miércoles, 31 de diciembre de 2014

Un año más

El año 2014 toca ya a su fin y este es un momento en el que se aprovecha para hacer balances de todo tipo y en lo que se refiere a la cultura para sacar listas en las que se muestran opiniones sobre lo mejor y lo peor del año. El cine es una de esas especialidades donde estos días estamos viendo listas de todos los colores y si ustedes me lo permiten, voy a señalar las películas que mejor poso me han dejado, empezando con las vistas a principios de año y terminando con las vistas hace poco.

 


Joven y bonita, de François Ozon

La película comienza con Isabelle (Marine Vacth) perdiendo su virginidad con otro chico en una noche de verano en la playa, uno de esos típicos amores de vacaciones estivales que será el punto de partida en el despertar sexual de la joven. Poco después, ya terminado el verano y empezado el otoño comienza la andadura de Isabelle por el mundo de la prostitución, sin que sus padres ni sus compañeros de clase lleguen a sospechar lo más mínimo, a tenor de la seriedad de sus actos. A partir de ahí, Ozon nos muestra su peripecia a lo largo de varios meses, pespunteando sus andanzas con canciones de Françoise Hardy que hablan del amor adolescente, un amor que Isabelle no puede o no quiere sentir, siempre alejada de los chicos de su edad.

Isabelle habla poco y no es fácil saber lo que está pensando, si está alegre o triste y por eso es a través de su mirada cuando vemos si ella sufre o disfruta. Ozon no busca aleccionar y no hay grandes explicaciones sobre por qué Isabelle ejerce la prostitución, vista aquí como una de las clásicas derivaciones adolescentes para escapar de la realidad en esos años difíciles en los que se está construyendo la personalidad. Ella no se droga, no se emborracha, no se vuelve anoréxica ni se automutila, su manera de negociar con el dolor y la incertidumbre de la edad es a través del sexo con desconocidos, de hombres mucho mayores que ella, alejados de su día a día. Porque como dice un poema de Rimbaud del que se habla en la película, la seriedad no existe a los 17 años. Un toque nacional para una película muy francesa, en la que también se le da un aura intelectual al sexo, visto en muchas otras películas del país vecino.

François Ozon entrega una película muy interesante, que en ningún momento busca caer en el melodrama ni el tremendismo y que nos hace sentirnos como mirones de la vida de Isabelle, ya insinuado en el plano inicial, en el que se observa a la joven en la playa a través de unos prismáticos. También ayuda la labor de Marine Vacth, una modelo que hace sus primeros pinitos como actriz y que tiene una de esas miradas soñadoras y melancólicas que explican mucho más sobre su dueña que cualquier palabra que pueda decir, algo perfecto para el personaje de Isabelle.

 


Nebraska, de Alexander Payne

 A Woody Grant (Bruce Dern), un anciano con síntomas de demencia, le comunican por correo que ha ganado un premio. Cree que se ha hecho rico y obliga a su receloso hijo David (Will Forte) a emprender un viaje para ir a cobrarlo. Poco a poco, la relación entre ambos, rota durante años por el alcoholismo de Woody, tomará un cariz distinto para sorpresa de sus familiares.
 
“Nebraska” es una nueva muestra del cine de Alexander Payne, un director que ha hecho bandera de los perdedores en su filmografía (“Election”, “A propósito de Schmidt”, “Entre copas” o “Los descendientes”). Sus películas nos hablan de gente corriente, que vive lejos delas grandes ciudades de Estados Unidos donde tantas veces se ambientan las historias que vemos en pantalla, mostrando ese otro país que existe y que tantas veces se queda fuera de plano. Su visión siempre está a medio camino de la ironía y el cariño hacia sus protagonistas, que suelen ser tipos que buscan tener una vida mejor, aunque la realidad les devuelve una imagen mediocre. Natural de Omaha, capital del estado de Nebraska, Payne ha ambientado muchas de sus tramas en esas tierras y en su última película hace lo propio con el uso de un blanco y negro que refuerza la desolación física y moral de sus personajes. Al principio Woody nos parece un pobre viejo demente al que una promoción publicitaria le engaña y le hace creer que ha ganado un premio, pero a medida que pasa el metraje, el espectador sigue el punto de vista del hijo y vamos conociendo a ese anciano un poco más. Y es entonces que vemos lo suyo como una obsesión quijotesca, siendo él en parte consciente de estar haciendo el pardillo pero aún así siguiendo adelante porque es la última ilusión que tiene en una vida en la que siempre ha estado a merced de otros, que le han tomado como el pito del sereno. Por eso, al final el espectador se acaba identificando con Woody y compartiendo sus motivos.



Además de la puesta en escena de Payne, tan seca como efectiva, con la road movie como excusa para hablarnos de la condición humana, como ya ha hecho en otras de sus películas, hay que destacar la labor de su reparto. Especialmente a Bruce Dern, un veterano actor curtido en mil batallas, que logró una merecida nominación al Oscar por su otoñal Woody, aunque tampoco le va a la zaga June Squibb (también nominada al Oscar por este trabajo), que encarna a su dominante mujer, en un personaje que se convierte en una robaplanos profesional.
Una de esas películas donde aparentemente no pasa gran cosa, pero donde hay todo un manifiesto de emociones y sentimientos que muchas veces se intuyen más que se expresan, como suele pasar en la vida misma.
 
 

 El Gran Hotel Budapest, de Wes Anderson

Wes Anderson es un director que con los años ha creado un estilo propio muy reconocible. Todos sus filmes son una especie de cuentos para adultos caracterizados por temas recurrentes: el colorismo, personajes estrafalarios y bizarros, vestidos con una vestimenta muy característica que llevan durante todo el metraje, todo ello envuelto en grandes dosis de humor absurdo y ocasionales momentos dramáticos. A Anderson le gusta además construir los planos como si fueran viñetas, con una composición llena de pequeños detalles, que refuerza la sensación de cuento de todas sus obras. El cine de este realizador gusta o repele, no admite opiniones muy moderadas y yo me incluyo entre los que le aprecian, habiendo visto casi toda su filmografía.

