productos por la escasa demanda, porque la ilusión no acaba de consolidarse en el público, como tantos propósitos de septiembre o enero que acaban en un cajón o que directamente no se empiezan, con la confianza de que un día se llevarán a cabo.
 

 
Ahora que ha llegado septiembre podría hablar de que los días se acortan, las noches refrescan y las hojas empiezan a caer de los árboles, anunciando el otoño que llega. De que siempre hay gente dispuesta a que le vendan la moto y gente que la vende por sus propios intereses con la excusa del interés general, caso de unos Juegos Olímpicos que nunca fueron, mientras el resto hace chistes en las redes sociales a sabiendas de que es lo único que pueden hacer. Podría hablar de estrellas del pop que optan por las metáforas sexuales para sembrar la polémica y así hacerse notar, en un camino hacia la fama más rápido que  el que podrían tener defendiendo su música, tan intercambiable como olvidable. Porque dentro de poco aparecerá alguien nuevo que será el ídolo de las criaturas que aún están en fase de desarrollo y esos ídolos en muchos casos se convertirán en reliquias y recuerdos de juventud de una generación que solo los traerá a la memoria en casos de nostalgia.
 
 
 
Llega septiembre y se vuelve a las rutinas tras el parón siempre mentiroso de agosto y se acaban las fotos de piernas y pies en playas o de grandes bodorrios que aprovechan el Sol y el calor para hacer brillar aún más el amor, unas playas y unos bodorrios que volverán cuando los rayos del Astro Rey vuelvan a hacer de las suyas. Ves que todo cambia y que todo sigue igual, como decía el príncipe Salinas en "El Gatopardo" o como cantaba Julio Iglesias. Y ves que sigues siendo el mismo, con tus pequeñas miserias y tu futuro por hacer, librando tus pequeñas grandes batallas del día a día y con ganas de comunicarte con la gente que quieres, como ha sido norma durante tantos años. Con ganas de sentir que todo lo que has estado haciendo y viviendo ha servido de algo y no han sido simples entregas de un coleccionable condenado a repetirse sin fin. Como las hojas que inexorablemente caen todos los años por estas fechas.
 
 

martes, 10 de septiembre de 2013

"Renoir" y "Kick Ass 2", el arte y el dibujo

Como bien saben los habituales del blog, no me importa ver películas muy diferentes entre sí siempre que me llamen la atención y eso he hecho una vez más, con dos cintas bastante dispares, surgidas del dibujo, de dos formas de entender esa disciplina artística. Hoy hablo de "Renoir" y de "Kick Ass 2. Con un par".


 
Pierre-Auguste Renoir fue uno de los pintores más celebrados de finales del siglo XIX y su hijo Jean es uno de los directores más recordados del cine francés. La película de Gilles Bourdos no es un biopic al uso, sino más bien un reflejo de la idea de la creación artística en un hombre cuya vida se extingue y en otro cuya vida está comenzando.

 
“Renoir” habla sobre el valor de la creación y del espíritu artístico en contraste con el mundo real. Auguste Renoir (Michel Bouquet) vive en la campiña, ajeno a todo lo que sucede mientras el resto de Europa combate en la Primera Guerra Mundial. Echa de menos a su hijo Jean (Vincent Rottiers), que lucha en el frente, aunque no por ello cambia sus intereses artísticos. Imágenes amables, con la naturaleza y las mujeres desnudas centran la obra de un hombre que apenas puede moverse por la artritis y que piensa seguir pintando hasta que muera, porque para él el impulso artístico es el impulso vital. Así conocerá a Andreé (Christa Theret), una joven que le servirá de modelo y de inspiración para nuevos retratos. Una mujer a la que pinta en movimiento porque lo que le interesa de ella es esa piel que refleja la luz del Sol, ya que como dice el propio autor, para pintar cosas inmóviles, haría bodegones con frutas. Un autor que defiende el movimiento de la vida en comparación al de un objeto movido por las aguas de un río, que cree en dejarse llevar y en adaptarse a las circunstancias.

 
La aparición de su hijo Jean, herido en la guerra y el interés mutuo que se despertarán él y Andreé vendrá a perturbar esa tranquilidad de Renoir. Ella quiere ser como una de esas actrices que ve en las películas y él no sabe qué hacer con su vida y se deja llevar por esa corriente para terminar enfocando sus inquietudes al cine.

