sábado, 18 de julio de 2015

Historia de B... (5ª parte)


Martina le recibió con un gran abrazo y un beso enorme a su llegada a la estación. Habían sido 4 horas de un tedioso viaje en autobús cruzando los secos páramos en los que no se veía un alma hasta llegar a aquella población del sur llena de gente en busca de un clima costero más interesante que el que ofrecía el interior a esas alturas del año. A su lado había viajado una señora de mediana edad que no había dejado de abanicarse pese a la influencia de un aire acondicionado que a él le había obligado a poner una chaqueta para no coger un resfriado. Era curiosa su pericia con el abanico, que enrollaba y desenrollaba con un golpe de mano en una operación que le puso nervioso por la de veces que la repitió a lo largo de las horas, como si fuera una máquina que no puede dejar de ejecutar su labor de la misma manera y con la misma frecuencia. Finalmente pudo alejarse para siempre de la acalorada e inquieta señora y comprobó con alegría que Martina le esperaba en el andén. Había pasado unos días sin verla y a pesar de conocerla de hace poco la había echado de menos. La había extrañado por el sexo, claro está, pero también por esa actitud que tenía y que le hacía sentir reconfortado. Habían hablado por teléfono y ella le había contado que se pasaba el día en la terraza de la casa de papá Van Heeswijk y mamá Goldberg, tomando el Sol, leyendo libros y bajaba a la playa que tenía al lado cuando sentía la necesidad de darse un chapuzón. Había leído el “Son de mar” que él le había recomendado y le había encantado esa historia de amor con ecos homéricos. Así se la definió él y ella empezó a carcajearse por teléfono, asegurando que a ella no era necesario que la hablara como un académico de la lengua. Martina había sentido mucha lástima por su homónima de la ficción e interesada por la historia, había querido ver la película que se hizo del libro, pero no le gustó mucho. Tan solo la actriz protagonista, que le pareció encantadora y que estaba bien buena.
 
 
Los padres de Martina se habían marchado a visitar a sus familiares en Europa y tenían la casa para ellos dos. Una casa que era una auténtica maravilla, ubicada en una de esas urbanizaciones situadas en primera línea de playa, con el mar a pocos metros. Ella le contó que su padre la había comprado hacía 20 años, cuando los precios eran mucho más bajos y durante el año vivían prácticamente solos, porque la mayor parte de los vecinos se pasaban por allí en los meses de más calor. Tenía dos plantas y un pequeño jardín con piscina, con una esquina reservada para un modesto huerto en el que la madre de Martina era aficionada a cultivar lechugas y tomates. Ella le enseñó el interior, mucho más fresco y donde se estaba francamente bien. Abajo estaba la cocina, el comedor y el salón y arriba las habitaciones, la terraza y una magnífica biblioteca que él examinó con curiosidad, atraído por el olor del papel lustroso. Había muchos volúmenes en alemán y holandés, incluido el Quijote en ambos idiomas y varios en español, de autores de todas las épocas. “Si quieres te puedo prestar alguno. Mi madre se los ha leído todos y yo todos los que me interesaban, mi padre no es muy de leer”, le propuso ella. “Mira, te puedes llevar este, yo me lo leí en un fin de semana”, le dijo mientras le ponía ante los ojos una edición antigua de “La montaña mágica” de Thomas Mann en su alemán original. Era un libro muy gordo escrito en un idioma incomprensible para él y le sorprendió la revelación de Martina, pues lo tenía por una novela difícil de leer, mucho más en un fin de semana. “¿En un fin de semana?¿En serio?”, preguntó con verdadera curiosidad, a lo que ella respondió con su tono burlón que aunque fuera rubia no era tonta. “Ven, que te llevo a tu cuarto”, le dijo, invitándole a salir de nuevo al largo pasillo.
“Este es el cuarto de mi hermana”, le informó ella al pasar por una habitación casi desnuda de muebles.  “¿Cómo, pero tienes una hermana?”, aquello le había pillado de sorpresa, no le había hablado nunca de ella. “Sí, pero ella vive en Alemania con su novio, pasa muy poco por aquí. Aunque me dijo que lo mismo venía a verme un día de estos, igual la puedes conocer”, aseguró sin darle mayor importancia a la revelación. Martina le llevó a su propia habitación, profusamente decorada con posters y fotos de ídolos adolescentes de otra época y con una imagen de Jean Seberg en “Al final de la escapada”, que le señaló. “Estuve buscando quién era la chica a la que decías que me parecía y me gustó, la he puesto al venir aquí estos días. La verdad es que nos damos un aire, ¿qué no?”, dijo mientras se situaba a la altura de la foto e imitaba el gesto de la actriz. “Ya he visto que la pobre perdió a una hija y se suicidó siendo joven. Qué pena, espero no acabar así. Bueno, pues este es tu cuarto”, sentenció. “¿Ah sí? ¿Me quedaré aquí?”, inquirió él con un gran regocijo interior, pues ya imaginaba lo que eso significaba. “Pues claro, para que puedas violarme un poquito por el día y por la noche”, se rió ella. “De hecho, es lo que me gustaría que hiciéramos ahora, que llevo unos días esperándolo” y sin más preámbulos empezó a besarle y a quitarle la ropa y ambos acabaron en la cama de ella, entrelazados y sudorosos tras devorar sus cuerpos con el ansia de quienes se habían deseado durante días de separación.
Al caer la noche, ella le llevó a un sitio donde decía que ponían el mejor pescado de la ciudad y al que había que ir pronto porque si no se llenaba y no había manera de entrar. Estaba en uno de los barrios humildes, en un entorno poco turístico, pero eso no fue óbice para que cuando llegaron se encontraran con una cola de varias personas que estaban esperando la apertura del local. Martina le contó que tenían por costumbre poner la música a tope, con canciones de folclóricas, mientras los clientes comían sus raciones de pie, en una curiosa mezcla de bar de toda la vida y discoteca cañí. Cuando abrieron sus puertas se instaló en la cola esa excitación de los que saben que van a asistir a un espectáculo muy ansiado y así fue. El bar tenía una forma rectangular, con una barra que iba de un extremo al otro y que dejaba lugar a una escasa franja para que se pusieran los clientes, que no tenían espacio para sentarse. El local se llenó en pocos minutos y él Martina pudieron estar entre los asistentes a esa primera ronda, mientras otros esperaban fuera a que saliera alguno de los primeros para entrar ellos. Él nunca había sido muy aficionado a los productos del mar, prefería las carnes y los embutidos al pescado, pero aquello era superior. Todas las raciones que comió de gambas, pulpo, sepia, calamares, almejas, bonito, sardinas y rape le supieron a gloria bendita. Incluso admitió comerse una ración de ostras, que siempre le habían echado para atrás por su textura mucosa y el hecho de tener que comérselas vivas, porque muertas ya no eran aconsejables. El ambiente sin duda era pintoresco, pues apenas se podía hablar con la persona que estaba al lado por el alto volumen de la música, compuesta de grandes éxitos de la copla y canciones típicas de atracciones de feria. Él solo jamás habría entrado ahí por iniciativa propia, por prejuicios o por miedo, pero estaba con Martina y con ella sentía que podía ir a cualquier lugar.
 