"El Gran Hotel Budapest" es una historia para la que Anderson dice haberse inspirado en los escritos del escritor austriaco Stefan Zweig, que retratara en su momento la decadencia de la Europa clásica con el fin de los imperios históricos tras el final de la Primera Guerra Mundial y la llegada de los fascismos que desencadenarían la aún más violenta Segunda Guerra Mundial. Pero a Anderson el aspecto político y social no le interesa tanto como simple contexto para construir una trama acorde a sus fetiches habituales, ya reseñados.

Los primeros minutos ya prometen que vamos a ver una buena película, con una excelente puesta en escena de Wes Anderson, tan poco realista (insertando planos de miniaturas para simular los parajes de Zubrowka y el propio hotel, que por fuera parece una casita de muñecas) como efectiva (el meollo de la película es un triple flashback, con saltos temporales insertados de manera clara y precisa). El resto de la película no decepciona y es una ágil mezcla de cine de intriga y aventuras, salpicado con los personajes estrafalarios y el humor absurdo marca de la casa, que le da a la película el adecuado tono de farsa sin caer en el ridículo.

La película es un desfile de actores conocidos por el público medianamente cinéfilo, algunos habituales en el cine de Anderson (Bill Murray, Owen Wilson, Jason Schwartzman, Edward Norton, Willem Dafoe o Adrien Brody) y otros primerizos en su colaboración con el director, muchos de ellos con roles breves y cumpliendo adecuadamente con su labor. Pero uno destaca por encima del resto y ese es Ralph Fiennes, que con su Gustave H. borda una de las grandes interpretaciones de su carrera. Ese conserje exquisito, pedante, amanerado y gerontófilo, vestigio de un mundo condenado a desaparecer, es uno de los papeles que siempre se recordarán cuando se repase su trayectoria.

"El Gran Hotel Budapest" es una película excelente que gustará a los fans de Wes Anderson y puede que consiga cautivar a alguno de los que miran con precaución su cine, por considerarlo material de consumo para modernillos y hipsters (entre quienes Anderson tiene mucho predicamento, cierto es). Sea como fuere, tampoco quiero llevar a engaños, porque Anderson es más un director de culto, de los que gustan de hacer un cine más personal, sin estar pendiente de la mayoría. Así que si se va a ver una de sus películas buscando un "Resacón en Las Vegas", lo más probable es salir decepcionado. Si no, se disfrutará con la deliciosa narración, animada por una obra sonora del siempre magnífico Alexandre Desplat.

 


Frances Ha, de Noah Baumbach

“Frances Ha” es la última película de Noah Baumbach, un director curtido en la esfera independiente, con cintas como “Una historia de Brooklyn”, “Margot y la boda” o “Greenberg” y que también ha trabajado con Wes Anderson como coguionista de “Life Aquatic” y “Fantástico Mr.Fox”. Baumbach es uno de esos directores que entran de pleno en la categoría de arquetipo de director del Festival de Sundance, autor de un cine con un punto “cultureta”, rayano en lo pretencioso pero interesante. Con los años parece haber ido modelando ese estilo y ahora resulta bastante más pulido (y más logrado) que en sus inicios, siendo sus dos últimas películas (las mejores) un tratado sobre unos personajes inmaduros que se ven obligados a dar un paso adelante para no quedarse atrás del resto del mundo. “Greenberg” era la historia de un hombre maniático y despreciable que descubría sus carencias emocionales a través de la relación con una mujer sencilla y bondadosa y “Frances Ha” habla de la necesidad de evolucionar de una mujer de veintitantos años que se resiste a dejar atrás la postadolescencia. La mujer en ambas películas es la prometedora Greta Gerwig, también curtida en numerosas películas independientes, pareja de Noah Baumbach en la vida real y coguionista de “Frances Ha”.

Frances quiere ser bailarina y mantiene esa inocencia de la juventud de luchar por los propios sueños, dejando pasar oportunidades más estables para encauzar su vida. La gente que conoce empieza a emparejarse y tener hijos, a cumplir el ideal pequeño-burgués de sentar la cabeza, algo con lo que ella no se siente identificada. A Frances le gusta jugar a pelearse con su mejor amiga Sophie (Mickey Sumner, hija del cantante Sting) y no preocuparse mucho por los chicos ni por la estabilidad material. Será en el momento en el que Sophie siente la cabeza cuando Frances se planteará hacer lo mismo, aunque con resultados lejanos a lo deseado, con el absurdo cotidiano invadiéndolo todo.

“Frances Ha” podría ser vista como la versión modernilla de Bridget Jones, con una actriz atractiva por su normalidad que no encaja en el ideal hollywoodiense, viviendo aventuras un poco locas en un entorno urbanita. Pero la película de Baumbach va más allá del petardeo y de la búsqueda del príncipe azul (uno de los personajes tilda a Frances de espantachicos) y sigue una senda que recuerda a la serie “Girls” en su trazado de las desventuras cotidianas de un puñado de veinteañeras en Nueva York sin resquicio para sentimentalismos. Frances puede darnos risa o pena según el momento, pero siempre provoca ternura por su autenticidad a veces algo tontorrona.

Baumbach homenajea al cine independiente americano de los 90 y a la “nouvelle vague” francesa con un blanco y negro que refuerza esas pequeñas miserias cotidianas de amistades que se pierden sin un motivo concreto, trabajos precarios, dificultades para llegar a fin de mes, cambios de piso y compañías y niños de papá que van de artistas y se limitan a vivir del cuento. Una película que sabe reírse de sí misma y de la gente que retrata pero sin hacer sangre, como el encanto que destila su actriz protagonista, una Greta Gerwig que se mueve como pez en el agua en personajes un poco marcianos y reales como la vida misma por esas mismas marcianadas.

