Las redes sociales, a
pesar de ser un avance tecnológico, no dejan de ser una representación de lo
que somos, así que en la esencia es algo ya conocido. Un gran patio de vecindad
o un gran bar o una gran plaza en la que entra y sale gente y se habla mucho,
algunos más que otros. Se hacen comentarios interesantes, se dicen estupideces,
los hay que hacen gala de ser libres de todo y juzgan a los demás (a veces sin
saber, que la ignorancia siempre es atrevida) con un autoritarismo que
contradice sus supuestos ideales. Y también se busca sexo, de modo directo o
camuflado (a veces muy torpemente), esa pulsión que Freud señaló como la fuente
de todas las cosas que hacemos en nuestra vida. También se busca amor, pero
suele ser un objetivo más secundario si
lo comparamos a todos aquellos que maniobran para ligotear, del mismo modo que
siempre se ha hecho en un gran patio de vecindad, en un gran bar o en una gran
plaza en la que entra y sale gente y se habla mucho, algunos más que otros.
Unos cuantos días soy
testigo de cómo algunos de mis contactos se desviven por ser el pavo más
apetitoso para las mujeres (me refiero a mujeres que solo conocen de esas redes
sociales, a las que nunca han visto en persona) y ponen en escena su mejor
plumaje con frases ocurrentes dirigidas a ellas, menciones más intrascendentes
pero citando el nombre de la interesada para que quede claro que ella es el
origen de la mención y los que contestan o favoritizan (casi) todas las
publicaciones del objeto de su interés. A veces observo este fenómeno con
curiosidad antropológica, otras veces con vergüenza ajena y sufriendo por lo
que tienen que aguantar algunas mujeres y en ocasiones caigo yo también en lo
curioso y lo vergonzoso, ya sea por jugar, por buscar la seducción o por qué no
decirlo, por la necesidad de afecto, de gustar a alguien desconocido. Porque la
vida nos enseña que construimos buena parte de nuestra existencia gracias a los
desconocidos, a aquellos que están fuera del núcleo familiar hasta que se hacen
conocidos y cercanos.
Hace unos días, YouTube
me hacía una recomendación de un vídeo extraído de la película francesa “El
amante del amor”, dirigida por François Truffaut en 1977. Estas recomendaciones
se hacen en función de las búsquedas y los visionados que haces en la web y a veces
me recomienda vídeos graciosos, otras veces cosas sesudas y combinaciones de
ambas, como supongo que a otros les sugerirán vídeos de niños y animales, si es
eso con lo que disfrutan. El caso es que vi “El amante del amor” hace pocos
años y la disfruté bastante, pero la tenía un poco olvidada hasta que este
vídeo la ha traído a mi memoria. En él aparece un monólogo del protagonista, un
escritor que reflexiona sobre la atracción que le producen las mujeres,
especialmente las guapas, dándole un toque poético y reflexivo al asunto.
Siempre se ha dicho que
el protagonista es un álter ego del propio François Truffaut y que el título
original de la cinta (“El hombre que amaba a las mujeres”) no deja de ser una
declaración de la filosofía vital de un hombre que consagró su obra al amor y
especialmente al amor romántico, como búsqueda de algo que le había faltado en
una niñez marcada por el abandono paterno y por una madre distante. Un vacío
que luego trató de llenar con numerosas conquistas (algunas de ellas actrices
en sus películas, como Catherine Deneuve o Fanny Ardant) en una filmografía en
la que siempre se reflejó a sí mismo y sus anhelos.
El escritor de “El
amante del amor” podría ser tomado como un obseso, un salido o un tío
chabacano, pero bajo la óptica que le da Truffaut no deja de ser alguien
soñador, que trata de liberarse de las angustias vitales con la adoración al
otro sexo, aunque luego es incapaz de establecer relaciones duraderas con las
mujeres a las que dedica su atención. Es un hombre que se siente cómodo entre
mujeres y disfruta cortejándolas, tratando de atender sus necesidades.