 
Cuando ya no pudieron más, salieron de allí y volvieron a la casa de ella. Según cruzó la puerta, Martina se quitó el vestido y las zapatillas, su atuendo habitual esos días y le invitó a subir a la terraza. “Con este calor y aprovechando que estoy sola, así es como más me gusta estar dentro de casa, sintiendo el paso del aire. A ti no te molesta, ¿no?”, dijo dedicándole una sonrisa. Cómo iba a molestarle la observación de ese cuerpo no muy alto pero sí muy bien formado, con las huellas de una preparación física que destacaba la dureza de sus miembros. Sin duda debía ir al gimnasio, porque tenía los hombros y los brazos ensanchados y el culo y las piernas sin rastros de blandura. Aunque él era alérgico al ejercicio físico, más allá de salir a andar, apreciaba el cuerpo firme de Martina. Siguió sus pasos y ambos se tendieron en una hamaca desde la que se oía el mar, imposible de ver en la oscuridad de la noche pero que se sentía en las olas que iban a morir en la orilla.
 
“Bueno, ¿y entonces me vas a contar por qué estás tan triste?” le preguntó. Él se sorprendió, ¿a qué venía eso ahora, con lo bien que estaban? Sin duda Martina había estado esperando que dijera algo que respondiera a la pregunta que le hizo cuando se conocieron en los baños de la discoteca. Aún así quiso saber a qué se refería y le dijo que por qué pensaba que estaba triste. “Está claro que lo estás, se te ve en esa mirada de perro apaleado que llevas, como furioso y apenado. Sé de lo que hablo, yo también he pasado por ahí”, le respondió. Como él se quedó un poco cortado sin saber que decir, ella continuó. “Mira, antes de dejar de ser puta yo estaba así, cabreada con el mundo y odiando casi todo y empezó de una tontería. Tuve una época en la que empecé a practicar sexo anal con algunos clientes que insistían mucho en que lo hiciera y quise experimentar. No era lo que más me gustaba, pero tenía su punto. El problema es que hay que hacerse lavativas para limpiarse el recto y que cuando estés bombeando no salga toda la mierda por sorpresa y esas lavativas me jodieron viva. Empecé a tener problemas en el estómago porque esas putas lavativas te acaban jodiendo los intestinos y me puse muy mala. De repente me puse a dudar de si no me estaría equivocando en lo que estaba haciendo. Curé lo del estómago, pero el malestar se pasó a todo el cuerpo y dejé de sentir placer cuando tenía sexo, después de todo lo que me había gustado todas esas experiencias y descubrimientos. Un día, me puse a llorar mientras estaba con un cliente y no podía parar. No eran cuatro lágrimas, tenía esas ganas de llorar de cuando te llevas un disgusto gordo, vaya espectáculo que le di al pobre, que me pagó y se fue muy triste, pensando que él tenía la culpa. No sé qué me estaba pasando, había perdido las ganas de todo. Me vine aquí a tomar unas vacaciones y pensar y cada día que pasaba tenía más claro que quería hacer otra cosa con mi vida. Un día me planté en el espejo, me miré y no me gustaba, salí a la peluquería y dije que me cortaran el pelo al cero, vaya cara que me puso la peluquera cuando se lo dije. Me dijo que si estaba segura, que tenía un pelo muy bonito y yo le dije que adelante, era lo primero que quería hacer después de tantas semanas de dudar de todo. ¿Y sabes qué? Que cuando acabó y estaba allí mirándome la cabeza calva sentí un alivio enorme, como si ese pelo pesara mil toneladas, desde entonces lo he mantenido cortito. Cuando me vieron, mis padres lo fliparon, pero yo les dije que era un cambio de look y me vieron tan contenta después de días de estar como una acelga que tampoco pusieron más pegas. En unos días cerré todo en mi vida de puta, solo me quedé con algunos teléfonos de clientes con los que había tenido más contacto, a veces hablaba con ellos en plan amigos y nos contábamos la vida. Fue uno de ellos el que me recomendó que hiciera psicología, porque me veía capacidad de leer la mente de los demás y aquí estoy. Es curioso con lo del sexo, porque al principio lo echaba mucho de menos. Estaba acostumbrada a follar casi todos los días y más de una vez y se me hacía raro no hacerlo. El cuerpo me enviaba señales, pasé semanas que estaba súper cachonda, me masturbaba a saco y salía a pillar a las discotecas, a veces me tiraba a los tíos allí mismo, en los baños o en callejones de la zona. Con eso no me bastaba, quería seguir haciendo fantasías que no había cumplido y tuve una época en la que me metía a bares de lesbianas y pillaba con ellas, con tías más masculinas que tú y otras que eran auténticas Barbies, súper finas. El sexo era fenomenal, mejor que el que podía tener con la mayoría de los tíos, pero muchas querían algo más y yo no estaba para relaciones. Empecé a estudiar y decidí centrarme en eso y las ganas de sexo fueron bajando. De vez en cuando salgo a cazar para darme un homenaje y listo”.
