En los últimos años las series
de televisión han superado a las películas de cine a la hora de convertirse en
fenómenos culturales de masas y hoy es más fácil encontrar legiones de
seguidores de tal o cual serie que de la mayoría de películas que llegan a los
cines. Las series tenían el lastre cultural de ser distracciones a veces muy
simples y vulgares para un gran público poco exigente, a la manera en la que
hoy lo son los realities, pero desde hace años ha habido un incremento de la
audacia narrativa que ha facilitado este “boom”. De este modo, hay gente que
dedica horas cada día a ver capítulos de diversas series, para tratar de no
perderse nada de lo bueno que pueda surgir, que puede aparecer en el primer
capítulo o puede tardar algo más. Por ello, muchas veces se dice que en tal o
cual serie hay que ver varios capítulos para engancharse o que la segunda
temporada es mejor que la primera y que hay que darle un margen al producto,
algo en lo que yo no participo. Yo soy de los que se acercan a las series un
tiempo después de que hayan aparecido, cuando la trama me interesa y cuando he
oído opiniones fiables sobre ella. Y me gusta también verlas del tirón y
dedicarlas toda mi atención, del mismo modo que suelo leer un libro y no varios
a la vez, porque al final de probar de tantos lados acabas por no disfrutar de
ninguno. En los libros siempre me fijo en la primera página y si consigue
atraer mi atención ese libro me gustará, si no es así, ya puede estar bien
considerado que no me cambiará la vida, algo que se repite en las series. Todas
las series que me han gustado lo han hecho desde el principio y con esas son
con las que me quedo, no tengo tiempo ni ganas de ver series que mejoran con el
tiempo. Y una de las que me ha gustado desde el primer episodio es de la que
voy a hablar a continuación, “Masters of Sex”.
La serie se centra
en las figuras del ginecólogo William Masters (Michael Sheen) y la psicóloga Virginia Johnson (Lizzy Caplan),
cuyos estudios sobre la sexualidad a mediados de los 60 cambiaron el modo de
ver las relaciones de pareja en la sociedad estadounidense de la época. Juntos
estudiaron la respuesta sexual humana, realizando un exhaustivo estudio en el
que participaron diferentes parejas y tras su observación y análisis de los
datos obtenidos de los encuentros sexuales de las personas que participaron en
el estudio, diferenciaron 5 fases en la respuesta sexual humana: deseo,
excitación, meseta, orgasmo y resolución.
Masters y Johnson se conocieron en 1957 y desde entonces formaron un equipo de trabajo
altamente curioso y prolífico. Publicaron “La respuesta sexual humana” (1966), “Incompatibilidad
sexual humana” (1970) y “El vínculo del placer” (1975), obras
fundamentales de la sexología y base de otras investigaciones posteriores. Sus trabajos acabaron uniéndoles más allá de lo profesional y terminaron siendo también pareja sentimental.
Es inevitable que venga a la
cabeza “Mad Men” cuando uno ve “Masters of Sex”, pues cambia el mundo de la
publicidad por el de un estudio sobre sexualidad pero se mantienen algunas
características. La acción se desarrolla en una época similar (aquí empieza a finales
de los 50 y principios de los 60, por ello la estética es muy parecida) y se
mantienen las reflexiones sobre el papel de los hombres y las mujeres en
aquellos tiempos. De unos hombres al cargo de la sociedad, que no sabían o no
les interesaba lo que les sucedía las mujeres y de cómo las mujeres eran
educadas para ser buenas esposas y madres y aquellas que no encajaban en el
molde lo pasaban bastante mal.
El doctor Masters es un hombre de una psicología
bastante compleja y está casado con una mujer de
catálogo, rubia, guapa y hacendosa, de las que nunca dicen una palabra más alta
que otra y que parecen no reaccionar a ninguno de los problemas que las
acechan, incluida la lejanía emocional de su marido. La que se sale de lo común
es Virginia Johnson, mujer divorciada, con dos hijos a su cargo y a la que no
le asusta participar en un estudio sobre sexualidad ni teme ser considerada una
libertina por hacerlo. Una pionera en un momento en el que esas cuestiones eran
cosas de las que era mejor no hablar por considerarlas sucias e inmorales y que acabará
atrayendo vivamente la atención de Masters. Así, ambos explorarán las
características del sexo en hombres y mujeres, la excitación, el orgasmo, las
disfunciones y demás respuestas corporales, llegando a conclusiones que hoy son
el pan nuestro de cada día y que entonces eran prácticamente desconocidas. Todo
ello mientras entre ambos se va construyendo una atracción que ninguno podrá
negar, aunque a veces se disfrace de celo profesional.
