jueves, 30 de octubre de 2014

"Masters of Sex". Estudios sobre la naturaleza humana



En los últimos años las series de televisión han superado a las películas de cine a la hora de convertirse en fenómenos culturales de masas y hoy es más fácil encontrar legiones de seguidores de tal o cual serie que de la mayoría de películas que llegan a los cines. Las series tenían el lastre cultural de ser distracciones a veces muy simples y vulgares para un gran público poco exigente, a la manera en la que hoy lo son los realities, pero desde hace años ha habido un incremento de la audacia narrativa que ha facilitado este “boom”. De este modo, hay gente que dedica horas cada día a ver capítulos de diversas series, para tratar de no perderse nada de lo bueno que pueda surgir, que puede aparecer en el primer capítulo o puede tardar algo más. Por ello, muchas veces se dice que en tal o cual serie hay que ver varios capítulos para engancharse o que la segunda temporada es mejor que la primera y que hay que darle un margen al producto, algo en lo que yo no participo. Yo soy de los que se acercan a las series un tiempo después de que hayan aparecido, cuando la trama me interesa y cuando he oído opiniones fiables sobre ella. Y me gusta también verlas del tirón y dedicarlas toda mi atención, del mismo modo que suelo leer un libro y no varios a la vez, porque al final de probar de tantos lados acabas por no disfrutar de ninguno. En los libros siempre me fijo en la primera página y si consigue atraer mi atención ese libro me gustará, si no es así, ya puede estar bien considerado que no me cambiará la vida, algo que se repite en las series. Todas las series que me han gustado lo han hecho desde el principio y con esas son con las que me quedo, no tengo tiempo ni ganas de ver series que mejoran con el tiempo. Y una de las que me ha gustado desde el primer episodio es de la que voy a hablar a continuación, “Masters of Sex”.

  
La serie se centra en las figuras del ginecólogo William Masters (Michael Sheen) y la psicóloga Virginia Johnson (Lizzy Caplan), cuyos estudios sobre la sexualidad a mediados de los 60 cambiaron el modo de ver las relaciones de pareja en la sociedad estadounidense de la época. Juntos estudiaron la respuesta sexual humana, realizando un exhaustivo estudio en el que participaron diferentes parejas y tras su observación y análisis de los datos obtenidos de los encuentros sexuales de las personas que participaron en el estudio, diferenciaron 5 fases en la respuesta sexual humana: deseo, excitación, meseta, orgasmo y resolución.



Masters y Johnson se conocieron en 1957 y desde entonces formaron un equipo de trabajo altamente curioso y prolífico. Publicaron “La respuesta sexual humana” (1966), “Incompatibilidad sexual humana” (1970) y “El vínculo del placer” (1975), obras fundamentales de la sexología y base de otras investigaciones posteriores. Sus trabajos acabaron uniéndoles más allá de lo profesional y terminaron siendo también pareja sentimental.


Es inevitable que venga a la cabeza “Mad Men” cuando uno ve “Masters of Sex”, pues cambia el mundo de la publicidad por el de un estudio sobre sexualidad pero se mantienen algunas características. La acción se desarrolla en una época similar (aquí empieza a finales de los 50 y principios de los 60, por ello la estética es muy parecida) y se mantienen las reflexiones sobre el papel de los hombres y las mujeres en aquellos tiempos. De unos hombres al cargo de la sociedad, que no sabían o no les interesaba lo que les sucedía las mujeres y de cómo las mujeres eran educadas para ser buenas esposas y madres y aquellas que no encajaban en el molde lo pasaban bastante mal. 

 
El doctor Masters es un hombre de una psicología bastante compleja y está casado con una mujer de catálogo, rubia, guapa y hacendosa, de las que nunca dicen una palabra más alta que otra y que parecen no reaccionar a ninguno de los problemas que las acechan, incluida la lejanía emocional de su marido. La que se sale de lo común es Virginia Johnson, mujer divorciada, con dos hijos a su cargo y a la que no le asusta participar en un estudio sobre sexualidad ni teme ser considerada una libertina por hacerlo. Una pionera en un momento en el que esas cuestiones eran cosas de las que era mejor no hablar por considerarlas sucias e inmorales y que acabará atrayendo vivamente la atención de Masters. Así, ambos explorarán las características del sexo en hombres y mujeres, la excitación, el orgasmo, las disfunciones y demás respuestas corporales, llegando a conclusiones que hoy son el pan nuestro de cada día y que entonces eran prácticamente desconocidas. Todo ello mientras entre ambos se va construyendo una atracción que ninguno podrá negar, aunque a veces se disfrace de celo profesional.