Tras unos momentos para asimilar la historia, él le preguntó: “¿Así que yo sería uno de esos homenajes?”. Ella se tomó un momento para pensar y dijo: “Podemos decir que sí. Te vi y me interesó tu aspecto, esa mirada tuya con esa violencia y esa pena, me pareció que eras alguien que vale la pena. ¿Y de dónde viene esa tristeza?”, preguntó una vez más. Sin saber muy bien si respondería a lo que Martina quería saber le contó su peripecia con la vida. Él había sido un chaval que había pasado sin pena ni gloria por el colegio, inteligente pero algo vago, capaz de estudiar con rapidez pero sin la suficiente constancia como para estar en el grupo de los que mejores notas sacaba. Ya entonces había comprobado que la vida no era justa y que el trabajo pesaba más que el talento, pues había auténticos tarugos que no sabían nada de cultura y que sacaban unas notas estupendas por su capacidad para estudiar durante horas y aprender todo de carrerilla, aunque dos días más tarde lo hubieran olvidado todo. Él recordaba lo que estudiaba y podía tener conversaciones mucho más profundas, pero eso solo le valía para estar en el grupo de los empollones, a los que repudiaban los tíos triunfadores y las mujeres, por verles enclenques. Y esa sensación le había acompañado a lo largo de toda su vida, de que el mundo estaba hecho para los emprendedores, aunque fueran unos imbéciles o unos hijos de puta, pues los que usaban la cabeza para pensar quedaban reducidos al guetto de los pringados a los que nadie quería por flojos. Y él tampoco quería estar en ese guetto, de hecho despreciaba a todos esos hombres de aspecto alelado o circunspecto, él quería ser de los que se llevaban a la chica y lo había intentado, pero parece ser que uno no puede sustraerse a lo que parece. Ya le resultaba difícil contar la cantidad de mujeres a las que había tratado de seducir, consiguiéndolo solo en algunos casos y recibiendo burlas más o menos disimuladas el resto de ocasiones, con princesas altivas que lo miraban como a un pobre tonto que no sabría usar el pene cuando hiciera falta ni darles la vida que creían merecer. Él se había mirado en el espejo y había encontrado por la calles a gente que se le asemejaba y era consciente de que su imagen le hacía parecer inquietante o estúpido, pero él sabía que podía hacerlo bien, solo necesitaba que le dieran una oportunidad y que creyeran en él. Y cuando alguien creía y él se hacía ilusiones no tardaba en llegar la decepción, porque esas mujeres le veían como amigo, le decían que era muy bueno pero le dejaban de lado. Para ellas no era nadie importante y no pasaba mucho tiempo hasta que empezaban a ignorar sus llamadas o sus peticiones de quedar, ni se molestaban en decirle que tenían que hacer cosas mejores que aguantarle. Y quién sabe si no tendrían razón, porque tampoco él era un santo varón. Disfrutaba de la independencia y tenía un punto egoísta que no concebía sacrificar su tranquilidad por nadie, por ello no estaba muy por la labor de tener hijos en el futuro. Él ni siquiera estaba seguro de poder amar a una mujer en condiciones, de poder hacerla feliz y de darle lo que necesitaba, pensaba en todas esas relaciones dolorosas y él no quería ser parte de esos hombres que cogen a una mujer joven e idealista y con sus inseguridades y exigencias la convierten en una flor marchita. Detestaba las discusiones y no quería que le amargaran ni amargar a nadie, para eso mejor se estaba solo, donde únicamente se haría daño a sí mismo. Imaginaba que muchas leían esa actitud y le despreciaban, en busca de los emprendedores más inconscientes que afrontaban los retos sin plantearse sus consecuencias. Además, le daba rabia que con el paso de los años gente a la que consideraba amiga se fuera creando su grupillo y dejara fuera a los que ya no entraban en sus planes, como diciéndoles que se busquen a otros que les soporten, que ellos ya han cumplido su parte. Aún así, no dejaba de esperar que algún día llegara alguien con quien no sintiera esos miedos y que no le acabara mandando a la porra y por ejemplo con ella, con Martina, se sentía muy bien.
Mientras contaba sus impresiones, Martina le observaba con gesto de lástima y él vio cómo se le nublaban los ojos, cómo alguna lágrima estaba a punto de escapársele y después de que hubiera terminado ella se abrazó a él, con la cabeza pegada a la suya y a sus oídos empezaron a llegar ruidos de sollozos. Ella temblaba un poco, de forma reconocible para él, aunque esta vez no se debía a un orgasmo. Él se sentía violento cuando alguien lloraba en su presencia, no sabía cómo reaccionar adecuadamente para no parecer un insensible. En esta ocasión sintió deseos de cuidar a esa mujer rubia que se aferraba a él y le acarició el pelo y la espalda para amainar esos temblores. Las olas del mar seguían a lo suyo, rompiendo una y otra vez en la orilla y a lo lejos se veía la luz de un barco camino de algún lugar.
 
(Continuará)

domingo, 12 de julio de 2015

Historia de B... (4ª parte)



B… había colgado en sus redes sociales una foto en la que aparecía haciendo el muerto en una piscina, aprovechando el descanso de un rodaje en el que tenía la complicada tarea de lucir pesados y calurosos trajes de época en las semanas de canícula. Él besaba siempre las fotos en las que aparecía B…, como si pensara que así transmitiría algún tipo de energía hacia ella allá donde estuviese. El caso es que se confirmaba que B… andaba liada con D…, ya les habían hecho la pertinente foto paseando por la calle, aunque sin darse la mano, lo que daba lugar a variopintos debates en la prensa del corazón sobre si aquello era un lío o era algo más.