El escritor podría ser
interpretado como un canalla, pero es alguien que es feliz buscando ser
apreciado por las mujeres, su forma de dar un sentido a la vida. Y es un
concepto que me ha hecho pensar, porque en cierto sentido me he identificado
mucho con ese escritor ahora que he vuelto a ver sus andanzas, más que la vez
primera, donde lo vi como una suerte de donjuán lejano a mí.
Cuando yo tenía 13 ó 14
años aún no me había llegado la edad del pavo. Fui de desarrollo tardío y
mientras otros chicos de mi clase ya tenían pelos en todas partes y las voces
se agravaban, yo aún seguía siendo un crío casi la mitad de alto que ahora.
Entonces empezaban los flirteos con las chicas, mucho más desarrolladas, y las
bromas y las cábalas sobre quién le gustaba a quién. Yo aún pasaba de esos
temas, pero cuando estás en un grupo es posible que acaben fijándose en ti y un
día un chaval dijo en voz alta durante un descanso entre asignaturas que a mí
me gustaba una chica, solo para tocar las narices. Nunca, mientras me dure la
memoria, olvidaré la vergüenza que pasé cuando se hizo el enunciado y la
interpelada se giró, me miró un instante y dijo riéndose: “¿Yo? ¿Con éste? Ni
de coña”, de un modo que no necesitó ni decir un adjetivo hiriente para dejarme
hecho polvo. Yo entonces tenía unas gafas enormes para mi cabeza no
desarrollada y una ropa formal (nunca he salido a la calle vestido con ropa
deportiva) que me daban un aspecto de empollón bastante importante, algo que
sumado a mi natural timidez y mi cuerpo aún enjuto y de apariencia enclenque no
me convertían precisamente en el botín más apetitoso de la manada. Esto lo veo
ahora, pero durante años odié mucho a esa chica que me degradó con sus palabras
y gestos, incluso cuando mi altura y presencia física ya eran mayores que los
suyos (ella se quedó bajita y gordita, algo que celebré como venganza a mi
humillación) y no pude notar entonces que sus palabras me habían dejado más
huellas que la rabia del momento. Porque lo cierto es que durante mucho tiempo
me he visto como un tipo feo y de aspecto estúpido, incapaz de atraer a ninguna
mujer. Ahora me veo y compruebo que mi cara y mi cuerpo no tienen nada que
envidiar al de muchos otros y que hay gente más fea que yo, pero me costó que
fuera así y en parte me han ayudado otras mujeres, que me han hecho sentirme
atractivo, ya fuera por halagos o por su forma de tratarme.
Truffaut tuvo problemas
de atención de sus padres, algo que no me ha pasado a mí, especialmente en el
caso de mi madre, siempre bastante controladora de mis actos en los años en los
que viví con ella. Pero sin embargo, me noto cercano a él y al protagonista de
“El amante del amor” en la búsqueda del cariño y la aprobación de otras mujeres,
pues las primeras descalificaciones femeninas las experimenté en casa. Sé que
siempre he sido muy importante para ella, pero en ocasiones tuvo una forma
extraña de demostrarlo y me hizo sentir muy inseguro acerca de mis capacidades
al cuestionar muchas de las cosas que yo hacía o que me gustaban, al estilo de
esos maridos “calzonazos” de los sainetes, que viven arrinconados por las
broncas de sus mujeres. Quizá por eso me volví reacio al contacto físico y ya se sabe que para muchos hombres la madre es el modelo a
través del que perciben al otro sexo, por lo que ese aspecto, unido al
inicial rechazo causado entre mis compañeras de clase, me hizo convertirme en
alguien que se sentía a disgusto entre las mujeres, al verlas como fuente de
dolor. Y quizá entonces fue cuando desarrollé ese deseo de ser aceptado y
querido por ellas, del que no fui consciente hasta tiempo después.