 

Todo el reparto cumple adecuadamente con su labor, destacando especialmente una Lizzy Caplan que hasta ahora se había tenido que conformar con pequeños papeles en películas y series y que encuentra la oportunidad de lucir su potencial como esa Virginia Johnson adelantada a su tiempo. Con sencillez y sin grandes alardes, Caplan compone un personaje que acaba siendo el motor de la serie, el impulsor de las acciones de Masters y del interés de las tramas. Ella es la gran mujer tras un Masters (bien encarnado por Michael Sheen, especializado en dar vida a personajes reales, como ya hiciera con Tony Blair en “The Queen”, el periodista David Frost en “Frost contra Nixon” y el entrenador de fútbol Brian Clough en “The damned united”, aunque aquí el parecido físico con el Masters real es nulo) que responde al modelo clásico masculino de ser bastante cerrado y enigmático respecto a sus sentimientos y del que iremos descubriendo detalles poco a poco, en una suerte de inversión de papeles en la que el doctor se convertirá también en objeto de estudio.



Si algo se le puede reprochar a “Masters of Sex” es que recuerda a “Mad Men” y en la comparación sale perdiendo, porque la serie de los publicistas de la avenida Madison es una obra maestra y una memorable exploración de la psicología humana. No obstante, esta serie sobre las peripecias de Masters y Johnson tiene un indudable interés y puede resultar más accesible para aquellos a los que “Mad Men” les parezca demasiado existencialista. Si el primer capítulo consigue llamar su atención seguro que seguirán adelante con ella.


miércoles, 22 de octubre de 2014

Hombres y mujeres invisibles

Alguna vez he comentado que yo soy de esas personas que cuando entra a una habitación buscan no llamar la atención y busco ubicarme en algún rincón para no ser centro de las miradas escrutadoras. Será precisamente por eso por lo que mi llegada en líneas generales nunca es saludada con gran efusividad, porque la rehúyo y eso tiene su parte negativa, que es la de pasar desapercibido y ser más olvidable. Una persona me dijo una vez que por tímido que uno sea lo mejor que se puede hacer al llegar a un sitio donde no se le conoce es saludar a todo el mundo, mostrar simpatía y abrazar a las farolas si es necesario, para tratar de ofrecer una buena impresión. No importa lo buena gente que puedas ser o lo que puedas aportar a ese grupo, porque si no eres simpático de primeras el resto de la manada te va a mirar con recelo por pensar que ocultas algo y cuando eso se piensa se hace siempre para mal. Vas a empezar con mal pie y tendrás que trabajar el doble para ganarte simpatías, unas simpatías que el desprendido ya se ha ganado de salida, aunque sea un mal bicho o un falso. El marketing y las relaciones públicas siempre han tenido un gran peso a la hora de ser percibidos por los demás, porque conocer el interior de alguien lleva tiempo y esfuerzo, mientras que el primer vistazo es inmediato y no cuesta nada y por eso muchos se conforman con eso y no pasan de ahí. 


Yo siempre he tenido un serio problema con todo eso porque mi carácter está lejos de ser el de un vendedor vocacional. Hay gente que sabe venderse muy bien, lo llevan en la sangre y para ellos surge de forma natural, enseguida saben granjearse las simpatías de los demás y parecer alguien cuya presencia aporta algo, que es lo que siempre se ha denominado como carisma. Luego estamos los que no somos carismáticos o no lo somos en el buen sentido, los que no vendemos esa simpatía inmediata o peor aún, vendemos sensación de extrañeza y rareza, que a muchos echa para atrás. Siempre va a lograr más cosas un tonto o un sinvergüenza con carisma que un tipo de apariencia gris que sea una lumbrera o tremendamente íntegro. De esas primeras impresiones pueden surgir muchos prejuicios y yo precisamente soy prejuicioso con aquellos que te abrazan sin conocerte de nada, porque la experiencia me ha enseñado que siempre hay algo impostado en ellos y eso no me gusta, no me gusta que me prometan el paraíso para engatusarme y que luego no me lo den.


