Sigo con mi monográfico sobre el viaje que efectúe hace unos años a tierras toscanas y hoy me quiero referir a otra de las ciudades que visité, en este caso Lucca. Situada a apenas media hora de tren de Pisa, donde situé mi cuartel general en los primeros días, no me ofreció ninguna duda a la hora de coger un ferrocarril para acercarme a observar sus encantos. Y sin duda me llamó la atención el estado un poco avejentado de muchos de estos transportes, con vagones pasados de moda y, en algunos casos, llenos de graffitis.
Lucca es una ciudad de origen etrusco e importante pasado romano que se encuentra rodeada por murallas en su parte vieja. Las murallas en sí mismas no son muy vistosas, pero tienen la peculiaridad de que han sido habilitadas como paseo arbolado en su parte superior y se puede ir circundando la ciudad desde lo alto y bajar a las calles cuando se quiera.
Así lo hice yo y así pude recorrer una ciudad de gusto típicamente italiano, con las habituales callejuelas y las casas de persianas verdes y paredes desconchadas que se han podido ver tantas veces en su películas. Uno de los lugares que más me llamó la atención fue la Piazza del Anfiteatro, que como su nombre indica se ubica sobre un antiguo anfieatro romano. De este modo, es una plaza a la que se accede por callejones medio ocultos y que mantiene la forma circular de sus orígenes, aunque ahora han eliminado los casetones que antaño estaban a ras de plaza.
Otro de los aspectos que más me llamó la atención fue la gran abundancia de torres, lo que hace pensar en su importancia estratégica en el pasado. La Piazza Napoleone, la de San Michele con su respectiva Catedral o la Torre del Reloj son algunos de sus otros lugares destacados.
En otro sentido, guardo un gran recuerdo gastronómico de Lucca. Sudando como un pollo (esos días el calor quema sin piedad), encontré un pequeño supermercado al que entré para comprar agua y alguna provisión para cuando me entrara hambre. Allí hallé un gran racimo de uvas de verde claro que me compré sin pensármelo dos veces, ya que los vinos de esa región tienen gran fama y las uvas no la desmerecieron. Sólo me cabe decir que han sido las mejores uvas que he comido en toda mi vida, jugosas y sabrosísimas (nada que ver con la mediocridad insulsa que comemos aquí en Nochevieja).
Con todo ello, mi foto de Lucca va a ir dedicada a la Catedral de San Martino, con el característico color blanco y la estructura de otros "Duomos" de la región, que cuenta a su lado con el Palacio Ducal y la inevitable torre.
No se habla mucho de Lucca cuando se suele citar a la Toscana, pero aun reconociendo que no llega a la altura de otros lugares más famosos de la zona, tiene un indudable encanto y merece la pena darse un paseo por sus calles.
Nos encontramos en un mes que, al menos en nuestro país, es sinónimo de vacaciones y de peripecias en lugares diferentes a los que se transitan el resto del año. Siempre me ha parecido curiosa la querencia de muchos a irse a lugares de playa donde las temperaturas son tan altas como del lugar de donde provienen, a lo que hay que sumar la humedad que aumenta la sensación de calor y el gran número de turistas que convierten el lugar en una especie de parque temático, con lo que el relax es difícil de encontrar. Yo tengo la suerte de provenir de una ciudad costera del norte, así que en verano puedo escaparme unos días a la casa de mis padres para gozar de temperaturas más agradables y playas de agua fresca con un número soportable de visitantes, sin tener esa sensación de que nos hayamos encontrado todos los que hemos salido en el mismo sitio.