Sin embargo, él no prestaba mucha atención a esos debates porque esos días su interés estaba  puesto en Martina. Tras la revelación de su pasado como prostituta él había pensado en no verla más, pero ella había conseguido retenerle aquella noche. No se podía negar que Martina ejercía un poderoso influjo sobre él y le hacía hacer cosas a las que se habría negado poco antes. Él era poco amigo de dormir con otra gente por una cuestión de comodidad y con Martina había dormido como un bendito en la noche de su revelación. Tampoco le gustaba la desnudez innecesaria, consideraba que incluso dentro de casa, por mucho calor que hiciera, había que llevar un mínimo de ropa, pero ella estuvo sin vestimenta alguna al día siguiente y sin decirle nada, le hizo partícipe de su decisión. Ese día habría sido un aburrido domingo de verano en el que en otras ocasiones él se habría sentido solo y desdichado por no estar haciendo algo mejor, pero con Martina fue un domingo inolvidable. En la luz tenue de las persianas medio bajadas compartieron confidencias de todo tipo, en las que ella le contó más cosas sobre su antiguo oficio y algunas anécdotas curiosas, como la del tipo que solo la contrataba para ver películas de risa en su casa mientras la madre del cliente (un hombre maduro, muy torpe socialmente, que nunca había salido de las faldas maternas) dormía en el cuarto de al lado. Ser prostituta le había permitido a Martina explorar su propia sexualidad y cruzar sus límites, de modo que menos sexo con animales había hecho de todo. En ese sentido, no tuvo problemas en contarle que además de lo habitual, había dado y recibido servicios de sadomasoquismo, lluvia dorada e incluso coprofilia en alguna ocasión, algo que a él le dio un asco enorme y le hizo sentirse revuelto, por estar digiriendo tanta información audaz en tan poco tiempo. 

Ella lo explicaba todo con su tono pícaro y se reía cuando él se escandalizaba. Lo consideraba parte del juego, no lo recordaba con asco y en muchas ocasiones había disfrutado, le había producido morbo. Del mismo modo, le comentó que tenía dos zonas que él no había explorado aún y que a ella le excitaban mucho, que eran la nuca y las axilas. Lo de la nuca él no lo vio con malos ojos, pero lo de las axilas también le llamó la atención y contribuyó a su mezcla de sentimientos, pues no concebía que tales fuentes de sudoración pudieran ser atractivas. Martina dijo que ella pensaba lo mismo hasta que encontró a un cliente al que le iban las cosas “fuera de carta”. Fue uno con los que practicó los fetichismos antes mencionados y también tenía la costumbre de lamer las axilas de las mujeres, algo que ella acabó encontrando muy placentero. “Si me lames la nuca y los sobacos es como si me estuvieras lamiendo ahí abajo”, remató ella. Estimulados por la conversación, no tardaron en ponerse manos a la obra y ella le pidió que explorara todo su cuerpo, asegurando que los hombres estaban equivocados al creer que con ocuparse del pecho y la vagina ya estaba todo hecho. Todo el cuerpo era susceptible de ser zona erógena y ella quiso enseñarle a él, tumbándose en la cama y diciéndole donde debía poner sus manos y su boca. Él se comportó como un aplicado sirviente y recorrió todos los poros de su piel, descubriendo lunares ocultos. 

La puso boca abajo y la recorrió de abajo arriba hasta llegar a la nuca, que besó y acarició mientras veía como ella permanecía con los ojos cerrados mientras respiraba pesadamente y se aferraba a las sábanas. Le hizo darse la vuelta y él se entregó al curioso placer de probar por vez primera el sabor de una axila, que tenía la textura áspera de un lugar en el que el pelo tiende a crecer por mucho que se corte. Comprobó que efectivamente Martina disfrutaba mucho la estimulación en esa zona, porque le pidió que continuara mientras se retorcía y gemía y su piel se erizaba de forma muy evidente, como si le estuvieran descargando una sacudida eléctrica. Cuando ella ya no pudo aguantar más empezó a masturbarse y en pocos segundos tuvo un violento orgasmo, acompañado de una serie de espasmos que se prolongaron durante cosa de un minuto.

“¿Has visto?”, le preguntó ella mientras recuperaba el control. “Me tocas en esas zonas y me pongo orgásmica. Ahora tú”. Le hizo tumbarse y le preguntó si tenía algún lugar donde quería que le tocara, a lo que él respondió que no había ninguno en especial, aparte del obvio y lo cierto es que era así. De sus relaciones pasadas y de sus masturbaciones no recordaba haberse encontrado más lugares que le dieran placer. Martina le besó todo el cuerpo, también de abajo arriba y él notó una sensación agradable cuando pasó por el abdomen y el pecho y llegó hasta el cuello. Cuando buscó sus labios él se atrevió a decirle “sin lengua” y ella le hizo caso, así que por fin consiguió que Martina no pareciera un perrito a la hora de besar y lo disfrutó más. Ella volvió a bajar y se encaminó a lamer su pene, algo que no le gustó. Ya se lo habían hecho en otras ocasiones y no le agradaba, le producía unas cosquillas desagradables, como si se rascara una herida. Al igual que en aquellas ocasiones, su erección se fue al garete y Martina se sorprendió. “¿No te gusta?”, le preguntó. “No, lo siento, es que siempre me da malas sensaciones, lo siento”, se disculpó él, a lo que ella afirmó que era el primer hombre que conocía al que no le gustaba que se la chupasen. “He tenido clientes que han preferido que se la chupara a follar, pero esto es nuevo”, apostilló. Él se sintió avergonzado, como si hubiera hecho algo malo y otra vez le vinieron las ganas de estar en otro lugar, un sitio donde estuviera solo y no le pudieran juzgar. 