Y es que debo decir que nunca me ha gustado la gente que te trata de amiga a la primera vez, porque en (casi) todos los casos te van a olvidar tan rápido como te han conocido, porque tu no les interesas más que el de al lado, eres un peón más en su partida de ajedrez. Hay una falsedad autoasumida disfrazada de simpatía que me revuelve por dentro, es algo que me impregna de rabia y que no puedo obviar. Yo trato de descubrirlos, pero no toda la gente invierte el tiempo necesario en ello y quizá tampoco les importe, a ellos les interesa esa promesa y con eso les vale, quizá porque también perciben que es todo fachada pero tampoco les molesta al ajustarse a sus intereses, una curiosa reacción de hipocresía mutua que me parece muy triste. 


Estos días he leído un artículo sobre estas características que le convierten a uno en un hombre invisible y me ha parecido muy interesante. Se lo adjunto a continuación.


"Sentado en una mesa de una cafetería, saboreando un buen té, distraigo mi atención observando, e inevitablemente escuchando conversaciones vecinas, por esa costumbre nacional de hablar levantando la voz. Aunque no lo quieras, te enteras de todo. Observo a una chica que ha escogido un rincón para ensimismarse en su lectura. El camarero ha servido ya a dos mesas posteriores a su llegada. Aunque ella lo mira, él no la ve. Parece invisible. En cambio, una señora que viene de comprar en el mercado ha realizado una entrada triunfal. No solo todo el mundo se ha enterado de su presencia, sino que se sabe lo que va a desayunar, sobre todo el camarero al que le faltan manos para servirle. La chica de la lectura mueve la cabeza negativamente. En parte por la discriminación, en parte porque aquellos gritos la sacan de su ensimismamiento.
Las mesas colindantes siguen conversaciones diferentes, aunque con algún factor en común. Dos mujeres, cercanas a la cincuentena, se quejan amargamente de que a su edad ya no son visibles. No sienten la mirada ajena. Una pareja cercana a mi mesa discute. Él le decía a ella: “Últimamente ni me ves”. En la barra de la cafetería, un padre muy cabreado le decía a su hijo adolescente: “No quiero verte más”. Lo más seguro es que no fuera cierto, pero la expresión revela un tema, más profundo de lo que aparenta, sobre el acto de ver y ser vistos. Para una cultura tan visual como la nuestra, acostumbrada ya a verlo y retratarlo todo, se ha convertido en un deseo y una necesidad salir en la foto o, por el contrario, ausentarse de ella.
Todas estas escenas recuerdan una de las más célebres canciones del musical Chicago de Bob Fosse. El resignado marido de Roxy Hart, Amos Hart, entona su lamento describiéndose como Míster Celofán. El hombre transparente, no por su autenticidad sino por falta de reconocimiento. Ver y ser vistos. Pero ¿qué es lo que queremos ver? ¿Cómo queremos ser vistos? Aún cabe otra pregunta: ¿qué es lo que realmente vemos?
Una posible respuesta podría ser la siguiente: el material psicológico, los contenidos que hemos introducido en la mente, y los movimientos psíquicos que hemos convertido en hábito conforman el conjunto de imágenes que tenemos sobre nosotros mismos, los demás y el mundo que nos circunda. Unos contenidos que se han alimentado también de la cultura familiar, social e histórica que nos ha tocado vivir. Con todo ello hemos organizado la mente, que ahora con suma pulcritud obedece a los programas que se han automatizado en el inconsciente. Entonces, se debe tener en cuenta que los ojos no son los que miran, sino que quien lo hace es la mente de cada uno. Y ve según lo que la hemos enseñado a mirar.
En la imagen que cada uno construye de sí mismo, existe el deseo tanto de estar presentes como ausentes. En algunos aspectos se echa en falta ser más reconocidos, en otros se preferiría poder desaparecer. A veces gusta ser el centro de atención, otras pasar inadvertidos.