Mis primeros flirteos
con mujeres fueron en los años universitarios y ahora me recuerdo como un
chaval especialmente torpe, incapaz de leer las señales que ellas mandaban en
positivo, siempre temeroso de que en el fondo me despreciaran aun cuando se
mostraban simpáticas conmigo. Recuerdo una anécdota del primer año de carrera
en el que se hizo una fiesta universitaria y al día siguiente me tenía que ir
a primera hora a casa de mis padres, a cierta distancia de la ciudad en la que estudiaba. Tenía el
problema de donde dejar la maleta, pues la residencia en la que me hospedaba
cerraba por las noches y no podía ir cargando con la maleta mientras iba de fiesta por ahí.
Una chica se ofreció a que la dejara en su casa y que volviera con ella a
recogerla horas más tarde, algo que acepté porque me quitaba el marrón de
encima, sin sospechar que esa invitación escondía otros motivos una vez que
volviera con ella a su casa después. Finalmente, al ver que conmigo no iba a
atar cabos (yo, a mis 18 años, seguía sin creerme que una mujer estuviera
interesada en mí) se lió con otro compañero avanzada la noche y tuve que
interrumpir la situación para pedirle que fuéramos a buscar la maleta, que el
autobús se iba a ir. Algo cómico-patético (como tantas peripecias en mi vida)
que me hizo sentir que le había fastidiado la noche a la chica y que seguro que
me odiaría a partir de ahí. El caso es que no, porque aunque después no
hablamos mucho, ella lo hizo de modo cordial y años más tarde fue ella la que
me buscó en las redes sociales, aunque lo cierto es que no hemos vuelto a
hablar. Tampoco llegamos a tener un pasado muy concreto que nos uniera más allá
de esta anécdota burlesca.
Meses después descubrí
el amor romántico de mano de una chica a la que conocí en una discoteca y con la que empecé a salir. Apenas unos pocos meses en los que hubo tiempo para que me dijera que me quería y para que no mucho después me dejara por otro que le gustó más. Si sentirme feo y estúpido para aquella compañera de clase en el colegio me sentó como un tiro, esta otra relación estuvo cerca de costarme la vida. Durante meses sufrí crisis de ansiedad hasta un amago de infarto que me hizo pensar que mi vida se acababa ahí, algo que por otra parte había deseado en las semanas previas, por el dolor que me había causado la pérdida de aquella chica, unido a la natural irracionalidad de los años juveniles. Resulta curioso cómo en el despertar de la vida es cuando estamos más dispuestos a acabar con ella, como si nos quemara el alma, hasta que nos acostumbramos a ella y luego ya no queremos irnos de ninguna manera. Pasaron años hasta que pudiera sentir algo por otra mujer, tentado como estaba de no volver a pasar por ese calvario al que llamaban amor. Pero dicen que Dios aprieta pero no ahoga y en mi caso ha sucedido algo así, pues he vuelto a amar. He conocido a diversas mujeres por las que he desarrollado varios tipos de amor y cariño y que me han ayudado a construir lo bueno que hay en mí, a afrontar mi parte más emocional y que me han enseñado a decir "te quiero", porque así me han hecho sentir. He comprobado que no debía tener miedo de las mujeres y que al fin y al cabo, todos buscamos afecto, así que he querido ofrecerles toda mi capacidad emocional y he tratado de hacerlas felices para devolverles todo lo bueno que me han aportado.
