martes, 23 de febrero de 2016

Mis cosas con los libros

Ya les he comentado alguna vez que uno es dado a leer con profusión. Todos los días me gusta leer un rato y si, por lo que sea, no consigo sacar un rato para ello, noto como si hubiera perdido el día, a menos que el motivo por el que he dejado de leer valga la pena. Y si entro a alguna biblioteca o librería, aunque sea a curiosear, tengo que hacer un gran esfuerzo para contenerme y no salir de allí con algún ejemplar bajo el brazo. Porque no tardo en fijar mi vista en este libro o en aquel y lo abro y examino las primeras líneas y si se establece el flechazo con lo que allí observo no puedo volver a dejar ese libro donde lo he encontrado, tengo que llevármelo conmigo y conocerlo a fondo, a vivir una experiencia única con él. La encuadernación exterior, el tipo de letra (no me gustan las muy pequeñas, por asemejarse a un prospecto de medicamentos, pero tampoco las grandes, que siempre me hacen pensar en el truco de aumentar el tamaño para llenar más páginas con algo que no da mucho de sí) o el volumen (me atrae la gordura, quizá como sinónimo de muchas cosas por contar, aunque hay tochos que tienen poca sustancia y libros finos que son altamente saciantes) son algunos de los atributos externos que estimulan el flechazo, pero al final el contenido siempre es la clave. Y necesito que éste me atrape desde el principio, pues del mismo modo que me parece absurdo seguir una serie cuando no te gusta su primer capítulo, esperando que mejore, tampoco leo un libro cuyo inicio no me enganche, digan lo que me digan. El flechazo ha de ser instantáneo o no podrá surgir el amor por sus páginas.



Ahora me estoy leyendo "Guerra y Paz", la obra magna del ruso León Tolstói, en la que plasma el impacto de las guerras entre la Rusia zarista y la Francia de Napoleón a principios del siglo XIX y cómo se vivieron en los salones de la alta sociedad de San Petersburgo y Moscú, siempre más preocupados en los casamientos con gente de dinero y en mantener su posición predominante. El libro lo tengo desde hace años, pero no ha sido hasta ahora cuando me he puesto con él, cuando he sentido la necesidad de hacerlo, porque esa es otra de mis particulares manías de lector. A veces compro libros que no leo inmediatamente, que dejo en la estantería hasta que dentro de mí empiezan a surgir las ganas de leerlos, hasta que me da el cuarto de hora, por decirlo coloquialmente. "Guerra y Paz" es de los gruesos seductores y de momento llevo una tercera parte de sus 1.200 páginas, donde ya se ha hecho la presentación de sus personajes principales y las primeras escaramuzas de algunos de ellos en la guerra y en los salones donde el amor tantas veces se compra y se vende. Mucho me falta aún como para hacer un veredicto, pero por ahora estoy disfrutando su lectura y encantado con lo bien trabajado y lo fluido de su ritmo, como esas películas que entiendes que duren 3 horas, porque la primera hora se te ha pasado como si fueran 10 minutos.



Al hilo de los hábitos lectores y del placer que se experimenta con ellos, el otro día me encontré con un artículo del escritor argentino Rodrigo Fresán, que quiero compartir aquí y con el que estoy muy de acuerdo en muchas de las ideas que expone.


Dos momentos estelares (y no estrictamente literarios) en la historia de la literatura:
1) En una de las últimas entradas de su diario, en 1982, un agonizante John Cheever casi concluye: "Voy a escribir lo último que tengo que decir, y creo que lo hago pensando en el éxodo… Diré que no poseemos más conciencia que la literatura; que su función como conciencia es la de informarnos de nuestra incapacidad de aprehender el horrendo peligro de la fuerza nuclear. La literatura ha sido la salvación de los condenados; la literatura, la literatura ha inspirado y guiado a los amantes, vencido a la desesperación, y tal vez en este caso pueda salvar al mundo".

2) En 1995, dentro de un auto estacionado en Sunset Boulevard, el actor Hugh Grant es sorprendido por la policía en "actitud sospechosa" y con la cabeza de una prostituta, de nombre Divine Brown, entre sus piernas. El escándalo es mayúscu­lo: Grant —por entonces— es el inglés favorito de los norte­americanos y un chico encantador y tan gracioso para hijas y madres y tías. El actor se ve obligado a hacer una gira/vía crucis por todos los talk-shows televisivos de mañana y noche en EE UU y allí mostrarse arrepentido y tan encantador y tartamudeante como siempre. La estrategia funciona pero, además, deja un instante perfecto, histórico: cuando uno de los presentadores le pregunta al actor si ha pensado en recibir "ayuda psicológica", Grant se muestra sorprendido y pregunta para qué. El periodista le explica: "Para superar tus problemas". A lo que Gran sonríe —una de esas sonrisas de Hugh— y diagnostica: "Ah… Pero es que para esas cosas nosotros, en Gran Bretaña, tenemos las novelas".