Lo habitual entonces es que se transite por diferentes momentos, contextos, situaciones y estados de ánimo en los que se prefiere estar presente o ausente. Cuando se respetan los tránsitos, el sentimiento se fluye con la vida. Se es libre de escoger. Podría ocurrir, por el contrario, que se acabe viviendo condenados a la eterna necesidad de reconocimiento (personal, social, profesional) o de aislamiento. Cuando es así, la mente de cada persona necesita reorganizar su propia visión y la del mundo.
Uno de los mayores miedos que se pueden padecer es el rechazo. Sentirse abandonado, despreciado o descuidado por la tribu dispara todas las alarmas de la existencia. El poder de las relaciones se basa en la capacidad de generar vínculos estables, duraderos y de protección. No obstante, las experiencias que cada uno ha vivido al respecto han conformado estilos afectivos diferentes. Unos aprenden a incluirse, otros a excluirse. Es como un destino. Tarde o temprano acaban dentro o fuera. A veces los descartan. A veces se autodestierran.
Las sociedades hacen lo mismo con sus miembros, sobre todo aquellos que no responden a los estándares y modas. De la misma manera que muchos reconocimientos son exagerados, falsos o injustos, gran parte de las exclusiones también lo son. Aunque se presuma del valor de la justicia, muchos gestos de los que apenas se es consciente invisibilizan al otro, lo apartan de la peor de las maneras que es la indiferencia. Como Míster Celofán. Hay quien prefiere un reconocimiento en negativo, antes que ser completamente ignorado.
La falta de reconocimiento obedece a dificultades de inclusión, como la chica de la cafetería cuya presencia solo asomó cuando se quejó al camarero. Tuvo que enfadarse para poderse hacer visible. Pero al hacerlo así, no se siente bien, se culpa o acusa al mundo por no estar pendiente de ella. No se le ocurre “hacerse presente”, mostrarse, pedir, expresarse asertivamente. Pero esta situación también obedece a las expectativas. Muchas personas hacen grandes esfuerzos, se cargan de responsabilidades o llaman la atención con tal de recibir aplausos, agradecimientos y valorización. Puede que se confunda el medio con el fin. Si cabe algún acto sincero de reconocimiento es ser aceptados y queridos por lo que se es y no por lo que se hace, se aparenta o se logra.
El miedo a no ser recordados es, en el fondo, un temor a ser ignorados. Si nadie nos ve, ¿existimos? Por supuesto, uno puede hacerlo todo solo y para sí mismo o, como el eremita, hacerlo aisladamente por el bien espiritual de la humanidad. Sería suficiente con que cada uno apreciara quién es, cómo es y lo que hace, mejor o peor.
Sin embargo, pronto llega la mirada del otro. Una forma de percibirnos que tanto puede ser apreciativa como despreciativa. O peor aún, ser vistos y no vistos. Ahí se encuentra el secreto del equilibrio entre lo interno y lo externo. ¿Hasta dónde sabemos apreciarnos? ¿Hasta dónde necesitamos ser apreciados? ¿Hasta dónde nos afecta el desprecio externo? ¿Necesitamos ser reconocidos por los demás para ser, para saber cómo ser? ¿Somos personas apreciativas? ¿Destacamos lo bueno de las personas y lo que hacen con la mejor de las intenciones? ¿Tendemos al desprecio, a ver siempre lo que falta o lo que no está perfecto? Según seamos en ese interior individual, así seremos ahí afuera aunque lo disfracemos con máscaras sonrientes.
No solo se trata de bucear introspectivamente. Como escuché a Begoña Román, catedrática de Filosofía de la Universidad de Barcelona, quizás vaya siendo hora de introducir la escucha en un mundo tan visual. Podría ser que el problema sea estar más desnutridos de ser escuchados que de ser vistos. Llega un momento en que más que reforzar el sentido de la vista, se necesita afinar el oído y también el tacto.
Hay una tarea que resulta ineludible: educar la mirada, amplificar la escucha y apreciar la calidez. La mirada se educa revisando lo que tenemos tendencia a percibir, y aumentando el campo de visión. Para ello, como advierte el psicólogo Joan Quintana, hay que preguntar a los otros lo que cada uno no aprecia o no sabe ver. La escucha requiere atención, disponibilidad, profundidad. Va más allá de una simple mirada. Y la calidez adentra, como ningún otro canal, en el contacto respetuoso, amable y tierno con el otro. No hay mayor reconocimiento".