Todo el reparto cumple
adecuadamente con su labor, destacando especialmente una Lizzy Caplan que hasta
ahora se había tenido que conformar con pequeños papeles en películas y series
y que encuentra la oportunidad de lucir su potencial como esa Virginia Johnson
adelantada a su tiempo. Con sencillez y sin grandes alardes, Caplan compone un
personaje que acaba siendo el motor de la serie, el impulsor de las acciones de
Masters y del interés de las tramas. Ella es la gran mujer tras un Masters
(bien encarnado por Michael Sheen, especializado en dar vida a personajes
reales, como ya hiciera con Tony Blair en “The Queen”, el periodista David
Frost en “Frost contra Nixon” y el entrenador de fútbol Brian Clough en “The
damned united”, aunque aquí el parecido físico con el Masters real es nulo) que responde al modelo clásico masculino de ser bastante
cerrado y enigmático respecto a sus sentimientos y del que iremos descubriendo
detalles poco a poco, en una suerte de inversión de papeles en la que el doctor
se convertirá también en objeto de estudio.
Si algo se le puede reprochar a
“Masters of Sex” es que recuerda a “Mad Men” y en la comparación sale
perdiendo, porque la serie de los publicistas de la avenida Madison es una obra
maestra y una memorable exploración de la psicología humana. No obstante, esta
serie sobre las peripecias de Masters y Johnson tiene un indudable interés y
puede resultar más accesible para aquellos a los que “Mad Men” les parezca
demasiado existencialista. Si el primer capítulo consigue llamar su atención
seguro que seguirán adelante con ella.
Alguna vez he comentado
que yo soy de esas personas que cuando entra a una habitación buscan no llamar
la atención y busco ubicarme en algún rincón para no ser centro de las miradas
escrutadoras. Será precisamente por eso por lo que mi llegada en líneas generales
nunca es saludada con gran efusividad, porque la rehúyo y eso tiene su parte
negativa, que es la de pasar desapercibido y ser más olvidable. Una persona me
dijo una vez que por tímido que uno sea lo mejor que se puede hacer al llegar a
un sitio donde no se le conoce es saludar a todo el mundo, mostrar simpatía y
abrazar a las farolas si es necesario, para tratar de ofrecer una buena
impresión. No importa lo buena gente que puedas ser o lo que puedas aportar a
ese grupo, porque si no eres simpático de primeras el resto de la manada te va
a mirar con recelo por pensar que ocultas algo y cuando eso se piensa se hace
siempre para mal. Vas a empezar con mal pie y tendrás que trabajar el doble
para ganarte simpatías, unas simpatías que el desprendido ya se ha ganado de
salida, aunque sea un mal bicho o un falso. El marketing y las relaciones
públicas siempre han tenido un gran peso a la hora de ser percibidos por los
demás, porque conocer el interior de alguien lleva tiempo y esfuerzo, mientras
que el primer vistazo es inmediato y no cuesta nada y por eso muchos se
conforman con eso y no pasan de ahí.
Yo siempre he tenido un
serio problema con todo eso porque mi carácter está lejos de ser el de un
vendedor vocacional. Hay gente que sabe venderse muy bien, lo llevan en la
sangre y para ellos surge de forma natural, enseguida saben granjearse las
simpatías de los demás y parecer alguien cuya presencia aporta algo, que es lo
que siempre se ha denominado como carisma. Luego estamos los que no somos
carismáticos o no lo somos en el buen sentido, los que no vendemos esa simpatía
inmediata o peor aún, vendemos sensación de extrañeza y rareza, que a muchos
echa para atrás. Siempre va a lograr más cosas un tonto o un sinvergüenza con
carisma que un tipo de apariencia gris que sea una lumbrera o tremendamente
íntegro. De esas primeras impresiones pueden surgir muchos prejuicios y yo
precisamente soy prejuicioso con aquellos que te abrazan sin conocerte de nada,
porque la experiencia me ha enseñado que siempre hay algo impostado en ellos y
eso no me gusta, no me gusta que me prometan el paraíso para engatusarme y que
luego no me lo den.