Sin llegar a tales extremos de utilidad —la salvación de una carrera actoral o de todo el planeta—, está claro que la literatura, desde el principio de los tiempos, siempre ha servido para mucho más que la tan simple como compleja distracción y ancestral divertimento de que nos cuenten una buena historia.

Ya el esclavo de Nerón y filósofo estoico Epicteto afirmaba que la lectura equivalía al entrenamiento de un atleta antes de entrar al estadio de la vida, y que su propósito final era el de alcanzar la paz suprema. Pero la lectura de ficciones sirve, además, ya desde la infancia, como herramienta para fortalecer el pensamiento abstracto, para comprender la percepción del paso del tiempo y estimular la imaginación, para entender el curso narrativo de todas las cosas, para aprender a diferenciar entre lo ficticio y lo verídico y lo posible e imposible (sin tener que renunciar a nada), para que se cuestionen o se potencien nuestras ideas y creencias, para la comprensión de conceptos como destino y éxito y fracaso y, finalmente, para evadirnos de la prisión de nuestros días en busca de mil y una noches y paisajes y experiencias, que difícilmente podríamos explorar o vivir desde nuestros dormitorios y oficinas. Lo dice Jojen en uno de los grandes éxitos editoriales de los últimos tiempos, la saga Juego de tronos, de George R. R. Martin: "Un lector vive cientos de vidas antes de morir. El hombre que no lee vive solo una". Y, sí, no es posible vivir una vida que no puede imaginarse.

Así, la literatura es un catálogo de posibles existencias que nos ayudarán a formar y conformar la nuestra. Y lo dicho por Jojen —ya que estamos— también es aplicable a la idea de leer nada más que Juego de tronos. O de sentirse exculpado de todo repitiendo eso de que las series de televisión son la nueva gran literatura sin antes haber pasado por Shakespeare o Dante o Cervantes o Tolstói o Dickens o Nabokov o Borges y siguen las firmas. Y nunca olvidaré las palabras de aquel cuyo nombre no diré pero que, orgulloso, me lanzó un "yo no leo ficción, porque no me gusta que me cuenten mentiras". Que en paz descanse aunque siga vivo, o eso crea él.

El no leer, en cambio, no tiene ninguna ventaja y sí demasiados efectos residuales. Y ese virtual fin de la soledad que es la de pasarte la vida emitiendo y recibiendo ráfagas de más o menos 140 caracteres (y palabras abreviadas y emoticonos y selfies acerca de asuntos por lo general poco trascendentes) no es buen consejo ni consejero. Mirar no es lo mismo que ver y, mucho menos, que leer. Y, sí, no son tiempos fáciles para el asunto: cada vez se paladea menos materia noble, los best-sellers están peor hechos con cada superventas que pasa, y el supuesto oasis del libro electrónico resultó ser un espejismo: allí dentro más allá de esa novedad tonto-mesiánica à la Marvel Comics que permitía sostener toda una biblioteca con una sola mano y de la excitación supuestamente ético-contracultural de la descarga ilegal, el fenómeno probó ser —como tantos otros de aquí y ahora— un triunfo de la forma sobre el fondo, y del envase por encima del contenido. Así, el e-book —a diferencia de tantos otros ciberproductos y muy lejos de aquellos volúmenes absolutos y tralfamadoreanos iluminados por Kurt Vonnegut— no tenía mucho más que evolucionar y no se volverá a hablar demasiado del soporte hasta que alguien desarrolle un modelo en el que, cada vez que llegas al final de un capítulo, se te exija resumen y apreciación crítica de lo que te ha contado y que, de no estar tú a la altura de lo que te demanda, ese libro se acueste con tu mujer, robe el cariño de tus hijos y hable con tu jefe para que te deje en la calle. Seguro que tendrá mucho éxito y que muchos soñarán con comprarse uno lo más rápidamente posible entre iPhone y iPhone.