 http://elpais.com/elpais/2014/10/17/eps/1413546201_223115.html


Lo cierto es que todos hemos sido alguna vez un señor o señora celofán, invisible o incluso pegajoso para los demás. Pegajosos si no hacen caso de lo que les decimos por considerarnos faltos de autoridad, aunque tengamos razón, algo que yo he podido experimentar de primera mano cuando ha habido gente que no ha hecho caso de las cosas que le he dicho y que incluso se lo ha tomado a burla por venir de mí. Pero a la hora de haber vivido experiencias del estilo Señor Celofán la palma se la lleva aquella vez en el trabajo que una compañera se dio cuenta de que me había cortado el pelo dos semanas más tarde, cuando yo ya llevaba varios días con una diferencia notoria de pelo sobre mi cabeza, dejándome pasmado. Ella era del tipo que enumeraba al principio de la entrada, de las que iban de simpáticas con todo el mundo y a las que la mayoría considerarían un encanto, pero a las que empiezas a ver las costuras cuando profundizas un poco, pues ya se cuidaba de agradar más a los que más le convenían y se dejaba querer por los jefes en una suerte de flirteo inocente, de hacerse desear, que es siempre el arma que usan este tipo de mujeres para llegar a la cima (tristemente, en un mundo de hombres hay que jugar con las reglas del machismo para ir ganando las partidas, porque una mujer que no sea "simpática" lo tiene siempre más complicado para trepar aunque su talento sea mayor). Como yo no dejaba de ser un tipo corriente y moliente tampoco estimó darme más bola de la necesaria y eso incluía no mirarme a la cara aunque por cuestiones laborales habláramos varias veces a diario. Algo que sospechaba por encontrarla mirando siempre al ordenador y que tuve claro cuando me comentó lo del corte de pelo dos semanas después y que me dejó patidifuso, se ve que debía darle un poco de grima para no querer mirarme ni una vez. Una chica muy "simpática" que me demostró que era una elementa asquerosa a la que tuve la suerte de perder de vista hace tiempo. Porque eso es lo que merecen la mayoría de los que nos tratan como seres invisibles, que los mandemos a la mierda, si no de viva voz delante suyo, al menos de pensamiento y acto.


martes, 14 de octubre de 2014

"Perdida". El espectáculo del morbo



En los últimos días se ha hablado (y se sigue haciendo) por activa y por pasiva del primer contagio de la enfermedad del ébola en España, el de una enfermera que se contagió mientras trataba a un religioso que fue trasladado desde África para ser cuidado en su país de origen, ante la falta de recursos que hay por aquellos lares para combatir la enfermedad. Creo que todo el mundo conoce el revuelo que se montó con la ejecución del perro de la enfermera contagiada, por ser sospechoso de ser también portador de la enfermedad, para evitar más contagios. Así, por obra y gracia de las redes sociales, hemos sido testigos de montones de opiniones que pedían la salvación del infortunado can y que pedían (medio en broma medio en serio, imagino) la ejecución de la ministra, que en sus apariciones públicas ha demostrado que el reparto de los ministerios no se hace tanto por conocimientos sobre el cargo que van a ocupar como por “otras habilidades” políticas, para conseguir los mejores asientos. Tras acusaciones entre unos y otros para ver quien tenía la culpa, ha quedado claro que es un grave error desviar fondos de Sanidad para pagar la fiesta de aquellos que se lo han llevado crudo de bancos y cajas de ahorro. Un error que espero que la gente sea capaz de verlo a la hora de dar su voto para próximas elecciones y que no se queden en ridículos comentarios sobre si se debería matar a una ministra en lugar de a un perro, ridiculeces a las que se ha apuntado algún intelectual que deja claro que todos podemos caer alguna vez en la tontería.




Valga todo esto a modo de introducción para hablar del espectáculo que siempre se crea con cada fenómeno que nos pilla de cerca. Un contagio o una muerte de ébola en África o en Estados Unidos nos importa bastante poco, pensamos “qué pena” y seguimos con lo nuestro, pero cuando sucede cerca de la puerta de casa la cosa ya cambia, todo el mundo tiende a movilizarse cuando ve su supervivencia amenazada, es cosa del instinto. Y ese es uno de los temas que trata la película de la que voy a hablar en la entrada de hoy. Me refiero a “Perdida”, de David Fincher.




El día de su quinto aniversario de boda, Nick Dunne (Ben Affleck) descubre que su esposa Amy (Rosamund Pike) ha desaparecido misteriosamente. Pero pronto la presión policial y mediática hace que el retrato de felicidad doméstica que ofrece Nick empiece a tambalearse. Su extraña conducta lo convierte en sospechoso y todo el mundo comienza a preguntase si Nick mató a su esposa.