Ella volvió a juguetear con su abdomen como si tal cosa y la excitación apareció de nuevo. Colocada sobre él, ella empezó a rozar su sexo contra el suyo y él notó de nuevo su humedad, que le llamaba a entrar. Ella le facilitó la entrada ubicándolo con su mano y al igual que la noche anterior Martina le cabalgó mientras le besaba. Sin embargo, al cabo de unos minutos le propuso cambiar de postura y ella se situó de lado, dándole la espalda y le pidió que la penetrara desde ahí. A él le parecía la clásica postura de peli porno, donde los actores levantaban mucho la pierna para dejar ver el proceso de penetración, pero en este caso, ambos permanecieron con las piernas juntas mientras él trataba de abrazarla torpemente desde detrás. Como aquello no funcionaba mucho, pasaron a la tradicional postura del misionero, que curiosamente era la primera vez que practicaban. Se besaron mucho y ella se abrazaba a él con fuerza, como haciéndole preso. Martina le pidió que le follara más despacio, para sentirlo más y aquello fue una decisión muy acertada. Ella le marcó el ritmo cogiéndole de las caderas y él notó con más intensidad el cuerpo de ella y los tirones de su vagina completamente empapada al entrar y salir, que dejaban escapar un sonido crujiente y untuoso. Ella le ofreció nuevamente sus axilas y él las lamió con furia, sin perder el ritmo. Pasaron unos minutos que parecieron horas en los que Martina se corrió después de unos temblores y unos chillidos en los que más que un orgasmo parecía que se le escapaba la vida. Había sido tan sostenido que no quedaba claro si había tenido un orgasmo muy largo o uno detrás de otro. Lo que estaba a la vista es que se había quedado exhausta, sin poder decir nada, con el rostro sudoroso, al igual que el resto del cuerpo. Él se mantuvo dentro de ella y Martina le abrazó y le acarició la espalda mientras ambos recuperaban la respiración. “¿Qué tal”, preguntó esta vez él, arrancándola una sincera carcajada. “Casi me matas, cabrón. Yo creo que hasta me debo haber hecho pis, lo he echado todo fuera”, dijo entre risas. Y lo cierto es que tenía razón, porque se incorporaron y en la cama se había formado un charco con un olor inconfundible. Ella seguía riendo y acompañándolo de palmadas y le bromeó con que lo probara, a ver a qué sabía. Él se sentía feliz tras el polvo y apenas sintió escrúpulos en que los orines de Martina hubieran entrado en contacto con su pene.

“Tú mismo. No sabes lo que te pierdes”, dijo ella en el mismo tono de chanza, mientras le hacía levantarse de la cama y quitaba las sábanas para meterlas en la lavadora. Ya estaba anocheciendo y la luz escaseaba cada vez más, resaltando el efecto abrillantador del sudor en el cuerpo de Martina. Ella le dijo que se iba a duchar y le invitaba a cenar a algún sitio. Tras los pertinentes aseos, ella cubrió su piel con un floreado vestido de tirantes y se calzó unas zapatillas deportivas, y él recuperó las ropas que se había quitado casi 24 horas antes. Ella le llevó a un restaurante belga que conocía bien, un local no muy grande en una calleja cercana a la gran avenida del centro. Cuando llegaron, uno de los camareros saludó con una sonrisa a Martina y tras una breve charla los sentó en una mesa situada en el lugar más recogido del local, que estaba decorado con motivos belgas, como ilustraciones de Tintín, pósters de Audrey Hepburn o fotografías de la Grande Place de Bruselas y de bellos parajes de Brujas y Gante. No tardó mucho en aparecer el dueño del establecimiento, un belga de Flandes llamado Erik que sin embargo parecía más español que Martina y con el que ella habló animadamente en neerlandés durante unos instantes; estaba claro que allí la conocían bien. El lugar estaba animado y se notaba una gran presencia de extranjeros en las mesas, lo que sumado a la charla entre Martina y el dueño en ese idioma que sonaba a alemán le hacía sentir que había salido del país por unos instantes. 

Cuando Erik se marchó, Martina le explicó que iba allí muy a menudo y que todos la conocían porque era un pequeño negocio familiar y los habituales eran como parte de esa familia. “Como ves, aquí sobre todo vienen guiris. Los españoles no saben lo que se pierden, igual que tú”, le dijo con una sonrisa burlona, recordando la conversación sobre fetichismos de antes. Como de cocina belga él no tenía ni idea, se dejó guiar por ella, haciendo notar que los nombres de algunos platos, como el “waterzooi” sí que le sonaban de haberlos leído en uno de los cómics de Astérix, en el que sus protagonistas iban a Bélgica. Ella soltó una carcajada ante esa ocurrencia, que según la decía a él mismo ya le parecía friki, y le dio un beso. Sin duda ella era una chica especial, porque con otras con las que había estado esa clase de ocurrencias le habían deparado miradas de extrañeza y de desprecio disimulado. “¿Sabes lo qué es un waterzooi?”, le preguntó. Él dijo que no y ella le explicó que era un guiso de verdura con pollo o pescado que se tomaba bien caliente, de ahí el nombre, que significa “agua que hierve”. “¿Con este calor te tomarías un guiso?”, inquirió ella, a lo que él respondió que él tomaba alubias o lentejas todo el año, hiciera calor o frío. Así que se pidió un “waterzooi” y ambos compartieron una ración de mejillones al vapor con patatas fritas y conejo con mostaza a la cerveza, antes de un postre de 3 chocolates que comieron con muy buen apetito después de tanto desgaste sexual. A él le pareció todo delicioso, al igual que la cerveza que bebieron, una especialidad de color marrón y sabor a regaliz que le supo mucho mejor que la habitual cerveza rubia que tan poco le gustaba.