Mientras tanto y hasta entonces, abundan los tan amenos como ominosos ensayos —el pionero Elegías a Gutenberg, de Sven Birkerts, y el más reciente Superficiales, de Nicholas Carr— donde se advierte de que vivimos en la "edad de la distracción" donde impera aquel "demasiado de nada" al que le cantaba Bob Dylan, y se predice el fin del don de la lectura. Y, por lo tanto, también de la escritura que alguna supo conformar la gran literatura decimonónica y consagró a la novela como forma sublime y contenedora de todas las cosas de este mundo y del infinito y más allá anterior a Google. Una magia sin truco que hace de nuestras bibliotecas una suerte de bioteca: una biografía alternativa y corriendo paralela a nuestro pasajero paso por aquí.
Y aun así, el misterio permanece: no dejan de formarse y fundarse clubes de lectura y talleres literarios y editoriales de todo tamaño, abundan los jóvenes que fantasean con trabajar a cambio de cama y mística en la librería parisiense Shakespeare & Co., la ciencia inexacta de la literatura ha entrado como materia en carreras para tecnócratas feroces ('Liderato a través de la ficción' y 'Libros y dinero: Gatsby & Co.' son algunas de las ofertas a considerar en programas de estudio en los que se advierte, de entrada, que "se evitará considerar al capitalista como villano"), se publican manuales de autoayuda basados en el Ulysses de James Joy­ce (con foto de Marilyn Monroe leyendo la magnum opus del irlandés en su portada y hasta un comentario de la intensidad del orgasmo alcanzado por Molly Bloom en sus últimas páginas), se confeccionan libros de arte y gastronomía a partir de cuadros y platillos degustados chez Marcel Proust, Franz Kafka es el anfitrión perfecto para una guía de Praga, y Blanes ya cuenta con una "ruta Bolaño". Y hasta hay médicos que practican la biblioterapia: leer para curarse y, previa cita, se identifica el mal y se diagnostica la mejor lectura para su erradicación. (Cabe preguntarse si se recomendará la obra de infelices y suicidas y depresivos y enfermos geniales, que son unos cuantos de los de ahí dentro).

También, por supuesto, por suerte, todavía hay suficientes especímenes de esos a los que tan solo les gusta leer a secas y a solas. Y se conforman con semejante inmensidad oceánica sin añadidos ni trucos ni distracciones. Y gracias por la gracia.

Según me contó un entre sorprendido y desconsolado John Banville hace unos días, una reciente encuesta de la BBC determinó que un 60% de los consultados consideraban la de escritor como la mejor de todas las profesiones posible. Sin importarles que en Reino Unido un escritor promedio y a tiempo completo gane como mucho unas 11.000 libras al año y que esta cifra que en 2005 le tocaba al 40% del gremio ahora le llegue tan solo al 11%. Es verdad, los británicos aún no se ven en el trance de optar entre pensión y royalties. Pero todo se andará. "¿Quiénes son todas esas personas? ¿De dónde han salido? Pobres ilusos, no saben lo que les espera…", se lamentaba Banville, a quien ahora no le va nada mal, pero al que no le fue muy bien durante tanto tiempo. "Tal vez han sido seducidos por esa vida glamurosa y tan sexy del narrador Noah Solloway en la serie de televisión The Affair", le dije. Banville no la había visto.

¿Leer puede hacerte más feliz?, se preguntaba un ensayo de hace unos meses en la revista The New Yorker. Su autora, la narradora y antropóloga social Ceridwen Dovey, aseguraba que sí. Yo, que ya lo sabía, en cambio, prefiero amenazar con un no leer seguro que te hace más tonto. Mucho más tonto de lo que piensas. Más que eso que estás pensando.

Y de acuerdo: tal vez la literatura no sirva para salvar al mundo; pero sí que te ahorrará unos cuantos billetes de esos que gastas acostado en un diván recitándole a un casi desconocido el cuento de la nunca muy bien redactada novela de tu vida.

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/02/03/actualidad/1454497660_313853.html

4 comentarios:

  1. Como no estar de acuerdo con lo que dice Fresan y con lo que decís vos, la lectura es uno de los grandes placeres de la vida... Aun leyendo blogs como este.... Saludos...

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    1. Sin lugar a dudas, pocas cosas me divierten más que ponerme a leer algo interesante. Ya era así en el colegio, de los que prefería pasar los recreos leyendo que ponerme a dar patadas a un balón o a engarrarme sin sentido con otros niños. Y hoy día sigo prefiriendo estar leyendo un buen rato a hacer otras cosas que no me resultan tan estimulantes.

      Un saludo

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  2. Hace años Hugh Grant vino a presentar una peli a España y Arturo Valls, entonces reportero de Caiga quien caiga, le hizo un comentario sobre su desliz. Entonces Hugh Grant se mostró menos encantador, limitándose a llamar gilipollas a Valls.

    Es verdad que leer te pone en la piel de otras gente de una forma mucho más íntima y personal que una serie, una peli o un videojuego. Lo que pasa es que hay gente que sólo tiene tiempo de vivir su vida ;P

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    1. De hecho, el auténtico Hugh Grant es el que hemos visto en películas como "El diario de Bridget Jones", lejos del arquetipo de tipo tímido y encantador que popularizó en los 90. Ahí era cuando actuaba y después ha pasado a hacer de él mismo, de inglés estirado.

      Vivir la propia vida siempre es necesario, no podemos quedarnos simplemente observando, eso lo tengo comprobado, pero de vez en cuando una escapadita a otras vidas que puedan darnos alguna pista sobre la nuestra nunca viene mal

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