Y es que debo decir que
nunca me ha gustado la gente que te trata de amiga a la primera vez, porque en
(casi) todos los casos te van a olvidar tan rápido como te han conocido, porque
tu no les interesas más que el de al lado, eres un peón más en su partida de
ajedrez. Hay una falsedad autoasumida disfrazada de simpatía que me revuelve
por dentro, es algo que me impregna de rabia y que no puedo obviar. Yo trato de
descubrirlos, pero no toda la gente invierte el tiempo necesario en ello y
quizá tampoco les importe, a ellos les interesa esa promesa y con eso les vale,
quizá porque también perciben que es todo fachada pero tampoco les molesta al
ajustarse a sus intereses, una curiosa reacción de hipocresía mutua que me
parece muy triste.
Estos días he leído un
artículo sobre estas características que le convierten a uno en un hombre
invisible y me ha parecido muy interesante. Se lo adjunto a continuación.
"Sentado en una mesa de una cafetería, saboreando un buen té, distraigo mi atención observando, e inevitablemente escuchando conversaciones vecinas, por esa costumbre nacional de hablar levantando la voz. Aunque no lo quieras, te enteras de todo. Observo a una chica que ha escogido un rincón para ensimismarse en su lectura. El camarero ha servido ya a dos mesas posteriores a su llegada. Aunque ella lo mira, él no la ve. Parece invisible. En cambio, una señora que viene de comprar en el mercado ha realizado una entrada triunfal. No solo todo el mundo se ha enterado de su presencia, sino que se sabe lo que va a desayunar, sobre todo el camarero al que le faltan manos para servirle. La chica de la lectura mueve la cabeza negativamente. En parte por la discriminación, en parte porque aquellos gritos la sacan de su ensimismamiento.
Las mesas colindantes siguen conversaciones diferentes, aunque con algún factor en común. Dos mujeres, cercanas a la cincuentena, se quejan amargamente de que a su edad ya no son visibles. No sienten la mirada ajena. Una pareja cercana a mi mesa discute. Él le decía a ella: “Últimamente ni me ves”. En la barra de la cafetería, un padre muy cabreado le decía a su hijo adolescente: “No quiero verte más”. Lo más seguro es que no fuera cierto, pero la expresión revela un tema, más profundo de lo que aparenta, sobre el acto de ver y ser vistos. Para una cultura tan visual como la nuestra, acostumbrada ya a verlo y retratarlo todo, se ha convertido en un deseo y una necesidad salir en la foto o, por el contrario, ausentarse de ella.
Todas estas escenas recuerdan una de las más célebres canciones del musical Chicago de Bob Fosse. El resignado marido de Roxy Hart, Amos Hart, entona su lamento describiéndose como Míster Celofán. El hombre transparente, no por su autenticidad sino por falta de reconocimiento. Ver y ser vistos. Pero ¿qué es lo que queremos ver? ¿Cómo queremos ser vistos? Aún cabe otra pregunta: ¿qué es lo que realmente vemos?
Una posible respuesta podría ser la siguiente: el material psicológico, los contenidos que hemos introducido en la mente, y los movimientos psíquicos que hemos convertido en hábito conforman el conjunto de imágenes que tenemos sobre nosotros mismos, los demás y el mundo que nos circunda. Unos contenidos que se han alimentado también de la cultura familiar, social e histórica que nos ha tocado vivir. Con todo ello hemos organizado la mente, que ahora con suma pulcritud obedece a los programas que se han automatizado en el inconsciente. Entonces, se debe tener en cuenta que los ojos no son los que miran, sino que quien lo hace es la mente de cada uno. Y ve según lo que la hemos enseñado a mirar.
En la imagen que cada uno construye de sí mismo, existe el deseo tanto de estar presentes como ausentes. En algunos aspectos se echa en falta ser más reconocidos, en otros se preferiría poder desaparecer. A veces gusta ser el centro de atención, otras pasar inadvertidos.
Lo habitual entonces es que se transite por diferentes momentos, contextos, situaciones y estados de ánimo en los que se prefiere estar presente o ausente. Cuando se respetan los tránsitos, el sentimiento se fluye con la vida. Se es libre de escoger. Podría ocurrir, por el contrario, que se acabe viviendo condenados a la eterna necesidad de reconocimiento (personal, social, profesional) o de aislamiento. Cuando es así, la mente de cada persona necesita reorganizar su propia visión y la del mundo.