El “waterzooi” fue el punto de partida para la charla que mantuvieron durante buena parte de la cena, en la que hablaron sobre palabras holandesas y alemanas y los orígenes centroeuropeos de Martina. Ella le dijo que una vez que se sabe alemán aprender neerlandés está chupado, porque es parecido, pero mucho más fácil. Le habló de la pronunciación de su apellido holandés Van Heeswijk (Fan Jesvoik) y le comentó palabras curiosas en alemán, como “brustwarze”, que significaba pezón y que etimológicamente era “verruga del pecho” o “mutterkuchen”, que era “pastel de madre” y que se usaba para denominar a la placenta. Decía que ahora que estaba estudiando inglés había descubierto que ese idioma tiene sus parecidos con el alemán, que por ejemplo “kindergarten” había sido adoptada tal cual y significaba lo mismo, jardín de infancia o parvulario. Le encantaban los idiomas y para el futuro quería aprender también francés e italiano. También habló sobre sus padres, que se habían conocido en el sur de España, él como representante de una corporación industrial que hacía sus negocios por aquellos lares y ella como profesora de alemán que se había establecido allí en busca de un buen clima. “En contra de lo que puedas creer, los animados en mi familia son los alemanes, no los holandeses”, le informó ella. “La familia de mi madre es judía y aunque hace generaciones que no pisamos una sinagoga eso no le libró a mi bisabuelo de estar en un campo de concentración en la guerra. Pero todos tienen la alegría en el cuerpo, no como los Fan Jesvoik, todos igual de rubios y de siesos. Cada vez que voy a casa de mis abuelos en Holanda me muero del asco, viven en una de esas urbanizaciones de las que salen luego asesinos y acosadores de niños y no me extraña, porque son un coñazo que te vuelve loco. Me gusta más cuando voy a Frankfurt y veo a mis tíos y mis primos. Yo he salido más a mi madre, menos en el pelo, mira te voy a enseñar una foto de cuando era joven” y le mostró en su teléfono a una mujer que era el vivo retrato de Martina, con los mismos ojos curiosos y el gesto bonachón, pero con una melena de color azabache. “¿Has visto qué morena? Yo tengo el rubio de los Fan Jesvoik y los ojos oscuros de los Goldberg. Y su alegría de vivir, gracias a Dios”, concluyó riendo. Se sentía muy bien en ese momento, con esa chica rubia tan guapa que le dejaba entrar en su mundo mientras procuraba hacerle estar cómodo. No creía mucho en misticismos, pero esos mensajes de tarot que había recibido tenían razón, alguien importante iba a entrar en su vida y vaya si lo había hecho.

Al salir del restaurante ella le informó que se volvía a casa, que al día siguiente le tocaba levantarse pronto para viajar, pues bajaba al sur a visitar precisamente a sus padres, a los que veía muy poco durante el año y quería estar con ellos unos días. A él se le ocurrió preguntarle si papá Fan Jesvoik y mamá Goldberg conocían su historial como prostituta y ella negó rotundamente. “Para nada, si se enteran se mueren del susto, no se lo imaginan. Yo les he contado que he estado trabajando de secretaria para un directivo de una empresa grande y así explico cómo me mantengo con este nivel de vida. Pobrecillos, si descubren lo que ha estado haciendo su Martina les mato del disgusto. No, eso no se lo diré nunca, mejor se queda entre tú y yo, violador”, sonrió mientras decía esto último.

Él la acompañó hasta su puerta y se despidieron con un beso (ya sin lengua, ella había aprendido la lección). Ella le propuso que fuera al sur a visitarla algún día, que sus padres enseguida se irían a Europa a ver a la familia y ella se quedaría sola en la casa, que además tiene unas vistas maravillosas al mar. Ni un anuncio le habría vendido tan bien la mercancía, pero no hacía falta, la perspectiva de repetir unos días como los que había pasado con esa chica ya era suficiente estímulo. Fijaron la fecha de la visita para dentro de dos semanas, aunque ella dijo que le llamaría antes algún día para hablar con él. Cruzó el portal de barrotes y él volvió a su casa en un estado pletórico. Así que era eso lo que se sentía cuando lo pasabas tan estupendamente con alguien, que todo lo demás no importaba y lo mismo daba que fuera domingo, que los termómetros estuviesen por encima de los 30 grados o que en ese momento hubiera gente muriéndose en alguna parte del mundo. Él se sentía feliz de estar vivo y libre de preocupaciones, deseando que pasaran las dos semanas para ver de nuevo a Martina y repetir unos días tan maravillosos.

Llegó a un semáforo cuando estaba a punto de ponerse en rojo para los peatones y en verde para los coches. Decidió esperar al siguiente verde y se fijó en un taxi que estaba parado antes de volver a arrancar. Dentro del taxi había una chica morena muy guapa que le miró y sonrió antes de apartar la vista. ¿Sería verdad eso de que las mujeres le encuentran a uno más atractivo cuando está con otra? ¿O simplemente le había visto la pinta de violador friki y le había entrado la risa? Sin pensarlo, con un gesto mecánico, él se llevó la mano a los labios y le lanzó un beso segundos antes de que el taxi siguiera su camino. Le pareció apreciar un gesto de complicidad en la cara de ella antes de perderla de vista. O quizá fue sorpresa ante una acción de un desconocido, que en otra ocasión él no se habría atrevido a hacer. Eran sus días de suerte, así que prefirió pensar que en cierto modo había seducido también a la chica del taxi y continuó andando hasta su casa en la noche de verano, haciendo planes en su mente.




(Continuará)

domingo, 5 de julio de 2015

Historia de B... (3ª parte)



No tardó en volver a saber de ella. Apenas 24 horas después le hizo la llamada prometida. Él acababa de regresar a casa después de una noche en el cine, viendo una película de superhéroes que le habían ponderado como una maravilla de humor y acción y lo cierto es que no era más que una sucesión de chistes malos que solo harían reír a un colegial y una acumulación de escenas de acción que se reducían a salvar al típico niño que se queda atrapado en una dificultad. ¿Cuántas veces se podía abusar de ese recurso que ya conocían hasta en los lugares donde no llegaba el cine? Además la proyección había sido sazonada con diversas luces provenientes de pantallas de teléfonos móviles que la gente miraba todo el rato, incapaces de resistir la tentación de ver lo que Fulanito o Menganita tenían que decirles durante las dos horas de proyección. Imaginaba que algunos de ellos serían  de los que cuando comen las palomitas se dan sonoras palmadas en las manos para limpiarse y que de paso se entere todo el mundo de que lo están haciendo. Lo cierto es que muchas veces coinciden con los que se quejan del precio del cine y las palomitas y dejan enormes cubos a medio terminar o casi llenos. En fin, cosas de acercarse a los espectáculos de masas, en esas ocasiones agradecía llegar a casa y poder olvidarse de las tonterías que le rodeaban. Allí solo en su propio mundo podía atenerse a sus propias reglas y sentirse cómodo, un universo solo para él que en los días menos felices tan agobiante resultaba cuando echaba de menos el contacto humano.