 


Begin Again, de John Carney

Si en “Once”, Carney hablaba del enamoramiento de dos músicos callejeros, en “Begin Again” habla, entre otras cosas, del distanciamiento de los músicos al llegar al éxito (seguramente inspirado por la realidad, ya que la pareja de “Once”, que también lo fueron en la vida real, se separaron al no poder digerir el éxito de la película). Dave (Adam Levine) y Gretta (Keira Knightley)  parecen la pareja perfecta, son jóvenes, guapos, se entienden a la perfección y él canta las canciones que ella le escribe, lo que lleva a firmar un jugoso contrato con una discográfica. El inicio del éxito de Dave y el progresivo arrinconamiento de Gretta será lo que les separe. Por su parte, Dan (Mark Ruffalo) es un productor musical que ha perdido la fe en lo que hace, incapaz de encontrar un sonido que le inspire hasta que la casualidad le pone ante las narices el talento de Gretta, acostumbrada a estar en la sombra y que con Dan tendrá la opción de llevar a cabo algunos de sus sueños. A ambos les une la inspiración artística y la desesperación y entre ambos se irá construyendo una amistad que les hará replantearse muchas cosas.

“Begin Again” es una película musical, aunque no un musical al uso, pues aquí los actores no se ponen a bailar de repente ni les siguen decenas de extras que casualmente interpretan la misma coreografía con gran precisión. Lo que sí hay es varios momentos de interpretación de las canciones que Gretta compone y canta para el disco que Dan le produce y que son interpretadas en varios rincones de Nueva York, grabadas al aire libre, con los ruidos y el ritmo de la ciudad como fondo sonoro. Y es la propia Keira Knightley quien canta las canciones, sin dobles, defendiéndose bastante bien y con una voz bonita.

Además de cantar, Knightley deja por un momento los personajes de época en los que se ha especializado y aunque aquí se lleva su parte de drama, tiene la oportunidad de interpretar a un personaje más luminoso y relajado que la mayoría de los roles que ha hecho hasta ahora. Así que cambia corpiños y enaguas por pantalones anchos y vestidos veraniegos para lucir un aspecto acorde con la chica tímida de inquietudes artísticas que trata de encontrar su hueco. Ella y Mark Ruffalo (un buen actor muchas veces relegado a papeles secundarios de los que saca todo lo posible por mala que sea la película y que ahora tiene la oportunidad de ser al fin reconocido por el gran público por su intervención como Hulk en “Los vengadores”) hacen un buen trabajo y logran una gran química entre sus personajes, dos seres heridos que tienen la oportunidad de crecer gracias al otro y de volver a empezar, tal como reza el título. Pero además de Knightley y Ruffalo, el resto del elenco está a la altura de las circunstancias, incluido un Adam Levine en el que yo no confiaba mucho y que sabe componer con acierto un personaje que podría haber sido el capullo de manual, pero que tiene más aristas.

Sin embargo, a la película se le puede reprochar no dar un poco más de relevancia a la mujer e hija del personaje de Ruffalo, de las que se echa en falta saber un poco más y acaban definidas en pocos trazos. Un defecto que no acaba afectando a que la película deje un buen sabor de boca con una historia que mezcla con acierto comedia y drama y suena auténtica, sin que las emociones parezcan recalentadas.

 
 
Perdida, de David Fincher

“Perdida” nos habla de un pueblo del estado de Missouri en el que todo es apacible hasta que las cosas se complican y sale a relucir lo peor de cada uno. Nick Dunne es un hombre respetado por su carácter apacible hasta que empieza a ser señalado como sospechoso de la desaparición de su mujer y muchos de sus vecinos empiezan a mirarle con malos ojos y los programas sensacionalistas de televisión que se hacen eco del caso no dudan en culpabilizarlo abiertamente, alimentando la espiral de hostilidad. Da igual que no existan pruebas contra Nick, todo parece señalarle como culpable y con eso basta para una masa embrutecida por el morbo y por la necesidad de buscar un chivo expiatorio.
 
Fincher nos ofrece con mucha ironía todo este panorama y muestra su buen ojo en la elección de Ben Affleck como protagonista, un actor que cuenta con muchos detractores por su limitada capacidad interpretativa y que ha encontrado su redención en una interesante carrera como director (“Adiós pequeña, adiós”, “The Town. Ciudad de ladrones” y la oscarizada “Argo”), aunque sigue siendo objeto de polémicas, como cuando mucha gente protestó por su elección para ser el próximo Batman en la gran pantalla. De este modo, Affleck es pintiparado para dar vida a ese personaje que no parece meterse con nadie y sobre el que recaen una serie de acusaciones y presiones.

No quiero olvidarme tampoco de la otra piedra angular de la historia, la mujer perdida del título, sobre la que es mejor decir lo menos posible para que el espectador descubra lo que sucede con ella. La británica Rosamund Pike interpreta a un personaje que a buen seguro la hará dar ese salto que prometía desde hace años, tras debutar como chica Bond en “Muere otro día” (una de las cintas más infames de la saga Bond, que jubiló a Pierce Brosnan del personaje). Pike ha estado en películas como “Orgullo y prejuicio”, “Los sustitutos”, “Jack Reacher” o “Bienvenidos al fin del mundo”, mostrando su pálida belleza y siempre como comparsa del protagonista de turno. En “Perdida”, su Amy es pieza fundamental de la narración y le da la oportunidad de mostrar sus habilidades interpretativas, al servicio de un personaje que a buen seguro será recordado con el paso de los años.

No resulta fácil hacer una crítica de “Perdida” sin destripar partes esenciales de una película que tiene varios giros de guión a lo largo de sus casi dos horas y media de metraje. La premisa de la mujer desaparecida repentinamente es solamente el punto de partida para la historia urdida por Gillian Flynn, primero en formato de novela y ahora adaptándose a sí misma haciendo de guionista de la cinta de Fincher. Uno de los errores de muchos cineastas es tratar de buscar la originalidad a toda costa, de decir “esto está muy visto” y de querer dar el siguiente paso aún haciendo el ridículo o de espectadores que lo están esperando y se tragan auténticos bodrios con pretensiones. Lo cierto es que (casi) todo está ya inventado y es en las historias de siempre donde están los inicios de buenas o grandes películas, todo depende de las manos en las que se pongan.  Cuando acabo de ver “Perdida” no dejo de pensar que lo que acabo de ver no deja ser un argumento que podría encajar en un telefilme de sobremesa o en uno de esos culebrones de baratillo donde cada momento trascendente se destaca con un “tatachán” de la música. Pero sin embargo, Fincher tiene el oficio suficiente como para ir más allá de todo eso.
 