No se crean que ha sido todo de color de rosa en los últimos años, pues he querido brindar mi afecto a mujeres que se han reído de mí, a mis espaldas o directamente en mi cara, aprovechándose de mí, tomándome por un panoli o creyendo que buscaba cosas raras al interesarme por ellas (mientras algunas se dejaban querer por tiburones que solo buscaban una cosa, pero ya se sabe que el peor ciego es el que no quiere ver). En esos momentos ha vuelto esa sensación de vacío, de considerarme un idiota feo y enclenque incapaz de resultar atractivo, algo que no me sucede si los disgustos vienen por parte de un hombre. Por mucho que las culpara y tuviera claro que se habían portado como unas miserables, siempre me culpaba más a mí, porque seguía esa búsqueda de la aprobación femenina de los primeros años y cada fracaso lo veía como una afirmación de esas desazones infantiles, otra vez oía a mi madre diciéndome que era un atontado y a la compañera diciendo que conmigo ni de coña. Yo quería que me quisieran y quererlas a ellas, en una suerte de mezcla egoísta (de sentirme reforzado y de que dijeran lo bueno que yo era)-altruista (de dar a cambio la felicidad que me daban a mí). Y el deseo se mantiene, de hecho a veces pienso que si algún día soy padre me gustaría tener una hija para tratar de hacerla feliz y sentirse amada. Será por eso que siempre me emociona tanto esta escena de "Somewhere", dirigida por Sofia Coppola y que habla del reencuentro de un actor famoso (Stephen Dorff) con su hija (Elle Fanning), a la que tenía medio olvidada y que finalmente conquistará su corazón
Y el deseo supongo que también se manifiesta en la elaboración de este blog, que trato de mantener vivo por las peticiones de algunas mujeres que son lectoras y que prestan atención a mis historias y que se interesan por lo que digo, sin pensar que soy un atontado (al menos que yo sepa, jajaja). Y supongo que también se manifiesta en mi deseo de conocer más del mundo de las mujeres y en explorar mi propio "girly side", mis afinidades con ellas y los intereses que compartimos. Una manera de comprender a ese sexo por el que he querido ser aceptado. Una exploración que ha sido muy placentera, pues he logrado comprenderme a mí mismo en muchas cosas a través de ellas, así que es como una rueda que se retroalimenta a sí misma en sus giros. Quiero saber más de ellas y me siento a gusto entre ellas, como "El amante del amor". Y las veces que he sido poco considerado con alguna de ellas ha sido más que nada porque sentía que yo tampoco podría darle lo que ella necesitaba, así que he preferido dejarlo correr desde el principio y mejor no engañarla con falsas promesas, como se engañan y sufren tantas personas. Porque prefiero aparentar ser frío en un primer momento y ahorrar disgustos futuros a encandilar a alguien solo por mi beneficio y luego hacerla infeliz, es algo que no me sienta bien.
Empezaba hablando de redes sociales y quiero acabar también en esa órbita, con el final de la película "La red social", donde se narra la tortuosa creación de Facebook y donde se expone la teoría de que su creador siempre tuvo la espina clavada de la chica que lo mandó a la porra en los años universitarios y que seguramente lo hizo todo por demostrarle a ella de lo que era capaz, de que no era un perdedor, aunque no tuviera las mejores maneras de comunicarse con ella (no tuvo ese aprendizaje del mundo femenino tan necesario para los hombres). Y tras muchos dimes y diretes, la cinta termina con ese creador, ya millonario, solo en un despacho, mandando una solicitud de amistad a aquella chica. Una actitud que recuerda a la de muchos otros que estamos pendientes de las mujeres que apreciamos o amamos, en la búsqueda de una interacción que nos dé sentido y que nos muestre que esto vale la pena.
Empezaba hablando de redes sociales y quiero acabar también en esa órbita, con el final de la película "La red social", donde se narra la tortuosa creación de Facebook y donde se expone la teoría de que su creador siempre tuvo la espina clavada de la chica que lo mandó a la porra en los años universitarios y que seguramente lo hizo todo por demostrarle a ella de lo que era capaz, de que no era un perdedor, aunque no tuviera las mejores maneras de comunicarse con ella (no tuvo ese aprendizaje del mundo femenino tan necesario para los hombres). Y tras muchos dimes y diretes, la cinta termina con ese creador, ya millonario, solo en un despacho, mandando una solicitud de amistad a aquella chica. Una actitud que recuerda a la de muchos otros que estamos pendientes de las mujeres que apreciamos o amamos, en la búsqueda de una interacción que nos dé sentido y que nos muestre que esto vale la pena.