“Seven” y “El curioso caso de Benjamin Button” me parecen las mejores películas (de más joven también me fascinó “El club de la lucha”, que se me cayó bastante la segunda vez que la vi) que ha hecho un director no tan conocido por el gran público como un Spielberg o un Scorsese (en el tráiler de “Perdida” ni siquiera destacan su nombre), pero que es idolatrado por gran parte de la crítica, que incluso tiende a sobrevalorar  y a considerar oro todo lo que hace (trabajos como “Zodiac” o “La red social” dan buena fe de ello). Si buscamos una conexión entre toda su obra podemos deducir un vivo interés en el lado oscuro del ser humano, algo que también queda de manifiesto en su último filme.

 
No resulta fácil hacer una crítica de “Perdida” sin destripar partes esenciales de una película que tiene varios giros de guión a lo largo de sus casi dos horas y media de metraje. La premisa de la mujer desaparecida repentinamente es solamente el punto de partida para la historia urdida por Gillian Flynn, primero en formato de novela y ahora adaptándose a sí misma haciendo de guionista de la cinta de Fincher. Uno de los errores de muchos cineastas es tratar de buscar la originalidad a toda costa, de decir “esto está muy visto” y de querer dar el siguiente paso aún haciendo el ridículo o de espectadores que lo están esperando y se tragan auténticos bodrios con pretensiones. Lo cierto es que (casi) todo está ya inventado y es en las historias de siempre donde están los inicios de buenas o grandes películas, todo depende de las manos en las que se pongan.  Cuando acabo de ver “Perdida” no dejo de pensar que lo que acabo de ver no deja ser un argumento que podría encajar en un telefilme de sobremesa o en uno de esos culebrones de baratillo donde cada momento trascendente se destaca con un “tatachán” de la música. Pero sin embargo, Fincher tiene el oficio suficiente como para ir más allá de todo eso.




“Perdida” nos habla de un pueblo del estado de Missouri en el que todo es apacible hasta que las cosas se complican y sale a relucir lo peor de cada uno. Nick Dunne es un hombre respetado por su carácter apacible hasta que empieza a ser señalado como sospechoso de la desaparición de su mujer y muchos de sus vecinos empiezan a mirarle con malos ojos y los programas sensacionalistas de televisión que se hacen eco del caso no dudan en culpabilizarlo abiertamente, alimentando la espiral de hostilidad. Da igual que no existan pruebas contra Nick, todo parece señalarle como culpable y con eso basta para una masa embrutecida por el morbo y por la necesidad de buscar un chivo expiatorio.



Fincher nos ofrece con mucha ironía todo este panorama y muestra su buen ojo en la elección de Ben Affleck como protagonista, un actor que cuenta con muchos detractores por su limitada capacidad interpretativa y que ha encontrado su redención en una interesante carrera como director (“Adiós pequeña, adiós”, “The Town. Ciudad de ladrones” y la oscarizada “Argo”), aunque sigue siendo objeto de polémicas, como cuando mucha gente protestó por su elección para ser el próximo Batman en la gran pantalla. De este modo, Affleck es pintiparado para dar vida a ese personaje que no parece meterse con nadie y sobre el que recaen una serie de acusaciones y presiones.



No quiero olvidarme tampoco de la otra piedra angular de la historia, la mujer perdida del título, sobre la que es mejor decir lo menos posible para que el espectador descubra lo que sucede con ella. La británica Rosamund Pike interpreta a un personaje que a buen seguro la hará dar ese salto que prometía desde hace años, tras debutar como chica Bond en “Muere otro día” (una de las cintas más infames de la saga Bond, que jubiló a Pierce Brosnan del personaje). Pike ha estado en películas como “Orgullo y prejuicio”, “Los sustitutos”, “Jack Reacher” o “Bienvenidos al fin del mundo”, mostrando su pálida belleza y siempre como comparsa del protagonista de turno. En “Perdida”, su Amy es pieza fundamental de la narración y le da la oportunidad de mostrar sus habilidades interpretativas, al servicio de un personaje que a buen seguro será recordado con el paso de los años.

 

Si Affleck y Pike están a la altura de las circunstancias, también lo están el resto de secundarios de la cinta, cada uno en su cometido. Así, cabe destacar a Neil Patrick Harris (el Barney Stinson de “Cómo conocí a vuestra madre”) en el ambiguo rol de un antiguo amante de Amy y Tyler Perry (popular entre el público yanqui por sus películas donde se disfraza de mujer mayor negra, como si fuera un Eddie Murphy o un Martin Lawrence de saldo y que es otro triunfo particular de Fincher, al convertir a alguien tan aparentemente inadecuado en un actor notable, como ya hiciera con Justin Timberlake en “La red social”) dando vida al abogado de Nick.