Desde hace unos años, para mí ese es el único modo de experimentar algo diferente en vacaciones, pues como sufriente del empeoramiento de las condiciones laborales ya no me dan los recursos para hacer los viajes que hacía a países del extranjero. A lo largo de 4 años pude pasarme por diversos rincones de Bélgica, Holanda, Alemania, Hungría, Austria, República Checa, Eslovaquia e Italia, a la que dedicaré las próximas entradas de este mes veraniego. En julio del año 2010 tuve la oportunidad de darme un garbeo de una semana por la Toscana, una región de gran fama internacional y cuyos encantos han sido alabados por propios y extraños. Aunque a veces el tópico se impone sobre la realidad y hace que nos llevemos decepciones con sitios que habían sido muy bien ponderados, debo decir que la fama toscana es bien merecida.
La primera parada de mi periplo fue en Pisa, donde arribé en avión, en un vuelo bastante curioso. Y es que viajé el 12 de julio, el día después de que España ganara el mundial de fútbol y varios pasajeros iban ataviados con los colores nacionales, felices de la vida y creyendo, infelices, que ese triunfo había acabado con los problemas endémicos de este país. Pero tal era el subidón en aquel momento, que hasta el propio piloto (que no debía ser precisamente de Valladolid, a tenor de su acento) chapurreó un "viva España" cuando informó de las condiciones del vuelo antes de despegar. Ya aterrizado del vuelo del amor e instalado en el hotel, acudí raudo a ver su famosa torre inclinada (Torre Pendente la llaman allí), así como el Duomo (la Catedral) y el Baptisterio, que se encuentran a su lado. Las tres construcciones forman un conjunto fascinante, allí erigidas sobre una gran extensión de césped, que te hacen sentir como si estuvieras viendo los decorados de una película. Ves esas construcciones de mármol blanco y dan ganas de tocarlas durante largo rato. Apenas pude tocarlas para no quedar como un tío pirado, pero me desquité tomando algunas fotografías aprovechando la luz del atardecer.
Hay muchos que aseguran que lo bonito de Pisa empieza y acaba con ese conjunto arquitectónico, pero no estoy de acuerdo. Cierto es que es lo más llamativo de la localidad, pero aún así merece la pena darse un paseo por sus calles y descubrir otros atractivos. Uno puede seguir el recorrido del río Arno, que corta la ciudad en dos, e ir apreciando las panorámicas de las casas y palacetes ubicadas junto al cauce.
Es muy corriente encontrarse con edificios que lucen descoloridos e incluso con desconchones en sus paredes, lo que tiene su atractivo. Te hace sentir como en una película neorrealista, que sólo falta la aparición de alguna "mamma" llamando a gritos al Tommaso o al Peppino de turno.
Entre sus numerosas plazas, las que más me gustaron fueron la Piazza del Cavalieri y la Piazza Garibaldi. Precisamente en esta última y sus alrededores, así como el margen del río, es donde se concentró la juventud de Pisa en las noches que allí estuve. Asimismo, también merecen destacarse las murallas que circundan la ciudad, en muchos de cuyos tramos crece la hiedra.
En definitiva, una ciudad interesante a la que merece la pena dedicar un día de paseo y observación. A Pisa va dedicada la entrada de hoy, con fotos sacadas por mí mismo con la cámara que tenía por aquel entonces y a lo largo de los próximos días haré lo propio con el resto de localidades toscanas que tuve la oportunidad de visitar. Y ustedes que lo vean.
Los sollozos de Martina
no eran tanto de pena hacia lo que él le acababa de contar como de pena hacia
sí misma, que había recordado un suceso sobre el que había creído que ya había
echado las paladas de tierra suficientes como para enterrarlo en la memoria.
Ella había tenido un novio al que había conocido cuando era prostituta y que
desconocía que Martina se dedicaba a ese oficio, pues ella le decía, al igual
que a sus padres, que trabajaba para una serie de adinerados ejecutivos (lo que
no dejaba de ser verdad en cierto modo). Durante una buena temporada había
estado practicando sexo con sus clientes en sus horas de trabajo y después
dedicaba el tiempo libre al novio. Este no sospechaba nada, pero ella decidió
contarle un día la verdad de a lo que se dedicaba y fue como si le hubiera
dicho que tenía una enfermedad terminal. El chico se quedó muy pálido, quiso
saber cuánto tiempo llevaba ella en eso y que es lo que hacía, más asustado que
enfadado, por lo que Martina pensó que había posibilidades de que lo entendiera.