 
En este tipo de películas el componente actoral es fundamental para llegar a buen puerto y cabe resaltar especialmente el trabajo de Michel Bouquet como el viejo Renoir, mostrando la vulnerabilidad de esa edad al tiempo que deja patente su incorruptible voluntad artística. Un peldaño por debajo se quedan una preciosa Christa Theret y Vincent Rottiers como Andreé y Jean Renoir, que sin hacerlo mal no pueden evitar caer en un cierto inmovilismo en sus personajes, no terminan de darles la vida necesaria. Una interesante propuesta sobre esa familia de creadores, pespunteada por la bonita banda sonora del siempre estupendo Alexandre Desplat.


Y de las verdes praderas y los apacibles ríos que sirvieron de inspiración a los cuadros de Renoir, pasamos a la jungla de asfalto por antonomasia, a Nueva York y a otros personajes salidos de un dibujo, aunque en en este caso con un tono menos bucólico. Hablo de “Kick Ass 2. Con un par” (con una coletilla en el título español que no está en el original y que imagino que pretende dejar claro el tono cómico de la peli para aquellos que vayan a ver las películas por el título).

 
Después de que la loca valentía de Kick-Ass (Aaron Johnson) inspirara a toda una oleada de nuevos defensores del bien dirigidos por el implacable coronel Barras y Estrellas (Jim Carrey), nuestro héroe decide unirse a ellos. Pero cuando Bruma Roja (Christopher Mintz-Plasse), que regresa con el nombre de El Hijoputa, decide deshacerse de esta panda de superhéroes aficionados, solo Hit Girl (Chloë Grace Moretz) podrá impedir que los aniquile.
 


“Kick Ass” fue hace pocos años una de esas películas que sufren el efecto del globo hinchado, que generan una expectación que no se refleja en los resultados de taquilla. El revuelo que causó en Internet, especialmente en el mundillo friki, la adaptación del cómic de Mark Millar y John Romita Jr. (hijo de John Romita, el mítico ilustrador de “Spiderman”) fue de órdago y los productores se frotaron las manos por el éxito que se avecinaba. Pero una cosa es escribir paridas por Internet y otra es pasar por taquilla, así que el éxito fue bastante moderado, convirtiendo a “Kick Ass” más en fenómeno de culto. Una simpática cinta sobre un chaval que en la vida real era un pringadillo que decidía vestirse de superhéroe para emular a sus referentes de los tebeos, llevándose algunos palos por el camino, que una cosa son los cómics y otra la vida real, donde los golpes dejan consecuencias.

 
En esta secuela se ofrece más de lo mismo pero corregido y aumentado, como en toda segunda parte que se precie, esta vez de la mano de Jeff Wadlow ("Cry Wolf", "Rompiendo las reglas"), que sustituye a  un Matthew Vaughn ("X-Men. Primera generación") que aquí se queda de productor. Kick Ass vuelve a la carga y esta vez lo hace acompañado de un grupo de superhéroes tanto o más bizarros que él. La palma se la lleva el Coronel Barras y Estrellas, al que da vida un irreconocible Jim Carrey y que es uno de esos personajes que demandan a gritos más metraje. Si en la primera parte era Nicolas Cage el actor conocido en horas bajas que mostraba su talento en un personaje memorable, aquí le toca a Carrey ofrecer momentos de calidad.


Aunque no nos engañemos, la verdadera alma máter de esta secuela, tras ser la revelación de la primera parte, es Chloë Grace Moretz y su Hit Girl, esa niña capaz de volar los sesos al más pintado y que aquí ya es una adolescente que duda entre impartir justicia o hacer cosas de quinceañeras (impagables las escenas que comparte con otras compañeras de instituto). Moretz es una jovencita muy prometedora y que con la edad se está volviendo más guapa, así que si la cosa no se tuerce tenemos estrella en ciernes.

