Una de las cosas que más me llaman la atención de las grandes ciudades es el Metro, esos trenes subterráneos que cada día transportan a cientos de miles de personas de aquí para allá. Es un lugar en el que uno puede ver cosas de lo más variopinto y en el que se mezclan gentes de toda clase y condición. En mi entrada de hoy hablaré de 3 historias de las que he sido testigo en ese medio de transporte.
El primero de ellos fue a primera hora de la tarde, hace cosa de año y medio. A esa hora solía viajar camino de mis obligaciones acompañado de varios estudiantes universitarios que acudían a sus clases y un grupo de ellos cercano a mí captó mi atención por la conversación que mantenían. Tres chavales hablaban de la película "Garganta profunda" (realizada a principios de los 70, fue la primera película pornográfica moderna, causando un gran revuelo social en su momento) y vacilaban con el tema a dos chavalas que iban con ellos. Una de ellas no había visto la peli y ni corta ni perezosa, la otra le contó con pelos y señales en qué consistía, como si repasara con ella la lección.
En ese momento pude ver como los chavales se quedaban patidifusos y algo acorbadados después de la explicación, en una reacción frecuente en el universo masculino. Acostumbrados a que las mujeres no hablen de sexo en público, nos gusta tratar de escandalizarlas con reflexiones subidas de tono, pero cuando aparece una que no tiene timidez que la refrene nos quedamos de vuelta y media, al menos al principio.
El segundo caso lo ví por la tarde-noche otro día cercano al anterior. En esta ocasión había un grupo de gente joven y estaban todos un poco mustios, a juego con el resto del pasaje del vagón, que volvía a casa sin mucha alegría. Pero entre ellos estaba una chica en silla de ruedas, una chica joven y bastante guapa que no paraba de sonreír en su conversación con los otros. Fue algo que me impactó, porque ella podía ser la que menos motivo tuviera para estar feliz y sin embargo era la más luminosa del vagón. Mientras tanto, el resto de la gente, con aparente buena salud, viajaba con aspecto aburrido. Fue una imagen que me dejó pensativo, sobre cómo a veces no apreciamos lo que tenemos, porque es algo que damos por sentado y hacemos un mundo por cosas que en muchas ocasiones no merecen la pena. Un poco como aquello de que los mendigos no tienen tiempo para ponerse metafísicos porque tienen que pensar cómo comerán o donde dormirán ese día.
Y la tercera situación curiosa ocurrió de noche, cuando volvía a mi casa después de dar un paseo por la ciudad. Enfrente mío iban dos chicas adolescentes, muy alegres y hablando en voz alta, con pinta de ir con una copa de más (y así era). Una de ellas combinaba las gracietas con momentos de inquietud, en los que decía que su madre no podía verla así al llegar a casa, que la iban a prohibir salir más. Me recordó mucho a esas primeras excursiones nocturnas de la adolescencia, cuando tienes que llegar pronto a casa, se sale a las 6 o 7 de la tarde y se vuelve borracho a las 12 o la 1, cuando a los que el alcohol les sienta mal dicen como excusa que han comido algo en mal estado y sus padres son libres de creerlos o no, aún viendo a esos chicos y chicas como hombres y mujeres solo en apariencia física.
Tres historias con su punto de curiosidad que son una pequeña parte de todas las cosas que pueden verse en un vagón del Metro (con pedigüeños con horario de oficina, que están todos los días en las mismas estaciones a la misma hora pidiendo dinero, los que amenizan los viajes con música de todo tipo, las personas concretas que viajan siempre a la misma hora que tú y que te encuentras cada dos por tres aunque vayas ese día más pronto o más tarde). Un mundo tan llamativo y fascinante como los personajes que pasamos por ahí debajo.