A pesar de sus casi dos horas y media de duración, Fincher compone una película muy entretenida, donde se mantiene la expectación por lo que va a suceder y juega con el espectador al estilo de Hitchcock, dejando momentos logrados de intriga y humor negro que habrían gustado al maestro del suspense. Una película que tiene también algunos ecos de Bergman en su retrato de las relaciones matrimoniales y  la diferencia sobre lo que somos en realidad y los papeles que asumimos en las relaciones con otras personas o cómo los otros nos ven. Una película que acaba con el mismo plano con el que empieza, cuando las circunstancias son muy distintas tras el viaje que hemos hecho y lo que podíamos intuir al principio cambia totalmente cuando lo volvemos a ver al final. Solamente ese plano es una muestra de que tras la cámara hay alguien que sabe lo que se hace.



Una vez vista la película queda la duda de saber si aguantará un segundo visionado, una vez conocidos los giros de la trama. Pero no cabe duda de que en su primera vez vale la pena como entretenimiento apto para público generalista y paladares más refinados, algo de lo que no todas las películas pueden presumir. Una película que a buen seguro gustará a muchas parejas (en mi sesión salieron varias debatiendo vivamente lo que acababan de ver) y que gustará menos a los que la encuentren misógina, una acusación para mí absurda, pero que seguramente resonará por ahí. Como decía al principio y el filme nos muestra, la reflexión exagerada sobre algo sin analizarlo en profundidad está a la orden del día.


martes, 7 de octubre de 2014

El cartel y los sueños

"A las ocho de la mañana en las paradas de autobús había pasajeros silenciosos e incomunicados bajo la marquesina, cada uno con sus sueños y problemas a cuestas, que se disponían a acudir al trabajo. En uno de los paneles laterales de cada parada el cuerpo adolescente de Maribel Verdú exhibía una lencería sugerente, mínimas bragas caladas, un sostén rebosante y un mohín oferente entre ingenuo y malvado en los labios. Era entonces Maribel una modelo publicitaria explosiva de 13 años, un auténtico pastel de carne. A muchos hombres no les importaba en absoluto que el autobús se retrasara, puesto que eso significaba seguir dándose un banquete mirando de soslayo aquellas formas desnudas adorables. Cuando los pasajeros subían al vehículo Maribel Verdú les seguía con la mirada intensa, incluso a través de la ventanilla, hasta doblar la esquina. Cada pasajero creía que aquella mirada oscura era exclusiva para él y parecía algo más que una invitación a comprar esas prendas íntimas. Era una tentación a romper con la vida anodina y a huir con aquella chica de la valla lejos, muy lejos, a cualquier paraíso perdido.

Después de un día de trabajo con todas las frustraciones y miserias que se acumulan al final de la tarde, los pasajeros se apeaban en la parada y allí estaba Maribel Verdú, sonriente e intacta, esperando con otra oferta en la mirada. Se trataba ahora de navegar la noche con ella más allá de los sueños. “Mira cómo estoy, quédate conmigo hasta la madrugada. Anda, atrévete”, parecía decirles a los jóvenes oficinistas, a los empleados honrados, solteros o casados, gente común, generalmente derrotada. Mientras ellos volvían a casa ella se quedaba allí a esperar a que alguien se la llevara y algunos caballeros soñaban de noche con esa chica y al día siguiente ella les volvía a invitar a una excitante e imposible huida. Ese era el juego excitante de cada día, invierno o verano, que también se repetía en las estaciones de metro. Desde el convoy, los pasajeros veían el panel donde la chica mostraba sus curvas malvadas como una ráfaga sobre la multitud que llenaba los andenes. Era un tiempo en que el ciudadano comenzó a interiorizar el cuerpo de esta chica como una categoría a priori de todos los sueños imposibles de alcanzar, los cinco sentidos que convergían en una mirada que te acompañaba bajo las acacias de la ciudad hasta el interior de la almohada. Pero una madrugada, Maribel Verdú fue secuestrada, cosa que no sorprendió a nadie. En varias paradas de autobús el panel había desaparecido. Un enamorado anónimo la había arrancado de cuajo, se la había llevado a casa y la había encerrado en un sótano amordazada solo para adorarla. No pidió rescate. Era ella misma el precio a pagar."