Uno de los mayores miedos que se pueden padecer es el rechazo. Sentirse abandonado, despreciado o descuidado por la tribu dispara todas las alarmas de la existencia. El poder de las relaciones se basa en la capacidad de generar vínculos estables, duraderos y de protección. No obstante, las experiencias que cada uno ha vivido al respecto han conformado estilos afectivos diferentes. Unos aprenden a incluirse, otros a excluirse. Es como un destino. Tarde o temprano acaban dentro o fuera. A veces los descartan. A veces se autodestierran.
Las sociedades hacen lo mismo con sus miembros, sobre todo aquellos que no responden a los estándares y modas. De la misma manera que muchos reconocimientos son exagerados, falsos o injustos, gran parte de las exclusiones también lo son. Aunque se presuma del valor de la justicia, muchos gestos de los que apenas se es consciente invisibilizan al otro, lo apartan de la peor de las maneras que es la indiferencia. Como Míster Celofán. Hay quien prefiere un reconocimiento en negativo, antes que ser completamente ignorado.
La falta de reconocimiento obedece a dificultades de inclusión, como la chica de la cafetería cuya presencia solo asomó cuando se quejó al camarero. Tuvo que enfadarse para poderse hacer visible. Pero al hacerlo así, no se siente bien, se culpa o acusa al mundo por no estar pendiente de ella. No se le ocurre “hacerse presente”, mostrarse, pedir, expresarse asertivamente. Pero esta situación también obedece a las expectativas. Muchas personas hacen grandes esfuerzos, se cargan de responsabilidades o llaman la atención con tal de recibir aplausos, agradecimientos y valorización. Puede que se confunda el medio con el fin. Si cabe algún acto sincero de reconocimiento es ser aceptados y queridos por lo que se es y no por lo que se hace, se aparenta o se logra.
El miedo a no ser recordados es, en el fondo, un temor a ser ignorados. Si nadie nos ve, ¿existimos? Por supuesto, uno puede hacerlo todo solo y para sí mismo o, como el eremita, hacerlo aisladamente por el bien espiritual de la humanidad. Sería suficiente con que cada uno apreciara quién es, cómo es y lo que hace, mejor o peor.
Sin embargo, pronto llega la mirada del otro. Una forma de percibirnos que tanto puede ser apreciativa como despreciativa. O peor aún, ser vistos y no vistos. Ahí se encuentra el secreto del equilibrio entre lo interno y lo externo. ¿Hasta dónde sabemos apreciarnos? ¿Hasta dónde necesitamos ser apreciados? ¿Hasta dónde nos afecta el desprecio externo? ¿Necesitamos ser reconocidos por los demás para ser, para saber cómo ser? ¿Somos personas apreciativas? ¿Destacamos lo bueno de las personas y lo que hacen con la mejor de las intenciones? ¿Tendemos al desprecio, a ver siempre lo que falta o lo que no está perfecto? Según seamos en ese interior individual, así seremos ahí afuera aunque lo disfracemos con máscaras sonrientes.
No solo se trata de bucear introspectivamente. Como escuché a Begoña Román, catedrática de Filosofía de la Universidad de Barcelona, quizás vaya siendo hora de introducir la escucha en un mundo tan visual. Podría ser que el problema sea estar más desnutridos de ser escuchados que de ser vistos. Llega un momento en que más que reforzar el sentido de la vista, se necesita afinar el oído y también el tacto.
Hay una tarea que resulta ineludible: educar la mirada, amplificar la escucha y apreciar la calidez. La mirada se educa revisando lo que tenemos tendencia a percibir, y aumentando el campo de visión. Para ello, como advierte el psicólogo Joan Quintana, hay que preguntar a los otros lo que cada uno no aprecia o no sabe ver. La escucha requiere atención, disponibilidad, profundidad. Va más allá de una simple mirada. Y la calidez adentra, como ningún otro canal, en el contacto respetuoso, amable y tierno con el otro. No hay mayor reconocimiento".