Pero ese fue el último día que le vio, porque al siguiente, al siguiente y
varios días más le llamó y este no contestó. Cuando fue a su casa nunca estaba
allí (o aparentaba no estarlo) y parecía que se lo había tragado la tierra.
Ella pensó que estaba buscando tiempo para asimilar la noticia, pero pasaron
las semanas sin que diera señales de vida y decidió resignarse a no volver a
verle. Ese último día, el de la confesión, le había dicho que le quería y que
lo demás no importaba, pero está claro que a él le importaba. De ese desengaño
empezó a estar insatisfecha con lo que hacía y fue cuando vino el corte de pelo
y el abandono de la prostitución. Muchas lo hacían para estar con el hombre que
amaban y ella lo hacía después de que la hubieran abandonado. “Nadie quiere a
una puta, ¿verdad? Solo se la folla”, concluyó entre lágrimas.
El testimonio le
conmovió profundamente. Siempre se sentía violento cuando alguien lloraba en su
presencia, no sabía muy bien que hacer salvo pedir que esa persona dejara de
llorar, pero teniéndola entre sus brazos sintió una gran necesidad de cuidarla.
Le acarició los brazos, la espalda y el pelo trigueño que se había cortado tras
ese desengaño y la dejó desahogarse. “Perdona, vaya número te he montado. Ah,
joder, estas cosas no son fáciles de tragar”, dijo de pronto, separándose de mí
como si estuviera avergonzada de lo que acababa de pasar. “Que estamos aquí
para divertirnos, vamos a la playa. Apuesto a que nunca te has bañado desnudo y
menos de noche”, repuso, tratando de que volviera la alegría a su cuerpo
mientras se levantaba y le hacía levantarse. Le dijo que se quitara la ropa y
bajaron por unas escaleras que conectaban la terraza con un paseo arenoso que
llevaba directamente a la playa. Menos mal que a esas horas no pasaba nadie por
allí para verles andar en pelotas como si tal cosa. En esas latitudes sureñas
el mar tiene una temperatura más cálida que a la que él estaba acostumbrado en
las aguas que bañaban las tierras de sus antepasados, así que entrar en
contacto con la superficie marina no supuso mayor esfuerzo que entrar en una
agradable ducha. Ambos estuvieron allí un rato, primero nadando separados, como
si el mal rato les hubiera desunido, aunque no tardaron en acercarse y Martina
se colgó de su cuello para besarle. El contacto de sus pieles les hizo olvidar
lo sucedido y ella tiró de él hacia la orilla y rápidamente volvieron a la
terraza, donde unieron sus cuerpos mojados en agua salada bajo la luna.