 



Del resto podemos decir que cumplen haciendo más de lo mismo, pero sin la novedad que aportaba el original. Aaron Johnson (ese chaval que con 23 años tiene dos hijos con una directora de 46 a la que conoció en un rodaje) y Christopher Mintz-Plasse (el McLovin de “Supersalidos”) dan vida con convicción a dos frikis que solo se sienten importantes con sus ridículas mallas, una irónica reflexión sobre los héroes de cómic que ya apuntó en su día Alan Moore en “Watchmen”, hecha película por Zack Snyder.

 
“Kick Ass 2. Con un par” es un filme en el que no faltan las palizas, la sangre y el humor negro y que por ello no es muy recomendable para un público generalista. Los que más la disfrutarán serán aquellos que conecten con su parte friki y se dejen llevar por las aventuras de un grupo de inadaptados que están lejos de ser tan glamurosos como Superman, Spiderman o Batman.

jueves, 5 de septiembre de 2013

"Parque Jurásico" y los recuerdos de cine

Desde que nació, el cine ha sido fuente de sueños y emociones para muchas generaciones, de fascinaciones ante lo que nos ha mostrado la gran pantalla. Una experiencia que ahora está decayendo en el modo tradicional de mucha gente congregada ante la pantalla, con el abandono de las salas de cine y el paso a un modelo más centrado en el consumo particular. Un acto que pierde su categoría de rito, de hacer que varias personas sientan cosas al mismo tiempo.

 
Una de esas experiencias la viví cuando tenía 11 años y se estrenaba “Parque Jurásico” (aunque aquí mantuvieron el “Jurassic Park” original, como para darle un empaque más internacional), una película en la que salían dinosaurios y en la que decían que había un gran espectáculo, de los que se quedan grabados en la retina. Por aquel entonces, yo solo iba al cine por las películas acontecimiento y no sabía quién era Steven Spielberg o que la película estuviese basada en un libro de Michael Chrichton (famoso autor de bestsellers en la época) o quiénes eran los actores protagonistas. Tampoco me interesaba saberlo, si no me quedaba con sus caras era incapaz de discernir si un actor era conocido o no. Yo iba entonces a ver una peli con dinosaurios y a vivir emociones fuertes.
 
 
Por aquel entonces iba siempre al cine a la sesión de las 5 de la tarde, la que más niños tenía. Me gustaba ir a un cine que estaba a apenas 5 minutos de mi casa, uno de esos cines-teatro con decenas de filas y cientos de butacas y un pantallón enorme rodeado por cortinas. Uno de esos cines en los que sonaba música de otras pelis (ahí escuché sin saberlo entonces las bandas sonoras de “Indiana Jones” o “El Padrino” infinidad de veces) hasta que las luces se apagaban y se hacía el silencio, se sentía la emoción ante lo que empezaba, con las clásicas risas y bromas tontas de los que no sabían ocultar sus nervios y se hacían el gracioso. Uno de esos cines que cuando se llenaban te permitían sentir el calor de cientos de personas sugestionadas por una misma sensación, por risas, gritos, suspiros o lloros. Uno de esos cines donde el acomodador iba vestido con librea y había un servicio de bar donde te invitaban a ir en el pequeño descanso entre los trailers y la película.
 
 
El día que fui a ver “Jurassic Park” la cola daba la vuelta a la manzana y temí que las entradas se agotaran. Así fue cuando llegué a la taquilla, no había un sitio libre para la sesión de las 5. Estaba yo con otros dos amigos de la escuela y decidimos ir a las 8, con la sensación de estar haciendo algo de personas mayores, de ir a una sesión prohibitiva para nosotros por nuestros horarios (por aquel entonces me hacían ir a dormir a las 10 ú 11 de la noche). Tras lograr el permiso y dar una vuelta para matar el tiempo sobrante, compramos las palomitas, entramos a la sala y allí se notaba el ambiente de las grandes ocasiones. El cine anunciaba además que estrenaba un nuevo sistema de sonido envolvente que nos haría sentir  como si estuviéramos con los propios dinosaurios. Yo era entonces un chavalín impresionable que se asustaba de casi todo y estaba muy nervioso, pero seguro de querer estar allí, algo que me sigue pasando cuando vivo grandes ocasiones vitales.
 


Toda la película fue un reguero de emociones que me dejaron extenuado pero contento. Había pasado un miedo terrible con los dinosaurios y con el rugido del implacable T-Rex, pero estaba como el niño que sale de su primera vez en el túnel del terror, tan asustado como pletórico tras pasar el trago con éxito. Fue una experiencia tan intensa que aún hoy la sigo recordando como ejemplo de lo que el cine puede dar al espectador.
 