Ya estaba pensando en qué cenaría antes de acostarse cuando su teléfono empezó a vibrar, algo que le asustó. Nunca nadie le llamaba a esas horas de la noche y sabía que las llamadas telefónicas nocturnas eran sinónimo de alguna desgracia que le había pasado a un ser cercano, pero resultó ser la otra posibilidad cuando de conversaciones nocturnas se trata. Era Martina, que le hablaba con voz achispada por los efectos del alcohol. Le decía que acababa de volver de una cena, que había pensado en él y que le gustaría que fuese a verla. Y por si no fuera suficiente reclamo, recalcó su petición diciendo que se había quitado la ropa del calor que hacía y estaba deseando darse una ducha. Esto de la ducha fue el interruptor que le trajo a la mente imágenes del día anterior y no tardó en sentirse excitado. Vaya que sí iría. Le dijo que en unos minutos estaría allí y se puso en marcha. Como a esas horas el transporte público era lento para la distancia que tenía que cubrir, decidió coger un taxi y llegar lo antes posible, no fuera a ser que se le pasara el capricho a Martina.

En 20 minutos se plantó en el piso de ella, después de decirle al taxista que le parara unos números antes de su portal, como temiendo que el conductor le viera llamar a una casa a esas horas y le tomara por una suerte de pervertido que iba a visitar a una prostituta. En cierto modo había algo de eso, pues todo parecía indicar que iba a producirse un encuentro sexual y le dio pudor que unos extraños le vieran y le pudieran juzgar. Andó con mucha prisa los metros que le separaban del portal, sintiéndose como los protagonistas de esas películas a los que la chica les está esperando con ansias y con ese sentimiento llamó al timbre de abajo, abrió el portal de barrotes cuando le dieron la señal, subió en el ascensor con más barrotes y con una sensación reforzada, que ya había pasado de película romántica a película porno, vio como Martina le esperaba con la puerta abierta, apoyada en el quicio sin nada de ropa encima. Sin decirle nada al pasar, cerró la puerta, se lanzó sobre él con el mismo entusiasmo con el que lo había despedido el día anterior y esta vez ella no le dejó escapar del recibidor y después de unos lametones con su inconfundible estilo, le bajó los pantalones y se introdujo su pene sin más preámbulos. Él notó que ella ya estaba húmeda y allí, los dos de pie apoyados contra la pared, consumaron el arrebato de pasión.

Un rato después, después de pasar por la ducha (esta vez solo para asearse), Martina y él estaban desnudos sobre la cama de ella, hablando de todo y de nada. Esta vez ella no pareció mostrar prisa en que él se marchara y le ofreció una copa de un brandy que tenía el nombre de un cardenal antiguo, quizá inexistente, para darle un aura de altura espiritual. Él era poco dado al alcohol, pero aquella bebida le supo bien en el chispazo de calor y el sabor a madera que notó en cuanto se tragó el primer sorbo. “Eres como una de esas mujeres del cine negro clásico, que fumaban, bebían alcohol fino y follaban cuando querían”, le dijo él, algo que despertó la curiosidad de ella y le preguntó por aquellas mujeres de esos filmes en blanco y negro que le sonaban pero que apenas había visto. Él le habló sobre las Barbara Stanwyck, Rita Hayworth y Lana Turner que habían conseguido meterse en la cabeza de hombres rectos con la fuerza del deseo hasta obligarles a hacer actos de lo más peligroso. Martina le escuchó con atención y dijo que ver más películas era una de sus asignaturas pendientes, al igual que la literatura que había descubierto hacía poco tiempo. Él le comentó que existía un libro llamado “Son de mar”, en el que la protagonista se llamaba como ella y vivía una intensa historia de amor con un hombre misterioso. Le prometió que la próxima vez se lo traería para que lo leyera y ella le contestó con una amplia sonrisa y un beso con sabor a tabaco que le hizo soltar una mueca de desagrado. Ella lo notó y le preguntó qué le pasaba. Él tuvo que admitir que no le gustaba el tabaco, que se le hacía difícil soportar el humo de los cigarrillos y que en boca aún le resultaba más desagradable. Martina no pareció inmutarse ante esta afirmación y siguió fumando mientras decía que otro de sus proyectos era dejarlo, algo que había intentado en varias ocasiones, pero siempre había encontrado motivos para volver, especialmente por su trabajo.  Así que ella ya había trabajado, ya le parecía raro que tuviera apenas 20 años, no los aparentaba. Él, ingenuo de lo que le esperaba, preguntó en qué había trabajado y ella le dijo, con el mismo gesto inmutable y burlón: “¿Yo? He sido una de las mujeres que fuman. He sido puta”.

Él ya se había sentido descolocado desde que la conoció y se había empezado a preparar a que Martina le diera una sorpresa tras otra, pero aquello superó todas las expectativas que se pudiera haber formado. Se quedó mudo, sin saber qué hacer ni qué decir y sintiéndose ridículo allí desnudo. Ella volvió a leerle a fondo y con semblante impasible respondió a una pregunta que no había sido formulada, un "¿cómo dices?" que estaba en el aire. “Sí, he sido puta, pero ya no. No te voy a cobrar, si eso es lo que piensas. No estoy contando las horas y los polvos para pasarte la cuenta. Al final sí que es verdad que soy como esas mujeres de las pelis antiguas, ¿eh?, pero sin obligarte a matar a nadie”. Él sacó fuerzas para preguntarle de forma estúpida cómo fue aquello y ella optó por contarlo todo, sin perturbarse, como si hablara de otra persona. Martina era hija de un holandés y una alemana asentados en el sur, como tantos extranjeros, en busca de un buen clima y ella había dejado aquello antes de cumplir los 18 para venirse a la gran ciudad en busca de desafíos. Tras una serie de trabajos de poca monta para pagarse una habitación de alquiler, en uno de los pisos coincidió con una chica que se pagaba los estudios trabajando de prostituta, recibiendo a sus citas en casa. Le dijo a Martina que alguien con esa melena rubia y ese cuerpo podría tener éxito en el mundillo, especialmente si se hacía pasar por europea, que le daría más prestigio de cara al cliente. Ella nunca había sido una puritana en temas sexuales, acostumbrada desde pequeña a ver desnudos a sus padres por casa, a sorprenderles en la cama en más de una ocasión y a haber perdido la virginidad con apenas 14 años y haber probado a otros chicos, mayores que ella y siempre dispuestos a ir lejos con “la guiri”, como la llamaban en el barrio y en la escuela. Decidió poner un anuncio en Internet y no tardó en tener el éxito prometido haciéndose pasar como oriunda del centro de Europa, hablando español con acento y chapurreando palabras en holandés y alemán, idiomas que había aprendido en sus primeros años de vida. Lo normal era que no bajara de 5 clientes al día, con picos de 10 o 12 personas, que le dejaban agotada física y mentalmente y que le hicieron cambiar de tercio. 