Los siguientes dos días
recuperaron ese aire de realidad paralela en la que lo único que importaba era
lo que ambos tenían que decirse y hacerse, aunque sin mencionar ese episodio
tan doloroso para ella. Pasaron el tiempo entre la cama, la playa, la terraza y
las ocasionales visitas a la civilización. Al terminar ese tercer día Martina
le dijo que al siguiente tendrían de invitados a su hermana y a su novio, que
venían de Alemania a pasar unos días. A él le extrañó que no hubiera mencionado
nunca a su hermana y ella le quitó importancia, tampoco se veían mucho y cada
una tenía su vida, simplemente se llamaban para ponerse al día. Anna (así con
dos enes) era la hermana mayor de Martina y hacía pocos años que se había
tenido que ir a la tierra originaria de su madre para encontrar un trabajo como
diseñadora gráfica que su país le negaba. Allí había conocido a su novio, otro
español que había ido allí en busca de mayor fortuna, en su caso como ingeniero
industrial. “Son como una de esas parejas que sacan en los programas de la tele
de inmigrantes que cumplieron su sueño”, ironizaba Martina. A primera hora de
la tarde del día siguiente llegaron los inmigrantes retornados, que pensaban
pasar allí un par de días antes de ir a visitar a los padres de él. Si Martina
era la viva imagen de su madre con el pelo rubio de su padre, Anna tenía el
pelo de su madre y el rostro del padre. “Ella es la seria de las dos, una digna
Van Heeswijk”, le había advertido Martina y así pudo él comprobarlo cuando Anna
respondió con distanciamiento a su saludo y sus primeras palabras, como queriendo
quitárselo de encima. Aún más incómodo se sintió cuando Anna decidió ponerse a
hablar en alemán con Martina, un idioma en el que podían estar ponderándole o
poniéndole a caldo, que él era incapaz de enterarse de nada. El novio de Anna
sí que parecía entender la conversación, aunque apenas decía nada, tenía pinta
de ser uno de esos hombres que prefieren seguir la corriente para evitar
controversias, porque de hecho no tardó en desprenderse de la charla entre
hermanas y empezó a preguntarle cosas sobre lo que hacía y él quiso saber más
sobre cuál era su vida en la tierra de los germanos.
El novio sumiso tenía
también buenas dotes de cocinero y aquella noche les preparó una deliciosa
paella, que Anna encontró un poco más hecha de lo necesario, pero de la que dio
buena cuenta. El novio y Martina salieron a fumar tras la cena a la terraza y
Anna aprovechó para hacerle un tercer grado a él. Tras unas preguntas para
saber más de lo que hacía a diario, le dijo lo que debía tener pensado desde el
momento en el que se había puesto a hablar en alemán, un rato antes. “Mira, no
sé qué tipo de relaciones tenéis, si vais a ser novios o ser follamigos, eso me
da igual. Solo te pido que no la hagas sufrir, ya lo ha pasado muy mal, no sé
si te habrá contado algo”, inquirió con firmeza y gesto de curiosidad. Él le
dijo que estaba al tanto de lo que había pasado y de que no quería hacerle
daño, que eso no le gustaba. “Vosotros veréis, Martina ya es mayorcita y tú aún
más, pero no la dejes de un día para otro porque la matas. Ya la otra vez
pensamos que se nos iba, estuvo tomando pastillas para no hundirse del todo y
solo empezó a mejorar cuando le dio por raparse la cabeza, que no sé por qué lo
hizo. Aunque la veas muy alegre está claro que aún lo pasa mal, porque sigue
sin dejarse crecer el pelo, como si le diera miedo volver a verse como entonces
y tiene una melena preciosa, es una pena”, le sermoneó, recalcando el tono de
advertencia que tenía lo que le estaba diciendo. Él se sintió idiota, como un
niño al que le echan la bronca por algo que no ha hecho y en ese momento sí que
deseó irse de allí y no aguantar a esa mujer tan seca, pero tras un silencio
incómodo Martina y el novio volvieron y la conversación se animó un poco más. Incluso
Anna pareció relajarse y le comentó a Martina que tenía que ir a visitar a la
familia a Alemania, que no iba allí desde la boda del primo Klaus, hacía más de
un año. Recordando la boda, a Martina le dio la risa cuando recordó el momento
en el que empezó a sonar el “Hava Nagila” y todos se pusieron a bailar como
locos, hasta la familia de la novia, que eran ateos de toda la vida. Al no
entender la broma, él preguntó que era el “Hava Nagila” y Martina le dijo que
era una canción que sonaba en todas las celebraciones judías, “seguro que la
has visto en alguna película, cuando levantan a los novios en las sillas y todo
eso. Aunque ahora es como la Macarena, la baila todo el mundo”, le informó.
