lunes, 3 de agosto de 2015

Historia de B... (6ª parte y Final)

Los sollozos de Martina no eran tanto de pena hacia lo que él le acababa de contar como de pena hacia sí misma, que había recordado un suceso sobre el que había creído que ya había echado las paladas de tierra suficientes como para enterrarlo en la memoria. Ella había tenido un novio al que había conocido cuando era prostituta y que desconocía que Martina se dedicaba a ese oficio, pues ella le decía, al igual que a sus padres, que trabajaba para una serie de adinerados ejecutivos (lo que no dejaba de ser verdad en cierto modo). Durante una buena temporada había estado practicando sexo con sus clientes en sus horas de trabajo y después dedicaba el tiempo libre al novio. Este no sospechaba nada, pero ella decidió contarle un día la verdad de a lo que se dedicaba y fue como si le hubiera dicho que tenía una enfermedad terminal. El chico se quedó muy pálido, quiso saber cuánto tiempo llevaba ella en eso y que es lo que hacía, más asustado que enfadado, por lo que Martina pensó que había posibilidades de que lo entendiera. Pero ese fue el último día que le vio, porque al siguiente, al siguiente y varios días más le llamó y este no contestó. Cuando fue a su casa nunca estaba allí (o aparentaba no estarlo) y parecía que se lo había tragado la tierra. Ella pensó que estaba buscando tiempo para asimilar la noticia, pero pasaron las semanas sin que diera señales de vida y decidió resignarse a no volver a verle. Ese último día, el de la confesión, le había dicho que le quería y que lo demás no importaba, pero está claro que a él le importaba. De ese desengaño empezó a estar insatisfecha con lo que hacía y fue cuando vino el corte de pelo y el abandono de la prostitución. Muchas lo hacían para estar con el hombre que amaban y ella lo hacía después de que la hubieran abandonado. “Nadie quiere a una puta, ¿verdad? Solo se la folla”, concluyó entre lágrimas.

El testimonio le conmovió profundamente. Siempre se sentía violento cuando alguien lloraba en su presencia, no sabía muy bien que hacer salvo pedir que esa persona dejara de llorar, pero teniéndola entre sus brazos sintió una gran necesidad de cuidarla. Le acarició los brazos, la espalda y el pelo trigueño que se había cortado tras ese desengaño y la dejó desahogarse. “Perdona, vaya número te he montado. Ah, joder, estas cosas no son fáciles de tragar”, dijo de pronto, separándose de mí como si estuviera avergonzada de lo que acababa de pasar. “Que estamos aquí para divertirnos, vamos a la playa. Apuesto a que nunca te has bañado desnudo y menos de noche”, repuso, tratando de que volviera la alegría a su cuerpo mientras se levantaba y le hacía levantarse. Le dijo que se quitara la ropa y bajaron por unas escaleras que conectaban la terraza con un paseo arenoso que llevaba directamente a la playa. Menos mal que a esas horas no pasaba nadie por allí para verles andar en pelotas como si tal cosa. En esas latitudes sureñas el mar tiene una temperatura más cálida que a la que él estaba acostumbrado en las aguas que bañaban las tierras de sus antepasados, así que entrar en contacto con la superficie marina no supuso mayor esfuerzo que entrar en una agradable ducha. Ambos estuvieron allí un rato, primero nadando separados, como si el mal rato les hubiera desunido, aunque no tardaron en acercarse y Martina se colgó de su cuello para besarle. El contacto de sus pieles les hizo olvidar lo sucedido y ella tiró de él hacia la orilla y rápidamente volvieron a la terraza, donde unieron sus cuerpos mojados en agua salada bajo la luna.

Los siguientes dos días recuperaron ese aire de realidad paralela en la que lo único que importaba era lo que ambos tenían que decirse y hacerse, aunque sin mencionar ese episodio tan doloroso para ella. Pasaron el tiempo entre la cama, la playa, la terraza y las ocasionales visitas a la civilización. Al terminar ese tercer día Martina le dijo que al siguiente tendrían de invitados a su hermana y a su novio, que venían de Alemania a pasar unos días. A él le extrañó que no hubiera mencionado nunca a su hermana y ella le quitó importancia, tampoco se veían mucho y cada una tenía su vida, simplemente se llamaban para ponerse al día. