lunes, 21 de diciembre de 2015

Sobre el aprendizaje de la cosa podal


El otro día acudí a ver “Ocho apellidos catalanes”, la secuela de “Ocho apellidos vascos”, que se ha convertido en la película más vista de todo el año, aunque el efecto arrastre de la anterior (que atrajo a los cines a 10 millones de personas) ha influido mucho en un éxito ya menor. A esta segunda parte, ambientada en Cataluña, le han caído los clásicos palos creados por el efecto “segundas partes nunca fueron buenas”, que también les sucede a los segundos discos de los músicos y a las segundas temporadas de las series, que casi antes de que aparezcan ya no son lo mismo que la primera vez. El caso es que “Ocho apellidos catalanes” es una cinta que se deja ver y que se olvida con bastante rapidez, al igual que sucedía con “Ocho apellidos vascos”, que no dejaba de ser la clásica “españolada” de toda la vida (esa que critican los que no quieren ver cine español y que sin embargo fueron a verla), donde el éxito estriba en los apuntes socioculturales de nuestra sociedad. Los filmes de Paco Martínez Soria, Alfredo Landa, Andrés Pajares y Fernando Esteso siempre fueron lo que fueron, pero tuvieron éxito porque hablaban de cosas con las que se sentía identificada mucha gente y nos da una idea de la idiosincrasia mayoritaria de este país. Por decirlo sentenciosa y coloquialmente, somos un país de “cuñaos”, que es algo que ya vieron en su momento el Arcipreste de Hita, Fernando de Rojas, Cervantes, Quevedo y tantos otros autores a la hora de retratar esa curiosa comedia grotesca, excesiva y extrema tanto en lo bueno como en lo malo, que es nuestra historia y nuestro acervo cultural. Y si no me creen, no tienen más que salir a la calle y ver o asomar la cabeza al patio de vecindad de sus edificios y escuchar a los que les rodean. O mirar en nosotros mismos, que en este caso todos tenemos nuestra parte.

 
Pero no quiero alargarme con mis impresiones sobre “Ocho apellidos catalanes” o maneras de vivir, sino con un detalle que se aprecia en la foto, en la que uno de los personajes que aparece lleva las uñas pintadas de negro. El personaje en cuestión está interpretado por la actriz Belén Cuesta y fue de lo que más me gustó en la película, por su candor e inocencia y también por ese pequeño rasgo de estilismo. No me explico por qué me gusta ver colores oscuros en las uñas de las mujeres, pero lo cierto es que me resulta muy atractivo, al contrario que el rojo, que me parece odioso. Si veo rojo en las uñas, esas extremidades para mí es como si estuvieran estropeadas o deformadas, no es agradable verlas y creo que en este caso si puede haber una explicación, porque me recuerdan a esas manos de señora mayor decoradas con ese rojo tradicional que quiere disimular el evidente deterioro de la piel. Y quizá, por el contrario, ver colores oscuros, siempre observados en mujeres más jóvenes, me parezca símbolo de belleza y pujanza vital. Creo que comenté en alguna entrada de hace tiempo que es una parte del cuerpo a la que presto mucha atención y que unas manos bonitas (de aspecto y tacto suave y dedos finos) para mí son un detalle muy sugerente, del mismo modo que ver un bello hombro desnudo de mujer es como ver un bello escote o el gesto de recogerse el cabello, aunque se haga con total despreocupación y desinterés, me parece uno de los más sensuales que ellas pueden hacer.
 