Empezó a anunciarse en el mundo de la prostitución de lujo, donde podía ganar con un cliente lo mismo o más que con 10 en el formato "low cost" y también le fue bien. Si en su primera etapa había conocido a un montón de hombres de clase media que se gastaban los pocos ahorros que tenían en revolcones ocasionales para saciar sus necesidades de morbo, ahora los clientes eran tipos con la luz pagada hasta que les llamara el de Arriba, que se dejaban cantidades ingentes de dinero en ella. Algunos eran ejecutivos de paso por la ciudad que buscaban un capricho, otros eran ejecutivos locales que necesitaban a alguna mujer bonita como pareja para una cena o una recepción y los restantes la contrataban como acompañante para clubes liberales y pasar fines de semana y vacaciones con ellos en lugares distinguidos, como si ella fuera su pareja. Al cabo de un tiempo había reunido una bonita suma que le permitía tener un piso en el centro de la ciudad y no tener que preocuparse en trabajar en unos añitos. Viéndose con dinero en el banco y cansada del sexo a la hora en que querían otros, un día decidió que dejaba aquello. Cerró la web que se había montado para anunciarse, dio de baja el teléfono que había usado para las citas y se rapó la cabeza, dejando atrás esa melena rubia que le había dado tanto éxito.

Ya llevaba dos años fuera de todo aquello y mantenía su pelo corto, como una demostración de que la etapa anterior estaba superada. Ahora estudiaba Psicología, porque siempre le había llamado mucho la atención lo que pasaba en la parta del cuerpo y creía tener buen tino para apreciar lo que les pasaba a otros. Siendo puta había tenido que ser psicóloga improvisada en más de una ocasión. “Hay mucha soledad ahí fuera, ¿sabes? Incluso gente que lo tiene todo vive muy jodida. Yo he pasado vacaciones de una semana o quince días con tíos que ni me tocaron, que solo querían a alguien con quien hablar y olvidarse de la cantidad de mierda y de hijos de puta que tenían que soportar a diario”, añadió Martina a modo de conclusión.

Él no sabía que decir. Debía de haber escuchado la narración con gesto imbécil, puede que incluso con la boca abierta. “¿Qué te parece?”, le había dicho Martina, al verle tan embobado. A pesar de sus sensaciones cruzadas, él solo acertó a decir: “Qué fuerte. Me dejas de piedra”. Porque lo cierto era que no sabía que decir, no sabía cómo sentirse. A ella no le resultó difícil descifrarle y le pidió que se tumbara, se acurrucó junto a él, rodeándole el pecho con un brazo y la cintura con una pierna y le dijo que se quedaran así un rato, sin decir nada.

Aquello parecía un sueño, no podía estar sucediendo de verdad. No negaba que en cierto modo la situación era atrayente, que una mujer que había sido prostituta se sintiera atraída por él y él hubiera tenido acceso a su cuerpo sin pagar un céntimo. Las veía como una suerte de diosas del sexo, conocedoras de unos secretos al alcance de pocos y capaces de llevarte a los rincones más ocultos del placer. Una visión un tanto pueril del que nunca había probado esos servicios y los percibía de forma idealizada Por otro lado, de forma instintiva, se sintió sucio, por haber compartido fluidos con una mujer que habría estado con decenas, cientos de hombres. Podría tener alguna enfermedad y contagiarle, no habían tomado ninguna clase de protección, aunque imaginó que ella ya se cuidaría de hacerlo en su pasado, parecía sana. Aún así, ese sentimiento de cuerpo compartido mil veces que ahora le llegaba a él en último lugar le repugnó de forma inconsciente. 

Sintió deseos de irse de allí, aunque fuera solo para pensar en lo que había oído, pero ella le tenía atrapado con su brazo y su pierna y la sensación era agradable. De hecho, pasados unos minutos el contacto de la piel suave y caliente de Martina empezó a excitarlo. Una vez más, ella pareció saber lo que le pasaba por la cabeza y empezó a acariciarle el cuerpo y a darle besos, primero en la mejilla y luego en los labios. Quisiera o no, él no tardó mucho en conseguir una erección considerable y ella no iba a dejarla escapar, así que se montó sobre él y mojada como estaba (no se podía negar la capacidad de Martina para humedecerse rápidamente, sería deformación de su antiguo oficio) le cabalgó con cariño. Si el encuentro del día anterior en la bañera o el de un rato atrás en el recibidor habían sido urgentes y ansiosos, éste de ahora, ya en la cama, fue lento y tierno y se extendió durante largo rato. Él perdió la noción del tiempo, ocupado como estaba en no soltar los labios de Martina de los suyos y en sentir el poder de su lengua, ya sin hacer ascos de sus lametones y su sabor a nicotina, en una perfecta comunión de carnes y cuerpos entrelazados, finalmente unidos por los temblores de sus orgasmos. Cuando terminaron, las luces del día ya despuntaban por la ventana del cuarto y Martina se levantó para apagar la luz y cerrar la persiana. Durante estas operaciones, él observó su cuerpo en movimiento y el efecto de las luces sobre su piel, le sentaba francamente bien la luz del alba. Notó cómo al andar un hilillo de esperma empezaba a deslizarse por su pierna, pero ella esta vez no se ocupó de ir al baño a asearse. Eso le podría haber dado asco en condiciones normales, pero con el aura de emoción que se había apoderado del cuarto, le pareció un gesto adorable y un detalle hacia él. Ninguno dijo nada más, simplemente se acostaron y enseguida se habían dormido.

(Continuará)