Una película que acaba con el mismo plano con el que empieza, cuando las circunstancias son muy distintas tras el viaje que hemos hecho y lo que podíamos intuir al principio cambia totalmente cuando lo volvemos a ver al final. Solamente ese plano es una muestra de que tras la cámara hay alguien que sabe lo que se hace.

 


Dos días, una noche,  de los hermanos Dardenne

Los hermanos Dardenne, Jean-Pierre y Luc, son una pareja de directores belgas que se han hecho un nombre en el cine europeo con sus tramas de realismo social y su uso naturalista de la cámara, tantas veces pegada al rostro de sus protagonistas, como si nos pusieran a los espectadores a mirar fijamente a sus personajes. Filmes como “Rosetta”, “El niño”, o “El niño de la bicicleta” son buena muestra de un cine que parece más destinado a festivales que a llenar salas de cine, pero que tiene un indudable interés. En “Dos días, una noche”, Sandra (Marion Cotillard) es una mujer que va a ser despedida y dispone de un fin de semana para ir a ver a sus colegas y convencerlos de que renuncien a su paga extraordinaria para que ella pueda conservar su trabajo. Su marido (Fabrizio Rongione) es quien le da la idea y quien la acompaña para apoyarla y evitar que se rinda, dado su carácter depresivo.
 

En una época de crisis, donde mucha gente ha perdido su trabajo y eso le supone algo cercano a una declaración de muerte, por la gran dificultad para encontrar algo similar, los Dardenne proponen una trama que suena a reality show cruel, donde una pobre mujer debe tratar de convencer a otros para no ser despedida. En ese fin de semana, Sandra tendrá que superarse a sí misma y a sus limitaciones emocionales, para tratar de buscar un resquicio de esperanza. La enseñanza que nos deja la película es la capacidad que puede tener una persona de cambiar su destino con las circunstancias en su contra y de descubrir que en el mundo hay de todo, desde gente que se solidariza con ella a gente a la que le preocupa su propio bienestar y la suerte de ella no le importa en absoluto. Y a todo eso hay que sumarle a una estupenda Marion Cotillard, especializada en papeles de sufridora profesional y que aquí plasma muy bien a esa Sandra que necesita la ayuda de otros para seguir hacia adelante, en una película que en cierto modo es más luminosa que otras de los Dardenne, donde sus personajes estaban condenados al fracaso desde el principio.

 


Nunca es demasiado tarde, de Uberto Pasolini

El director de “Nunca es demasiado tarde” deja claro desde el principio que nos va a ofrecer una historia sencilla, narrada con concisión, al estilo de su protagonista, un hombre que se dedica a organizar el mejor entierro posible a aquellas personas que mueren sin compañía y que no son reclamadas por nadie. John May (Eddie Marsan) es un tipo solitario, de aspecto gris, muy metódico, al que le gusta hacer siempre las cosas de la misma manera, ya sea organizando los expedientes de aquellos muertos de los que debe ocuparse o sus propias rutinas personales. Enseguida entendemos que John es un hombre que está tan solo como las personas de las que se encarga y que quizá por saber lo que se siente en esa situación, quiere hacer lo mejor posible con ellos, dándoles un digno último adiós.


Para encarnar a uno de estos personajes de personalidad adusta es clave tener a un buen actor que sepa transmitir su vida interior de forma convincente y eso lo consigue con creces Eddie Marsan. Y es que Marsan es uno de esos intérpretes británicos especializados en papeles secundarios que siempre cumplen a la perfección. A muchos les sonará su cara de haberle visto de malo contra Will Smith en “Hancock” ó de alguna de las muchas películas en las que ha participado, como “Happy: un cuento sobre la felicidad”, los Sherlock Holmes protagonizados por Robert Downey Jr., “War Horse” o “Bienvenidos al fin del mundo”, entre muchas otras. Marsan se ha especializado en su carrera en sujetos poco amigables, pero aquí consigue rayar a gran altura con su John May, un tipo tan curioso como entrañable, que mantiene su ética de trabajo y sus convicciones en todas las circunstancias.


Uberto Pasolini es sabedor de que resulta mucho más poderoso insinuar y contener el llanto que caer en la pornografía emocional y el melodrama. Y eso es algo que está presente en el tono suavemente dramático de toda la película, que nos impregna desde el primer momento hasta emocionarnos profundamente en un final cargado de lirismo. Una película sencilla y disfrutable que hace bueno aquel dicho que afirma que las mejores esencias se guardan en frascos pequeños.

 


Mr. Turner, de Mike Leigh

El británico Mike Leigh siempre ha sido uno de esos cineastas que ha hecho las películas que ha querido, demasiado personal para ser considerado un artesano, como su paisano Stephen Frears y tampoco atribuible al realismo social tan típico de aquella cinematografía, pues a pesar de la observación de la realidad que tiñe muchas de sus obras, Leigh nunca ha pretendido ser un Ken Loach. Y en cierto modo, la actividad profesional del realizador de películas como “Secretos y mentiras”, “El secreto de Vera Drake” o “Happy, un cuento sobre la felicidad” es coherente para retratar a un pintor que se movió a dos aguas, entre el romanticismo y un primer impresionismo.  Cuadros como “El Temerario remolcado a dique seco” o “Lluvia, vapor y velocidad” nos hablan de un artista que no quiso conformarse con pintar paisajes y objetos con total exactitud, sino que quiso reflejar la sensación de la visión humana ante los mismos, con brochazos sueltos y sin acabar de definir del todo las formas, para capturar la sensación del momento, como si la acción se estuviese desarrollando ante nosotros.
 