http://cultura.elpais.com/cultura/2014/08/22/actualidad/1408719093_115480.html

Estas líneas pertenecen a un artículo del escritor Manuel Vicent publicado este verano en el diario "El País" y dedicado a la actriz Maribel Verdú, musa erótica de muchos españoles durante los años 80 y 90 por un atractivo físico que explotó en varias películas donde casi siempre aparecía mostrando alguna parte de su anatomía. Todo ello hasta que, tras unos años apartada del cine, supo reinventarse y demostrar en películas como "El laberinto del fauno", "Los girasoles ciegos" o "Blancanieves" que bajo esas bellas formas había una actriz muy competente.

 
Pero no es de Maribel Verdú de quien quiero hablar en esta entrada, sino de la idea planteada por Vicent de la belleza femenina inmortalizada en una foto y usada para promocionar un producto que, a pesar de estar dirigido a las mujeres, atrae una mayor atención de los hombres por causas obvias. Estos días puede verse en los escaparates de las tiendas de la firma de ropa interior Intimissimi una foto de la actriz Blanca Suárez luciendo un sostén de color negro que da mayor turgencia a su pecho. Una imagen destinada a llamar la atención del público a dos niveles: para los hombres como objeto de seducción instantánea y para las mujeres como una fantasía de la que quieren formar parte, de crear deseos de comprar el sostén para verse tan atractivas como esa foto que concita su interés.


Así que estos días me siento un poco como los oficinistas de los que hablaba Manuel Vicent, viendo esa foto de Blanca Suárez cuando a salgo a pasear alguna de estas decadentes noches de inicio de otoño, en las que se adivina el inicio del invierno. O cuando salgo de trabajar, también de noche y ella es lo único bonito que veo en unas calles tomadas por los servicios de limpieza, mendigos escondidos entre cartones o gente de aspecto alucinado o demente vagando por las vacías calles como muertos vivientes. Con todo ello, la imagen de Blanca Suárez es esa tentación a dejar la vida anodina atrás y huir a cualquier paraíso perdido con ella, la invitación a soñar con quitarle esa prenda y probar lo que hay debajo. Algo así sugería una escena de la película "The Pelayos", donde ella interpretaba al ligue de uno de los protagonistas mientras su hermano observaba con envidia y deseo sus evoluciones amatorias. Una película donde la ficción se hizo realidad, pues tras ese rodaje Blanca Suárez inició una relación con Miguel Ángel Silvestre, el actor que había sido su amante en la pantalla y que durante unos años lo fue en la realidad.


Sin embargo, con esta chica tuve la suerte de superar la cuarta pared sin necesidad de llevarme a casa ningún cartel publicitario y pude conocerla en persona hace un par de años, en una entrevista hecha con motivo de la presentación de la película "Miel de naranjas", en la que ella participaba. Fue un momento bonito, los dos sentados en las butacas de una sala vacía, pudiendo charlando durante unos minutos y hablando de diversas cuestiones. Ella me mostró un carácter tímido y reservado que necesita de cierta confianza para expandirse, que es algo que siempre me ha seducido muchísimo en una mujer, intuir todo el mundo que se oculta tras una sonrisa, una mirada o una reflexión. Creo que ella también se sintió cómoda durante la entrevista, pues cuando nos despedimos no tuvo problema en sacarse una foto conmigo y me despidió con los dos besos de cortesía, acompañados de una afectuosa caricia en la espalda. Una de esas experiencias que te hacen agradecer las puertas que te abre tu profesión, pues de otro modo habría sido poco probable cualquier contacto.


A buen seguro ella habrá olvidado ese momento, sepultado entre los vividos con tanta gente con la que ha tratado desde entonces entre rodajes, entrevistas y relaciones personales. Pero cada vez que la veo en alguna parte no puedo evitar seguir pensando en aquella chica de aspecto frágil y tímido que parecía sentirse extraña rodeada de tanta gente que la deseaba más o menos disimuladamente pero que no quería o no podía conocer un secreto que ella tampoco revelaría a cualquiera. Una chica que es admirada y también envidiada u odiada por aquellos que no ven el secreto por ninguna parte y deseada por los que querrían llevársela con ellos a algún lugar paradisíaco, pensando que el secreto de esa chica del sujetador es la llave de sus sueños.