Lo cierto es que todos hemos sido alguna vez un señor o señora celofán, invisible o incluso pegajoso para los demás. Pegajosos si no hacen caso de lo que les decimos por considerarnos faltos de autoridad, aunque tengamos razón, algo que yo he podido experimentar de primera mano cuando ha habido gente que no ha hecho caso de las cosas que le he dicho y que incluso se lo ha tomado a burla por venir de mí. Pero a la hora de haber vivido experiencias del estilo Señor Celofán la palma se la lleva aquella vez en el trabajo que una compañera se dio cuenta de que me había cortado el pelo dos semanas más tarde, cuando yo ya llevaba varios días con una diferencia notoria de pelo sobre mi cabeza, dejándome pasmado. Ella era del tipo que enumeraba al principio de la entrada, de las que iban de simpáticas con todo el mundo y a las que la mayoría considerarían un encanto, pero a las que empiezas a ver las costuras cuando profundizas un poco, pues ya se cuidaba de agradar más a los que más le convenían y se dejaba querer por los jefes en una suerte de flirteo inocente, de hacerse desear, que es siempre el arma que usan este tipo de mujeres para llegar a la cima (tristemente, en un mundo de hombres hay que jugar con las reglas del machismo para ir ganando las partidas, porque una mujer que no sea "simpática" lo tiene siempre más complicado para trepar aunque su talento sea mayor). Como yo no dejaba de ser un tipo corriente y moliente tampoco estimó darme más bola de la necesaria y eso incluía no mirarme a la cara aunque por cuestiones laborales habláramos varias veces a diario. Algo que sospechaba por encontrarla mirando siempre al ordenador y que tuve claro cuando me comentó lo del corte de pelo dos semanas después y que me dejó patidifuso, se ve que debía darle un poco de grima para no querer mirarme ni una vez. Una chica muy "simpática" que me demostró que era una elementa asquerosa a la que tuve la suerte de perder de vista hace tiempo. Porque eso es lo que merecen la mayoría de los que nos tratan como seres invisibles, que los mandemos a la mierda, si no de viva voz delante suyo, al menos de pensamiento y acto.
En los últimos días se
ha hablado (y se sigue haciendo) por activa y por pasiva del primer contagio de
la enfermedad del ébola en España, el de una enfermera que se contagió mientras
trataba a un religioso que fue trasladado desde África para ser cuidado en su
país de origen, ante la falta de recursos que hay por aquellos lares para
combatir la enfermedad. Creo que todo el mundo conoce el revuelo que se montó
con la ejecución del perro de la enfermera contagiada, por ser sospechoso de
ser también portador de la enfermedad, para evitar más contagios. Así, por obra
y gracia de las redes sociales, hemos sido testigos de montones de opiniones
que pedían la salvación del infortunado can y que pedían (medio en broma medio
en serio, imagino) la ejecución de la ministra, que en sus apariciones públicas
ha demostrado que el reparto de los ministerios no se hace tanto por
conocimientos sobre el cargo que van a ocupar como por “otras habilidades”
políticas, para conseguir los mejores asientos. Tras acusaciones entre unos y
otros para ver quien tenía la culpa, ha quedado claro que es un grave error
desviar fondos de Sanidad para pagar la fiesta de aquellos que se lo han
llevado crudo de bancos y cajas de ahorro. Un error que espero que la gente sea
capaz de verlo a la hora de dar su voto para próximas elecciones y que no se
queden en ridículos comentarios sobre si se debería matar a una ministra en
lugar de a un perro, ridiculeces a las que se ha apuntado algún intelectual que
deja claro que todos podemos caer alguna vez en la tontería.
Valga todo esto a modo
de introducción para hablar del espectáculo que siempre se crea con
cada fenómeno que nos pilla de cerca. Un contagio o una muerte de ébola en
África o en Estados Unidos nos importa bastante poco, pensamos “qué pena” y
seguimos con lo nuestro, pero cuando sucede cerca de la puerta de casa la cosa
ya cambia, todo el mundo tiende a movilizarse cuando ve su supervivencia
amenazada, es cosa del instinto. Y ese es uno de los temas que trata la
película de la que voy a hablar en la entrada de hoy. Me refiero a “Perdida”,
de David Fincher.
El día de su quinto
aniversario de boda, Nick Dunne (Ben Affleck) descubre que su esposa Amy
(Rosamund Pike) ha desaparecido misteriosamente. Pero pronto la presión
policial y mediática hace que el retrato de felicidad doméstica que ofrece Nick
empiece a tambalearse. Su extraña conducta lo convierte en sospechoso
y todo el mundo comienza a preguntase si Nick mató a su esposa.