Leigh centra su película en el último tercio de la vida de Turner, desde mediados de los años 20 del siglo XIX, cuando ya es un artista reconocido, hasta su muerte, en 1851. Así, le vemos trabajar en sus pinturas y en sus relaciones con otras personas, donde no fue tan diestro como en su arte. Aunque estuvo presente en la vida artística de su época y trabó contacto con otros pintores, no fue muy dado al politiqueo y la compra de intereses que tantas veces contamina al mundillo cultural. Y en sus aventuras amorosas, vemos que tuvo una relación con una mujer con la que tuvo dos hijas a las que no prestó mucha atención y cuya existencia ocultó ante los demás, antes de pasar los últimos años de su vida junto a otra mujer a la que conoció en uno de sus viajes en búsqueda de la mejor forma de capturar la luz solar. Todo ello marcado por la presencia de su padre, con el que estuvo muy unido y cuya muerte le causó una profunda impresión y de su ama de llaves, una mujer no especialmente agraciada que estuvo a su servicio durante años de forma fiel y a la que usó como ocasional refugio sexual, en una de las licencias históricas que confiesa haberse tomado el director para desarrollar la trama.

Da gusto como Leigh sigue las tradiciones del biopic a la manera que Turner las de la pintura de su tiempo y difumina el trazo de la misma manera, dejando la información para que la vayamos absorbiendo. En “Mr. Turner” no hay desarrollo ni flashbacks de la infancia del artista, de la que se nos da una idea en breves líneas de diálogo, así como tampoco se le pinta como un incomprendido prodigioso que experimenta grandes sufrimientos y tiene alguna historia de amor redentor. No hay una gran lección o cambio vital, pues Turner acaba la película siendo básicamente el mismo que cuando la empieza, como un tipo poco agraciado físicamente, algo cascarrabias, que muchas veces expresa sus emociones con gruñidos y que no aspira a cambiar el mundo que le rodea ni la historia del Arte. De hecho, Turner asistirá con curiosidad al nacimiento de la fotografía como nuevo medio de reproducir la realidad, como parte de ese mundo mecanizado de la Revolución Industrial que se abría paso llevándose por delante lo tradicional, tal como reflejó en los cuadros antes citados. En uno se escenificaba el ocaso de un viejo buque de madera arrastrado por uno metalizado y motorizado y en el otro la llegada de un tren humeante a un paisaje agreste.

 
Otro de los aspectos a destacar es la magnífica interpretación de Timothy Spall, habitual del cine de Mike Leigh, que sin grandes alardes está excelente en su recreación de Turner y se merece todos los premios que le puedan dar por este trabajo. Un reconocimiento merecido para un actor con más de 30 años de carrera a sus espaldas y cuyo rostro de perro pachón podemos encontrar en infinidad de películas, algunas de escasa repercusión y en otras más exitosas, como la saga de Harry Potter, donde daba vida al personaje de Colagusano o en “El discurso del rey”, donde fue el mismísimo Winston Churchill.
 
 
A Leigh se le puede reprochar una cierta morosidad que hace que en ocasiones la película se haga un poco larga, aunque ello es fruto de una trama en la que no existen agarres fáciles para el público, al estilo del personaje que se retrata, no muy dado a la empatía. Esa inmersión de la película en el carácter del personaje se deja notar también en la excelente fotografía de Dick Pope, habitual en el cine del director y que aquí propone una paleta de colores que habrían hecho soltar un gruñido de aprobación al propio Turner, mostrando un tono visual que resulta bello sin caer en el preciosismo.

 


Hermosa juventud, de Jaime Rosales

Y si antes hablaba de los hermanos Dardenne y de su cine de realismo social y la propuesta de la crisis y el desempleo en “Dos días, una noche”, en similares coordenadas se mueve “Hermosa juventud”, del español Jaime Rosales, para mí la mejor cinta española del año, a falta de ver la comentada "Magical Girl". En ella nos cuenta la peripecia de Natalia (Ingrid García Jonsson) y Carlos (Carlos Rodríguez), dos jóvenes enamorados que luchan por sobrevivir en la España actual. Sus limitados recursos les impiden satisfacer sus deseos y no tienen grandes ambiciones porque no albergan grandes esperanzas.
 
Director de películas más ariscas para el gran público, como “Las horas del día”, “La soledad”, “Tiro en la cabeza” o “Sueño y silencio”, Rosales ha optado por una narración más accesible, protagonizada por una serie de personajes de clase media-baja que sufren las consecuencias de la crisis. Con un estilo más expositivo que aleccionador, la película nos sumerge en el universo de difícil salida de aquellos a los que Victor Hugo llamó “miserables” en su famosa novela, los parias y los desamparados, fusionados en un único mundo fatídico.
 
De esta película cabe resaltar la labor de Ingrid García Jonsson, joven actriz de padre sevillano y madre sueca, que resulta ser una de las revelaciones del año y que se sumerge con mucha verdad en el rol de una chica que se queda embarazada de su novio y lucha por salir adelante ante una situación deprimente en la que la mayoría de los que le rodean tienden a resignarse. Ella es la luz de una película de las que se disfrutan en plan masoquista, porque dejan desazón en el cuerpo pero también la impresión de haber visto un pedazo de buen cine.
 
A falta de unas horas para que termine el año no puedo evitar acordarme de las cosas que han ido sucediendo a lo largo de estos meses, buenas, malas y regulares, pero sobre todo lo rápido que ha pasado. Examinando las películas que había visto a principios de año y recordándolas me he sentido como si las hubiera visto el mes pasado, no más allá. Y es que es increíble lo corto que se hace el tiempo, que se nos escapa como arena entre las manos, sobre todo a medida que transcurren los años, porque cuando era chavalín los años tenían una gravedad mayor a la hora de transcurrir y ahora van que se las pelan. Sin embargo, hay cosas que nunca cambian y esta Nochevieja me vestiré para salir de fiesta con el grupo de amigos del colegio, antes iré a casa de mi tío a comer las uvas y tras las campanadas saldré con mis primos a tirar petardos al balcón y a disfrutar de esa ceremonia de iniciación que venimos practicando desde antes de que empezara este siglo. Hubo un año en el que no pude estar, pues por cuestiones de trabajo me tuve que quedar en la ciudad en la que estaba por entonces, lejos de mi lugar natal. Era la Nochevieja del 2009 y el paso al 2010, momento en el que Televisión Española suprimiría la publicidad en sus emisiones. Yo seguí en La 1 las campanadas y me llamó la atención que lo primero que emitieron tras el acto fue una antigua actuación de Mecano con su canción "Un año más", que hace referencia a esta transición anual y lo que ello supone. Lo cierto es que conocía el tema de antes, pero dadas mis circunstancias en aquella Nochevieja, lejos de casa y sin nada que hacer tras el inicio del año, consiguió llegarme. Y con "Un año más" quiero despedir este 2014, para mí menos bueno de lo que me hubiera gustado, pero aún así con momentos agradables. Nos seguimos leyendo en 2015.