Pasado un rato, Anna y
su novio se fueron a dormir y Martina y él salieron a dar una vuelta por la
playa. Fue Martina la que una vez más supo lo que le pasaba. “Bueno, ya has
conocido a mi hermana, ya te dije que es como la familia de mi padre. Todos más
siesos que lamer una pared. ¿Te ha dado la charla, no? Ya le había hablado un
poco de ti, pero antes, cuando se me puso a hablar en alemán, quiso aprovechar
para comentar lo nuestro sin que te enteraras, aunque yo ya te veía que te
estabas dando cuenta de todo. Mi hermana es muy madre antigua, aún no tiene
hijos, pero el día que se ponga tendrá unos cuantos y los criará más tiesos que
un palo, no sea que les pase algo. Conmigo hace lo mismo, aprovecha que es la
mayor y me está dando lecciones todo el rato. Yo la dejo porque sé que es
porque me quiere, aunque a veces me saca de quicio con lo que tengo que hacer y
la mando a la mierda, así que tampoco le hagas mucho caso”, le explicó. “¿Y
ella sabe lo que has sido?”, preguntó él, sin atreverse a pronunciar lo que aún
le daba vergüenza verbalizar. Ella respondió que ni de coña, que si Anna se
enterase no la dejaría ni vivir, a ella también le soltó la bola de que había
tenido otro trabajo. “Pero tú ni caso, que le gusta ser la cascarrabias. Además
estamos bien así, ¿verdad?”, quiso saber mientras le miraba fijamente, para
tratar de ver si la respuesta que salía de sus labios iba en consonancia con lo
que decía su mirada. Y a él no se le ocurrió más que soltar lo primero que le
vino a la cabeza, una frase que le había oído varias veces a un entrenador
argentino de fútbol: “Vamos partido a partido”. Ella le miró sin entender y él
le explicó que el entrenador que dijo eso acabó ganando la liga con su equipo
cuando nadie daba un duro por él. La respuesta fue la adecuada para el momento,
pues ella sonrió y le dio un profundo beso. Sin duda Martina quería demostrar a
su hermana que ya era mayorcita para valerse por sí misma, pues aquella noche
cuando se acostaron gimió y gritó más fuerte de lo habitual, de un modo que a
él le pareció algo sobreactuado y comprendió que quería hacer notar a la sangre
de su sangre lo que estaba haciendo.
Al día siguiente, él se
levantó y tenía hasta tres mensajes en su teléfono móvil. Por un momento pensó
que algo importante había sucedido y se alarmó, aventurando futuros problemas,
pero lo cierto es que se trataba del servicio de tarot, que volvía a la carga.
“No te viene otra ola de calor, sino de pasión. Espero tu llamada para darte
datos. O prefieres que te pille desprevenida?”, decía el primero de ellos,
seguido por otro que aseguraba que “Mi amiga médium dice que viene una etapa de
prosperidad que puede malograrse si no acabamos con tu bloqueo de energía” y un
tercero que afirmaba que “Me sorprende que no quieras saber la salida a esa
situación. Las cartas muestran que tienes que hacer. Y no es difícil”. No
dejaban de tener sentido en la situación en la que se encontraba, pero las
exhortaciones a que llamara para que las médiums le echaran las cartas hizo que
perdieran todo carácter reflexivo y eliminó los mensajes con rapidez. Aquel día
Anna parecía estar de mejor talante, aunque con él seguía mostrándose algo
evasiva, aún estaba en período de evaluación por parte de la líder de la
manada. Prefirió tomárselo con naturalidad, sabía que no tenía nada de qué
preocuparse, pues él estaba en las antípodas de ser un “playboy” y su miedo
estribaba en no ser lo suficientemente bueno para Martina, pues estaba claro
que ella era demasiado buena para él. Ya quisieran muchos a aquella mujer de
gran belleza, destacable apetito sexual y gran sentido del humor, ¿pero qué
podía aportarle él?, ¿qué veía en él?, ¿era esa mirada triste que le había
hecho sentirse identificada con su reciente estado depresivo?, ¿y si él fallaba
y ella se ponía aún peor? Esto último le daba mucho miedo y le atascaba la
garganta, lo que quería era tratarla bien e intentar hacerla feliz.