“Seven” y “El curioso caso de Benjamin Button”
me parecen las mejores películas (de más joven también me fascinó “El club de
la lucha”, que se me cayó bastante la segunda vez que la vi) que ha hecho un
director no tan conocido por el gran público como un Spielberg o un Scorsese
(en el tráiler de “Perdida” ni siquiera destacan su nombre), pero que es
idolatrado por gran parte de la crítica, que incluso tiende a sobrevalorary a considerar oro todo lo que hace (trabajos
como “Zodiac” o “La red social” dan buena fe de ello). Si buscamos una conexión
entre toda su obra podemos deducir un vivo interés en el lado oscuro del ser
humano, algo que también queda de manifiesto en su último filme.
No resulta fácil hacer
una crítica de “Perdida” sin destripar partes esenciales de una película que
tiene varios giros de guión a lo largo de sus casi dos horas y media de
metraje. La premisa de la mujer desaparecida repentinamente es solamente el
punto de partida para la historia urdida por Gillian Flynn, primero en formato
de novela y ahora adaptándose a sí misma haciendo de guionista de la cinta de
Fincher. Uno de los errores de muchos cineastas es tratar de buscar la
originalidad a toda costa, de decir “esto está muy visto” y de querer dar el
siguiente paso aún haciendo el ridículo o de espectadores que lo están
esperando y se tragan auténticos bodrios con pretensiones. Lo cierto es que (casi)
todo está ya inventado y es en las historias de siempre donde están los inicios
de buenas o grandes películas, todo depende de las manos en las que se
pongan.Cuando acabo de ver “Perdida” no
dejo de pensar que lo que acabo de ver no deja ser un argumento que podría
encajar en un telefilme de sobremesa o en uno de esos culebrones de baratillo
donde cada momento trascendente se destaca con un “tatachán” de la música. Pero
sin embargo, Fincher tiene el oficio suficiente como para ir más allá de todo eso.
“Perdida” nos habla de
un pueblo del estado de Missouri en el que todo es apacible hasta que las cosas
se complican y sale a relucir lo peor de cada uno. Nick Dunne es un hombre
respetado por su carácter apacible hasta que empieza a ser señalado como sospechoso
de la desaparición de su mujer y muchos de sus vecinos empiezan a mirarle con
malos ojos y los programas sensacionalistas de televisión que se hacen eco del
caso no dudan en culpabilizarlo abiertamente, alimentando la espiral de
hostilidad. Da igual que no existan pruebas contra Nick, todo parece señalarle
como culpable y con eso basta para una masa embrutecida por el morbo y por la
necesidad de buscar un chivo expiatorio.
Fincher nos ofrece con
mucha ironía todo este panorama y muestra su buen ojo en la elección de Ben
Affleck como protagonista, un actor que cuenta con muchos detractores por su
limitada capacidad interpretativa y que ha encontrado su redención en una
interesante carrera como director (“Adiós pequeña, adiós”, “The Town. Ciudad de
ladrones” y la oscarizada “Argo”), aunque sigue siendo objeto de polémicas,
como cuando mucha gente protestó por su elección para ser el próximo Batman en
la gran pantalla. De este modo, Affleck es pintiparado para dar vida a ese
personaje que no parece meterse con nadie y sobre el que recaen una serie de
acusaciones y presiones.
No quiero olvidarme
tampoco de la otra piedra angular de la historia, la mujer perdida del título,
sobre la que es mejor decir lo menos posible para que el espectador descubra lo
que sucede con ella. La británica Rosamund Pike interpreta a un personaje que a
buen seguro la hará dar ese salto que prometía desde hace años, tras debutar
como chica Bond en “Muere otro día” (una de las cintas más infames de la saga
Bond, que jubiló a Pierce Brosnan del personaje). Pike ha estado en películas
como “Orgullo y prejuicio”, “Los sustitutos”, “Jack Reacher” o “Bienvenidos al
fin del mundo”, mostrando su pálida belleza y siempre como comparsa del
protagonista de turno. En “Perdida”, su Amy es pieza fundamental de la
narración y le da la oportunidad de mostrar sus habilidades interpretativas, al
servicio de un personaje que a buen seguro será recordado con el paso de los
años.
Si Affleck y Pike están
a la altura de las circunstancias, también lo están el resto de secundarios de
la cinta, cada uno en su cometido. Así, cabe destacar a Neil Patrick Harris (el
Barney Stinson de “Cómo conocí a vuestra madre”) en el ambiguo rol de un
antiguo amante de Amy y Tyler Perry (popular entre el público yanqui por sus
películas donde se disfraza de mujer mayor negra, como si fuera un Eddie Murphy
o un Martin Lawrence de saldo y que es otro triunfo particular de Fincher, al
convertir a alguien tan aparentemente inadecuado en un actor notable, como ya
hiciera con Justin Timberlake en “La red social”) dando vida al abogado de
Nick.