martes, 23 de diciembre de 2014

El bizarrismo en los villancicos

Estamos ya en plena época navideña, como bien indican los anuncios que nos incitan a comprar y los que se han unido en los últimos años a causa de la crisis, que hacen gala de una sensiblería vergonzante. Hablo de esos anuncios cuyo nombre no diré porque paso de entrar en su rueda de dar que hablar y que nos cuentan (de forma tan cutre que dan risa involuntaria, con música en la que el propio cantante ya está lloriqueando, la pornografía emocional que no falte) que a pesar de que mucha gente en este país esté puteada a base de bien, los españoles somos gente generosa y alegre que siempre sabemos seguir hacia adelante y tomárnoslo con humor. Y si alguno se lo traga, fetén, como los anuncios gubernamentales de que la crisis ya es historia, no hay más que salir a la calle para verlo, claro que sí, está todo el mundo encendiendo habanos con billetes de 500 euros.

Pero más allá de propagandas de productos y servicios públicos y privados que nos tocan las narices cuando pensamos mínimamente en ellos, sabemos que estamos en Navidad con la presencia de esas cancioncillas que ya suenan por doquier en supermercados y grandes almacenes. Me refiero, como no, a los villancicos, esas tonadillas que nos hablan de la celebración del nacimiento de Cristo. Y hay uno del que quiero hablar, porque siempre me ha llamado la atención por el tono bizarro de su letra, el de "Hacia Belén va una burra".


Veamos, más allá de que le demos credibilidad a la historia bíblica, digamos que a los villancicos les pasa como a los relatos de ciencia ficción, que una vez aceptado el mundo que han creado le pedimos una cierta coherencia y que no desfasen. La mayoría de villancicos nos hablan del nacimiento de Cristo y la alegría que supone, pero lo que tiene de bizarro este "Hacia Belén va una burra" es que desarrolla su historia una vez el nacimiento se ha producido y ya Jesucristo interactúa con la Virgen María y San José como en cualquier otra familia, con momentos de costumbrismo. La canción arranca con la llegada a Belén de una burra cargada de chocolate y todo el instrumental para hacerse una taza de chocolate como Dios manda (nunca mejor dicho), algo del todo imposible pues el chocolate no salió de América hasta la llegada de Colón y los suyos, varios siglos más tarde, pero los creadores de este villancico debieron pensar que ya puestos a meter licencias históricas pues el chocolate podía caber. Y lo que causaba la llegada del chocolate era que la Virgen tenía que ir corriendo al portal porque Cristo y San José se estaban poniendo tibios y ella tenía que poner orden como buena ama de casa, quizá con la zapatilla en la mano amenazando a los glotones con dejarles sin cenar, en una especie de escena de sainete.

La siguiente estrofa nos cuenta que en el portal de Belén han entrado los ratones y a San José le han roído los calzones, así que si lo del chocolate, además de tener sinsentido histórico, les puede parecer ridículo, este otro suceso no lo es menos. Aquí supongo que quisieron transmitir la pobreza de esa familia, que veía su morada aquejada de roedores, en una suerte de estampa de realismo social en la que solo faltaba que se dijera que San José estaba en el paro sin cobrar subsidio y la canción impelía nuevamente a la Virgen a que fuera corriendo a poner orden. Y en ese sentido de ambiente neorrealista se plantea la última estrofa, en la que se afirma que unos gitanillos entran en el portal de Belén a robarle los pañales a Jesucristo, como si la acción discurriera en un pueblo del Sur de España o del Este de Europa y detrás viniera la Guardia Civil a detenerlos. Pero ahí no hace falta Guardia Civil porque, una vez más, la Virgen María tiene que ir corriendo (esta vez volando, según dice el villancico, la urgencia era aún mayor) a ver si es capaz de detener el hurto, quizá con las mismas artes con las que había disuadido a Cristo y San José para que dejaran de ponerse ciegos a chocolate, que luego no cenaban.

Estos tres cuadros costumbristas están engarzados por una rima, bastante forzada, que habla de alguien que se remendó algo y luego se lo quitó, como arrepentido o poco satisfecho con el remiendo concienzudo que había hecho. Quizá era la Virgen remendando los calzones que los ratones le habían roído a San José, invadida en su trabajo por las constantes llamadas a que fuera arreglar los entuertos en los que se veían implicados su esposo y su hijo, en una metáfora clara de que nada mejor que las madres de antes para afrontar las vicisitudes domésticas como nadie. Como la Virgen es la madre de todos, fue también la primera en decir "hombres, si es que no se os puede dejar solos".


Como ven, nada como la ironía para tratar de desentrañar el sentido de una popular canción que nos acompaña todas las Navidades y que siempre me ha llamado la atención y me ha hecho gracia a la hora de proponer una situación que no tiene mucho que ver con la llegada de Cristo al mundo y su repercusión.


Si ya me preguntan cuál es mi villancico favorito, les diré que el del tamborilero, por su aire nostálgico. Y me gusta aún más en la versión en inglés que cantó Frank Sinatra, que siempre escucho en estas fechas y de la que nunca me canso.