Por un momento pensó en
compartir estos pensamientos con Martina, pero al final no quiso hacerlo,
recordando la noche de días atrás, donde sus dudas sembraron la tristeza. Así
que hablaron de temas más ligeros mientras se dirigían a una cala más apartada
de la casa, donde Martina decía que solo se ponían nudistas de alto copete, los
adinerados que veraneaban por la zona y querían andar con sus partes al aire
sin sentirse observados. Era una pequeña playa rodeada de acantilados, con una
arena negruzca y pedregosa que no invitaba mucho a posarse sobre ella. Martina
se quitó un vestido de rayas horizontales que resaltaba las formas de su cuerpo
y se sentó sobre la toalla, mientras le instaba a que hiciera lo mismo. Él
nunca se había desnudado delante de otra gente y le dio mucho corte sentirse
tan expuesto, así que optó por sentarse con las piernas cruzadas para
disimular. Observó a su alrededor y vio a algunos hombres mayores que él
paseando desnudos por la orilla y algunas parejas hablando de sus cosas sin la
preocupación de ocultar sus encantos a los ojos de los demás. Y de repente
sintió una fuerte impresión por sorpresa, como si le dieran un bofetón, pero no
era una insolación por el fuerte calor, se trataba de B…
No podía ser, pero
allí, en aquella playa de arena negruzca y pedregosa estaba B…, rodeada de
cuerpos desnudos y haciendo lo propio con el suyo. Parapetada tras unas gafas
de sol y con el pelo recogido en un moño estaba medio tumbada sobre su toalla,
oteando el horizonte. Él reconoció su blanca piel y la forma de su pecho y sus
piernas, que ya había visto en más de una ocasión en una escena subida de tono
que B… había interpretado en una de sus películas. Y de paso comprobó que ella
también lucía una generosa mata de pelo en el pubis, como tantas otras de las
mujeres allí presentes aquel día, sin duda era una moda que ganaba adeptos con
el tiempo. “Madre mía, madre mía, madre mía”, acertó él a decir con voz
temblorosa, mientras notaba un tirón de nerviosismo y regocijo en el vientre.
Martina le miró con cara preocupada y le preguntó qué le pasaba, si se sentía
mal. Como buenamente pudo, él le dijo lo que acababa de ver y le señaló donde
se encontraba B… “Ah, la tía esa de la que me has hablado. Joder, pues tiene
buenas tetas. No es tonto el niño”, aseguró Martina con la misma indiferencia
con la que miraría a una gaviota llegada del mar. Le miró con gesto divertido y
le preguntó: “¿Quieres una foto con ella?”. “Me encantaría”, respondió él y
antes de que pudiera añadir nada más, Martina agarró su teléfono móvil y se
encaminó hacia donde B… estaba. ¿Iba a hacer lo que creía que iba a hacer?
Él comprobó cómo
Martina se agachaba junto a ella y empezaban a hablar. Podía oír el sonido de
sus voces, pues apenas estaban a cincuenta metros de distancia y el lugar
estaba en silencio, aunque no distinguía lo que decían. Vio como B… sonreía
alguna vez y finalmente hacía un gesto de asentimiento, momento que Martina
aprovechó para indicarle que fuera. Él recorrió la cincuentena de metros con la
cabeza en blanco y diciendo para sí mismo “madre mía” en repetidas ocasiones,
con un miedo que la desnudez hacía parecer absurdo. “Mira, dice que no le
importa sacarse una foto con nosotros si tapamos lo que hay que tapar. Venga,
siéntate al lado de ella, que coja ángulo con la cámara”, le incitó Martina. Él
se sentó sin decir nada y notó el contacto del hombro de B… con el suyo,
imaginaba que ella notaría el temblor que le recorría en el cuerpo, que
estuviera con el culo sentado en aquella arena de aspecto polvoriento era lo de
menos en aquella situación. Martina se puso al otro lado y se las ingenió para
enfocar los rostros, de modo que nadie pudiera decir que estuvieran desnudos.