A pesar de sus casi dos
horas y media de duración, Fincher compone una película muy entretenida, donde
se mantiene la expectación por lo que va a suceder y juega con el espectador al
estilo de Hitchcock, dejando momentos logrados de intriga y humor negro que
habrían gustado al maestro del suspense. Una película que tiene también algunos
ecos de Bergman en su retrato de las relaciones matrimoniales y la diferencia sobre lo que
somos en realidad y los papeles que asumimos en las relaciones con otras
personas o cómo los otros nos ven. Una película que acaba con el mismo plano con el que empieza, cuando
las circunstancias son muy distintas tras el viaje que hemos hecho y lo que
podíamos intuir al principio cambia totalmente cuando lo volvemos a ver al
final. Solamente ese plano es una muestra de que tras la cámara hay alguien que sabe
lo que se hace.
Una vez vista la
película queda la duda de saber si aguantará un segundo visionado, una vez
conocidos los giros de la trama. Pero no cabe duda de que en su primera vez
vale la pena como entretenimiento apto para público generalista y paladares más
refinados, algo de lo que no todas las películas pueden presumir. Una película
que a buen seguro gustará a muchas parejas (en mi sesión salieron varias
debatiendo vivamente lo que acababan de ver) y que gustará menos a los que la
encuentren misógina, una acusación para mí absurda, pero que seguramente
resonará por ahí. Como decía al principio y el filme nos muestra, la reflexión
exagerada sobre algo sin analizarlo en profundidad está a la orden del día.
"A las ocho de la mañana en las paradas de autobús
había pasajeros silenciosos e incomunicados bajo la marquesina, cada
uno con sus sueños y problemas a cuestas, que se disponían a acudir
al trabajo. En uno de los paneles laterales de cada parada el cuerpo
adolescente de Maribel Verdú exhibía una lencería sugerente,
mínimas bragas caladas, un sostén rebosante y un mohín oferente
entre ingenuo y malvado en los labios. Era entonces Maribel una
modelo publicitaria explosiva de 13 años, un auténtico pastel de
carne. A muchos hombres no les importaba en absoluto que el autobús
se retrasara, puesto que eso significaba seguir dándose un banquete
mirando de soslayo aquellas formas desnudas adorables. Cuando los
pasajeros subían al vehículo Maribel Verdú les seguía con la
mirada intensa, incluso a través de la ventanilla, hasta doblar la
esquina. Cada pasajero creía que aquella mirada oscura era exclusiva
para él y parecía algo más que una invitación a comprar esas
prendas íntimas. Era una tentación a romper con la vida anodina y a
huir con aquella chica de la valla lejos, muy lejos, a cualquier
paraíso perdido.
Después de un día de trabajo con todas las
frustraciones y miserias que se acumulan al final de la tarde, los
pasajeros se apeaban en la parada y allí estaba Maribel Verdú,
sonriente e intacta, esperando con otra oferta en la mirada. Se
trataba ahora de navegar la noche con ella más allá de los sueños.
“Mira cómo estoy, quédate conmigo hasta la madrugada. Anda,
atrévete”, parecía decirles a los jóvenes oficinistas, a los
empleados honrados, solteros o casados, gente común, generalmente
derrotada. Mientras ellos volvían a casa ella se quedaba allí a
esperar a que alguien se la llevara y algunos caballeros soñaban de
noche con esa chica y al día siguiente ella les volvía a invitar a
una excitante e imposible huida. Ese era el juego excitante de cada
día, invierno o verano, que también se repetía en las estaciones
de metro. Desde el convoy, los pasajeros veían el panel donde la
chica mostraba sus curvas malvadas como una ráfaga sobre la multitud
que llenaba los andenes. Era un tiempo en que el ciudadano comenzó a
interiorizar el cuerpo de esta chica como una categoría a priori de
todos los sueños imposibles de alcanzar, los cinco sentidos que
convergían en una mirada que te acompañaba bajo las acacias de la
ciudad hasta el interior de la almohada. Pero una madrugada, Maribel
Verdú fue secuestrada, cosa que no sorprendió a nadie. En varias
paradas de autobús el panel había desaparecido. Un enamorado
anónimo la había arrancado de cuajo, se la había llevado a casa y
la había encerrado en un sótano amordazada solo para adorarla. No
pidió rescate. Era ella misma el precio a pagar."