Aprovecho para desear felices fiestas a todos los que siguen pasando por aquí. Nos seguimos leyendo.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

La política televisada es tendencia

Hasta hace muy poco los sábados en lo que respecta a la televisión eran territorio para programas destinados a gente de mediana y tercera edad. El sábado es el día por excelencia para salir de casa por la noche y aunque, como en todo, hay excepciones, los que se quedan en casa a ver la televisión son padres que están criando a los hijos y no se pueden escapar y personas con una cierta edad, que han abandonado la vida nocturna por saturación o falta de ganas. Así, el programa de sábado noche por excelencia durante muchos años ha sido "Noche de fiesta", apadrinado por José Luis Moreno, viejo zorro que sabe lo que quiere el gran público y que incluyó actuaciones musicales en directo (daba igual que el playback se notara), momentos picantones con desfiles de lencería, para que los señores alegraran la vista y momentos de humor, con las famosas matrimoniadas, que acabaron convirtiéndose en serie propia.



Una de las cosas que menos me gustan es ponerme a ver la televisión por la noche. Nunca me ha gustado ni he entendido ese ritual de arremolinarse en grupo a ver algún programa que no quiero ver y que otros tampoco quieren ver, solo como pretexto para sentarse juntos y comentar cosas, porque las charlas se pueden mantener en cualquier momento sin necesidad de ruido de fondo o de criticar a este o aquel que sale en la televisión, en plan mesa camilla. Ahora la mesa camilla ha pasado por el filtro de los nuevos tiempos y es habitual que la gente se ponga a ver programas en grupo (lo más malos posible) para irlos comentando en Twitter y echar el rato antes de irse a dormir. Antes del auge de Internet, en esos momentos en los que se supone que teníamos que estar viendo la tele yo salía a la calle a dar un paseo y ahora simplemente paso de la televisión y veo lo que me apetece, no lo que se supone que tengo que ver. Debo ser de los pocos a los que les da un poco igual lo de la resintonización de los canales, porque lo cierto es que solo uso la tele para ver DVDs y si quiero recuperar algún programa, hoy es fácil encontrar lo que sea en la red de redes.


Precisamente, a través de Internet me he enterado del gran incremento de programas de debate en las televisiones, algo que me ha dejado pasmado. Hasta hace muy poco, un debate en televisión era como un documental de La 2, eso que pedían los que querían pasar por cultos y que ni ellos mismos soportaban, algo a evitar por unos canales que no querían hacerse el harakiri en términos de audiencia. Pero héte aquí que un efecto colateral de la crisis ha sido incrementar el interés de muchas personas en saber cómo funciona la política y los tejemanejes que se producen día a día. Recuérdese que en ninguna conversación de amigos se hablaba de política en este país, eso parecía algo reservado a los mayores que seguían echando de menos los tiempos del franquismo o la Guerra Civil. Y ahora la gente quiere saber sobre el tema, cuando a muchos les han cortado las alas y quieren saber por qué no encuentran trabajo o por qué se empobrecen cada vez más mientras otros se lo llevan muerto. Las televisiones han olido la sangre y como tiburones se han lanzado a la lucha por ver quién emite el programa de debate más concienzudo, con ciertos toques de espectacularización que amenazan convertir a un género que siempre ha sido serio en un reality show más, donde los más frikis o desvergonzados son los que logran más éxito.


Ahora, los sábados en televisión están caracterizados por los debates, que siguen muchos de aquellos que babeaban con los desfiles de lencería o se reían con el humor de sainete de las matrimoniadas. Yo lo he notado por mi madre, que cada dos por tres me está glosando lo que sucede en esos programas y por qué debería verlos y eso que ella nunca ha mostrado especial interés en las cosas políticas, es de las que los califican por sus pintas, de modo que los guapos ya tienen algo ganado ante los feos. Fue ella la que me habló también de la polémica entrevista que concedió Pablo Iglesias, el líder de la formación Podemos al canal 24 Horas de Televisión Española.


Habida cuenta de quién gobierna y quién controla Televisión Española, no cabe duda de que el periodista cumplió con su deber, siendo la voz de su amo. No sé hasta qué punto fue por presión interna, por ganas de destacar (hay mucho gilipollas con ego en este gremio, con muchos de ellos ya he tenido la ocasión de toparme) o por una mezcla de ambas cosas. Pero lo cierto es que más allá de la polémica parece ser que a los de arriba les gustó y a buen seguro eso le puede proporcionar réditos para en el futuro ser un paniaguado al servicio de algún político de la cuerda que ha defendido, que hay varios casos por ahí de periodistas que renunciaron a la parcialidad y les ha ido bastante bien.


De cualquier modo, todo esto no es más que ruido y pasatiempo que no creo que vaya a cristalizar en nada. Dicen que mucha gente está indignada y que las encuestas dan ganador a Podemos para las próximas elecciones, pero uno siempre ha sido bastante descreído para las utopías. Primero, porque no creo que vaya a empezar a llover dinero del cielo si eso sucede, si acaso podría ser peor porque las potencias verían con recelo el gobierno de un partido digamos no "socialdemócrata" y este país, con la poca industria que genera, necesita de la ayuda externa como el comer, nos guste más o menos. Y segundo y más importante, no creo que ese triunfo electoral termine ocurriendo, porque en las encuestas también se dice que se ven los documentales de La 2 y no el "Sálvame Deluxe", del dicho al hecho hay mucho trecho. Yo recuerdo las primeras elecciones que hubo tras el franquismo, en 1977, donde el Partido Comunista, que había sido el gran ogro que amenazaba España, según la retórica de la dictadura y que se las prometía felices para liderar el cambio después de décadas de oposición, apenas sacó 20 escaños. A muchos se les quedó una cara de tonto bastante importante al verse claramente superados por el PSOE y la UCD, un partido de centro-derecha formado deprisa y corriendo con gente formada por aperturistas del franquismo (no es que hubiera por ahí ningún revolucionario) y que contaba con el atractivo de un líder promovido por la Corona, con aspecto de galán de cine que enamoró a mucha gente que opinaba de la política como mi madre. Véase por cierto, como el discurso del derechismo no ha cambiado mucho en estos años, ni tampoco los problemas de este país.