Le enseñó la foto a B… y esta asintió y Martina le dio las gracias al tiempo
que B… le habló a él. “Tu novia es una crack, ando como loca escondiéndome de
los paparazzi y no sé cómo lo ha hecho, pero me ha convencido para posar con
vosotros, aquí todos en bolas”, dijo. Él estuvo a punto de decir que no eran
novios, pero le pareció que ya era sumar más incomodidad de la necesaria, así
que se limitó a sonreír y aseguró que ella tenía una gran habilidad para
conseguir lo que quería. “Aunque le veas callado como un muerto este es muy fan
tuyo, todos los días me da la lata hablando de ti. Si quisieras se iría contigo
ahora mismo”, le espetó Martina con toda la tranquilidad del mundo, a lo que B…
respondió con una sonrisa y se ruborizó un poco. Lo cierto es que así hubiera
sido hasta hace unos días, pero ahora él notaba que B… no dejaba de ser una
mujer más en aquella playa. Tenía a escasos centímetros todo su cuerpo desnudo
a la vista y sin embargo la que le interesaba era la que llevaba la voz
cantante del momento. En vista de que la cosa no iba más allá, Martina le dijo
que le diera dos besos, que ya era hora de dejarla en paz. Los otros dos
siguieron sus órdenes y Martina hizo lo propio con ella a modo de despedida. “Un
placer”, acertó a decir él mientras ella le deseaba mucha suerte a B… , que a
su vez les daba las gracias a ellos.
¿De verdad había pasado
aquello? ¿Seguro que no había pillado una insolación que le había puesto a
delirar? ¿Había estado así de cerca del cuerpo desnudo de su actriz más
idolatrada y se había hecho una foto con ella? La realidad así parecía
atestiguarlo, porque Martina y él volvieron a su toalla y todo parecía seguir discurriendo
igual. Las olas del mar seguían rompiendo, algunas personas se bañaban y otras
andaban por la orilla y B… seguía donde la habían dejado. “¿Pero cómo lo has
hecho?”, pudo preguntar él, totalmente confundido. Martina le quitó importancia
al asunto: “No ha sido para tanto, ella es una tía maja, otra me habría mandado
a la mierda enseguida. Le he contado que eras un gran fan y que querías que te
hicieras una foto como regalo de mí para ti”. “Pero habéis hablado un rato
antes de avisarme”, repuso él, a lo que ella respondió que eso ya eran cosas de
mujeres que a él no le importaban. “La verdad es que es muy atractiva, tienes
buen gusto. Si me hubieras dado un rato más lo mismo podríamos haber arreglado
un trío con ella, aunque se lo hubiera montado conmigo, que tú no le has dado
mucha confianza con esa pinta de violador”, añadió mientras soltaba una
carcajada y le agarraba el brazo de forma de cariñosa. A él le gustaba mucho
cuando hacía eso, cuando le tocaba de forma involuntaria, como una necesidad de
estar más cerca de él.
“Hala, vamos a
bañarnos, a ver si te espabilas, que se te ha quedado una risa de tonto que
casi das miedo”, le instó ella mientras se levantaba y le ofrecía la mano para
hacer lo propio. Esta vez él no se soltó de Martina tras levantarse. Siguió
agarrado a su mano y ella puso un gesto divertido y travieso.
“¿Cómo era eso que
decía el entrenador aquel? ¿Partido a partido?”, preguntó ella.
“Partido a partido”,
respondió él, con la misma sonrisa bobalicona. Y empezaron a caminar hacia la
orilla, agarrados de la mano por primera vez.