 
Pues bien, animado por ese recuerdo, el pasado fin de semana fui a ver “Parque Jurásico” (ahora ya la llaman por el título traducido) en su reestreno por el 20 aniversario y ahora convertida a 3D, un formato que siempre me ha parecido más pirotecnia de feria que otra cosa. Pero la tentación era fuerte y pensé que la experiencia novedosa de las 3 dimensiones podía despertar algo de aquella fascinación que sentí en su día. Esta es una de esas películas que ha visto todo el mundo y ya se conoce su trama, en la que el multimillonario John Hammond (Richard Attenborough) consigue hacer realidad su sueño de clonar dinosaurios del Jurásico y crear con ellos un parque temático en una isla remota. Antes de abrirlo al público, invita a una pareja de eminentes científicos (Sam Neill y Laura Dern) y a un matemático (Jeff Goldblum) para que comprueben la viabilidad del proyecto. Pero las medidas de seguridad del parque no prevén el instinto de supervivencia de la madre naturaleza ni la codicia humana.
 
 
El escenario no iba a ser el mismo, porque ahora estoy en otra ciudad y el tradicional cine-teatro ahora era una sala de centro comercial con muchas menos butacas y menos pantalla y aunque hubo buena entrada, no era ni de lejos aquel ambiente de lujo, la mayoría éramos personas de mi edad o mayores que yo, quizá buscando repetir la experiencia vivida en su día.
 
 
Aún así estaba algo nervioso y cuando comenzó la película volví en parte a tener aquellos 11 años. Y digo en parte porque no he pasado tanto miedo con los saurios ni el rugido del T-Rex me ha puesto la piel de gallina, ya que ese niño de 11 años ha pasado por cosas más terroríficas que ese efecto especial, Y en parte porque disfruté la película como buen producto comercial, bien construida a través de los personajes y con un buen manejo del suspense por parte de su director. Con algunos chistes malos y bromas dignas de producción de serie B. Con la tristeza del señor Hammond y la gran interpretación del director y actor Richard Attenborough (curiosamente su hermano David es autor de celebrados documentales sobre el mundo natural). Con Samuel L. Jackson, de quien desconocía su participación en la película hasta que le reconocí como uno de los científicos. Con algunos dobladores de baratillo en la mayoría de actores (en 1993 hubo huelga de dobladores en España y eso se nota en películas de ese año como “El fugitivo” o “La tapadera”, donde Harrison Ford y Tom Cruise no tienen sus voces habituales). Con lo bien que le quedaban a Laura Dern los shorts y con una gran banda sonora de John Williams que casi me arranca la lágrima nostálgica.
 
 
 
Detalles de lo que era y de lo que soy 20 años más tarde, con la música de John Williams como magdalena de Proust, haciéndome evocar todas esas sensaciones. Una experiencia que me recordó a una escena de “Amelie” en la que un hombre se retrotrae a su infancia cuando le ponen delante una caja con sus juguetes de pequeño y siente más que nunca las diferencias entre el antes y el ahora y de lo rápido que pasa el tiempo y las cosas que se quedan en el camino.
 
 
Aquel cine-teatro al que fui hace dos décadas y al que tantas veces fui durante los años cerró sus puertas en 2002 tras programar “Minority Report”, precisamente otra obra de Spielberg y ahora es un supermercado que aprovecha la gran extensión que tenía aquel cine para sus estantes. Un supermercado al que todavía no he entrado, ya que para mí el cine sigue estando ahí.
 
 
Por este tipo de recuerdos es por lo que me da pena que el hecho de ir al cine se esté perdiendo y que el futuro parezca ir encaminado al consumo privado de las películas. Porque el valor de las imágenes nos puede conmover igual en un cine con 500 personas que estando solos en el salón de casa, pero el plus de ver y notar el latido al unísono de tantos corazones en función de lo que pasa en la pantalla, las reacciones durante y después de las películas, cuando las luces se encienden y la gente empieza a volver al mundo real tras lo que ha visto, eso es algo que para mí sigue teniendo mucho significado.