Así que no sé si mi madre tiene razón y es mejor que nos tomemos la cosa política como un desfile de caras, que hacen bueno aquello del mismo perro con distinto collar. Porque países como el nuestro son "another brick in the wall", otro ladrillo en el muro, como cantaban los Pink Floyd. Entidades supeditadas a ser la voz de su amo de otros y beneficiarse de las migajas si toca, porque estos recortes de ahora estaban dictados y se hubieran producido igual aunque estuviese otro partido en el poder, porque el verdadero poder está en otro lado, como tan bien se señalaba en la estupenda "El señor de la guerra".


martes, 9 de diciembre de 2014

Cosas de la escritura

Los países escandinavos (Suecia, Dinamarca, Finlandia y Noruega) siempre han sido puestos como ejemplo de cómo se deben hacer las cosas, por el alto nivel de vida del que gozan sus ciudadanos y la buena consideración de su sistema educativo. Y por otra parte, son lugares con un alto índice de enfermedades mentales y suicidios, seguramente influidos por un clima poco agradable, con muchos meses de frío y escasas horas de exposición solar que afectan a sus gentes. Todo ello ha sido reflejado a través de ciertas manifestaciones culturales, como la novela negra, de gran éxito en aquellas latitudes (y no sólo por la famosa trilogía de Stieg Larsson) y con tramas donde siempre acecha el caos y la sinrazón bajo el orden aparente. Algo a lo que tampoco ha sido indiferente el cine, con autores como Ingmar Bergman, Lars von Trier o los hermanos Kaurismaki, que siempre han retratado, cada uno a su manera, al ser humano y el sentido de la vida con un alto índice de bizarrismo. Unos países que, a pesar de todo, nos superan en muchos aspectos, algo que viene sucediendo desde hace décadas, cuando en Suecia se producían películas en las que se hablaba abiertamente de sexo y sus mujeres se lucían en bikini por las playas de nuestro país. Mientras por aquí las españolas iban a misa diaria del brazo de sus madres y los hombres creían que aquellas suecas estaban dispuestas a todo, algo bien reflejado en las comedias de aquel entonces.
Estos días se ha conocido que Finlandia dejará de enseñar la escritura manual cursiva a los alumnos de las escuelas a partir de 2016, debido al peso cada vez mayor de las nuevas tecnologías y el uso masivo de dispositivos digitales para escribir cualquier cosa. Han concluido que en un mundo cargado de teléfonos móviles, tabletas y similares no tiene mucho sentido enseñar a alguien a escribir a mano y prefieren hacer más hincapié en la mecanografía, que es lo que los pequeños tendrán que usar en la mayoría de casos. Curiosamente, se deja de enseñar la escritura cursiva (la de toda la vida, en la que cada uno escribe las palabras con la forma que prefiera, dentro de la referencia existente), pero se mantiene la enseñanza para escribir con mayúsculas, mucho menos usada y que es algo que hemos tenido que hacer alguna vez para hacernos entender los que tenemos letra poco entendible.



Mi letra sigue siendo tal como la aprendí en los primeros años de escuela, en esas cartillas donde te ponían la letra en la parte de arriba y tú la reproducías en la parte de abajo tal cual. Ahí aprendí a encajar las letras en un cuadrito y a escribir en línea recta, siguiendo las guías de los cuadernillos y luego lo he seguido haciendo en folios en blanco, como si siguieran teniendo delante esas guías. Muchos que han visto mi letra dicen que parece la de un chaval de Primaria y es así, cuadradas y bien distanciadas las palabras, que a mí me parece mucho más clara que esas letras arrastradas que escriben muchos, que parecen garabatos en los que cuesta entender donde acaba una letra y donde empieza la siguiente. Sin embargo, aunque me parecieran letras sencillas, muchas veces he tenido que traducir lo que había escrito.





Muchos han criticado lo de volcarse únicamente en la escritura digital y perder la costumbre de escribir con un bolígrafo sobre el papel, pero lo cierto es que pueden tener razón los innovadores. Yo recuerdo que cuando estudié la carrera tuve a dos profesores que se empeñaron en seguir en las costumbres antiguas y ya entrado el siglo XXI nos hicieron maquetar una página de periódico con tipómetro manual (cuando todas las maquetas de periódicos se hacían y se hacen con programas informáticos) y a escribir noticias con máquinas de escribir cuando todos teníamos ordenador en nuestra casa y ni el escritor más viejuno usaba ya la máquina para escribir. A todos nos pareció ridículo y sin sentido hacer eso y sin embargo a los profesores les pareció magnífico para que supiéramos cómo funcionaba el oficio en años anteriores, como puede suceder en unos años con la escritura a mano, que puede quedarse tan demodé como la escritura a máquina y algunos la seguirán defendiendo contra viento y marea.







Y esto lo digo siendo uno de los que tiran de escritura manual cada dos por tres y viéndome más perdido que un pulpo en un garaje a la hora de escribir en una pantalla táctil, que si volviera a recibir clases tomaría apuntes con boli sobre papel y no escribiendo directamente en el portátil, que es lo que ya hacen muchos. Yo sigo escribiendo en papel muchos de mis pensamientos aquí volcados y tengo un cuadernillo con ideas para futuras entradas y muchas veces me viene bien para desarrollar mis pensamientos, pues soy más rápido escribiendo con un bolígrafo que con un teclado, donde solo empleo los dedos índice de cada mano (me resulta admirable esa gente que escribe en un teclado con los diez dedos como si tal cosa), pero sé que el futuro inmediato, nos guste o no, está en lo digital. Ya hace siglos, muchos echarían de menos la piedra cuando empezó a escribirse y dibujarse en papiro y la invención de la imprenta despertó no pocos recelos ante la posibilidad de que los libros se imprimieran en máquinas y dejaran de escribirse a mano, algo que hacían esos monjes amanuenses que con sus manos transmitían el saber antiguo. Mientras esperamos que los teclados se impongan del todo, los viejunos para la tecnología seguiremos disfrutando de los trazos sobre el papel y de esas escrituras tan enrevesadas o tan infantiles, que tantas pistas pueden darnos sobre la forma de ser de la persona que las escribe, como dice la grafología, esa especie de ciencia de la escritura.