Estas líneas pertenecen a un artículo del escritor Manuel Vicent publicado este verano en el diario "El País" y dedicado a la actriz Maribel Verdú, musa erótica de muchos españoles durante los años 80 y 90 por un atractivo físico que explotó en varias películas donde casi siempre aparecía mostrando alguna parte de su anatomía. Todo ello hasta que, tras unos años apartada del cine, supo reinventarse y demostrar en películas como "El laberinto del fauno", "Los girasoles ciegos" o "Blancanieves" que bajo esas bellas formas había una actriz muy competente.
Pero no es de Maribel Verdú de quien quiero hablar en esta entrada, sino de la idea planteada por Vicent de la belleza femenina inmortalizada en una foto y usada para promocionar un producto que, a pesar de estar dirigido a las mujeres, atrae una mayor atención de los hombres por causas obvias. Estos días puede verse en los escaparates de las tiendas de la firma de ropa interior Intimissimi una foto de la actriz Blanca Suárez luciendo un sostén de color negro que da mayor turgencia a su pecho. Una imagen destinada a llamar la atención del público a dos niveles: para los hombres como objeto de seducción instantánea y para las mujeres como una fantasía de la que quieren formar parte, de crear deseos de comprar el sostén para verse tan atractivas como esa foto que concita su interés.
Así que estos días me siento un poco como los oficinistas de los que hablaba Manuel Vicent, viendo esa foto de Blanca Suárez cuando a salgo a pasear alguna de estas decadentes noches de inicio de otoño, en las que se adivina el inicio del invierno. O cuando salgo de trabajar, también de noche y ella es lo único bonito que veo en unas calles tomadas por los servicios de limpieza, mendigos escondidos entre cartones o gente de aspecto alucinado o demente vagando por las vacías calles como muertos vivientes. Con todo ello, la imagen de Blanca Suárez es esa tentación a dejar la vida anodina atrás y huir a cualquier paraíso perdido con ella, la invitación a soñar con quitarle esa prenda y probar lo que hay debajo. Algo así sugería una escena de la película "The Pelayos", donde ella interpretaba al ligue de uno de los protagonistas mientras su hermano observaba con envidia y deseo sus evoluciones amatorias. Una película donde la ficción se hizo realidad, pues tras ese rodaje Blanca Suárez inició una relación con Miguel Ángel Silvestre, el actor que había sido su amante en la pantalla y que durante unos años lo fue en la realidad.
Sin embargo, con esta chica tuve la suerte de superar la cuarta pared sin necesidad de llevarme a casa ningún cartel publicitario y pude conocerla en persona hace un par de años, en una entrevista hecha con motivo de la presentación de la película "Miel de naranjas", en la que ella participaba. Fue un momento bonito, los dos sentados en las butacas de una sala vacía, pudiendo charlando durante unos minutos y hablando de diversas cuestiones. Ella me mostró un carácter tímido y reservado que necesita de cierta confianza para expandirse, que es algo que siempre me ha seducido muchísimo en una mujer, intuir todo el mundo que se oculta tras una sonrisa, una mirada o una reflexión. Creo que ella también se sintió cómoda durante la entrevista, pues cuando nos despedimos no tuvo problema en sacarse una foto conmigo y me despidió con los dos besos de cortesía, acompañados de una afectuosa caricia en la espalda. Una de esas experiencias que te hacen agradecer las puertas que te abre tu profesión, pues de otro modo habría sido poco probable cualquier contacto.
A buen seguro ella habrá olvidado ese momento, sepultado entre los vividos con tanta gente con la que ha tratado desde entonces entre rodajes, entrevistas y relaciones personales. Pero cada vez que la veo en alguna parte no puedo evitar seguir pensando en aquella chica de aspecto frágil y tímido que parecía sentirse extraña rodeada de tanta gente que la deseaba más o menos disimuladamente pero que no quería o no podía conocer un secreto que ella tampoco revelaría a cualquiera. Una chica que es admirada y también envidiada u odiada por aquellos que no ven el secreto por ninguna parte y deseada por los que querrían llevársela con ellos a algún lugar paradisíaco, pensando que el secreto de esa chica del sujetador es la llave de sus sueños.