Cada uno tenemos nuestras filias y nuestras fobias y yo las he tenido concentradas en dos extremidades. Las filias con las manos y las fobias con sus parientes de abajo, los pies. Ver un pie descalzo, durante mucho tiempo me ha resultado aún más molesto que las citadas uñas rojas (y un pie con las uñas rojas directamente lo peor), por su carácter menos glamuroso. Los pies generalmente sudan más que las manos y al ir cubiertos acaban emitiendo ciertos olores poco atractivos, pero aparte de eso me han parecido poco agradables estéticamente y durante años procuré no mirar al suelo durante los veranos, cuando muchos deciden desnudar sus extremidades y las embuten en sandalias a las que acaban contagiando la fealdad de esa parte del cuerpo. Digo durante años, porque esto ha ido cambiando con el tiempo y actualmente me desagrada bastante menos esa contemplación siempre que se trate de mujeres. No he cambiado, sin embargo, en mi idea de que los hombres deberíamos ir con calzado cubierto y pantalón largo todo el año, para evitar exhibiciones de miembros que estarían mejor reservados para la intimidad de cada uno. Con los pies de las mujeres sentía lo mismo, pero he ido cambiando de parecer, especialmente si la cosa va en consonancia con las manos y su forma es proporcionada (ni muy corta ni muy alargada), sin venas ni tendones muy salientes y tobillos y dedos que evitan la rechonchez (y a poder ser, con colores oscuros en las uñas). Y también depende del calzado (los zapatos de tacón no me interesan mucho y tengo entendido que dañan la zona a la larga), porque hay sandalias que visten y hacen un favor a quien las usa y sandalias que mejor deberían estar cogiendo polvo en los armarios. Pero nada como un pie femenino bien formado para provocar en mí una curiosidad en la que, al igual que en otros aspectos que comentaba el otro día, he tenido mentoras. Una de ellas ha sido la actriz Keira Knightley.
 
A Keira Knightley la descubrí hace ya más de una década en las películas “The Hole” y “Quiero ser como Beckham”. Me hizo gracia ver que se apellidaba como el señor Knightley, uno de los protagonistas de “Emma” de Jane Austen (uno de mis libros preferidos) y fue un flechazo que amenazó con truncarse con su participación en las películas de “Piratas del Caribe”, porque si amo todo lo que toca quien quiero, también detesto a todo el que está involucrado en algo que detesto. Tuve suficiente con la primera de esas películas y pensé que esa chica iba a acabar haciendo de adorno en producciones de ese pelaje, pero afortunadamente me equivocaba y Jane Austen me volvió a interesar en ella al verla hacer estupendamente el papel de Elizabeth Bennett en una de las muchas adaptaciones del “Orgullo y prejuicio” de la escritora decimonónica que se han realizado. Desde entonces, Knightley se ha especializado en papeles de época, aunque también ha hecho alguna que otra trama más contemporánea y en ellas ha ayudado a mi cambio de perspectiva podal.

 

 
Hay una película suya, “Sólo una noche”, que pasó muy desapercibida en el momento de su estreno y que yo no quise perderme, ya renovada mi querencia por la actriz, que uno es persistente con sus amores. La cinta habla de una pareja que se ve en una situación en la que ambas partes se sienten atraídos por quien no deberían. A Keira le toca lidiar con un antiguo novio (interpretado por Guillaume Canet), con el que no duda en flirtear a lo largo de una noche, a veces provocando el contacto físico de forma muy evidente.

 
En el filme, Keira protagoniza otros momentos en los que aparece descalza, en los que se pone crema en sus extremidades y en los que se quita los zapatos con los que ha estado en una fiesta para ponerse unos gruesos calcetines de lana (ahí aprende uno que la comodidad a veces está en desacuerdo con la apariencia). Todos estos momentos me resultaron atractivos (nótese también el color de las uñas) y me noté mirando más de lo que acostumbrado a esa parte de la anatomía femenina.
 
 
Curiosamente, Keira protagonizó otra escena con un encuadre muy similar en la película “Laggies”, esta ocasión siendo acariciada en los pies por el que interpreta a su novio en la ficción. No debo ser el único interesado por esta parte de su cuerpo, pues ha habido otras apariciones suyas en cintas en las que ha lucido descalza.
 
 
 


 
 
Así que en este caso, que puede servir de coda a mi anterior entrada sobre las personas que me han servido de mentoras en diversas disciplinas, podría decir que Keira Knightley fue mi maestra. Pero al igual que en los casos citados en el otro escrito, tampoco hubiera sido posible el aprendizaje sin la ayuda de otras mujeres conocidas por mí y anónimas para el gran mundo Algunas de estas mentoras son mujeres queridas en las que el amor profesado me ha hecho apreciar incluso sus cicatrices, porque cuando se ama a alguien, se ama (casi) todo de esa persona. Sin saberlo, mostrándose descalzas en mi presencia, han conseguido que ese afecto se trasladara también a los antaño odiados pies y amando los suyos me han hecho comprender que puede ser otra parte bella del cuerpo.

 

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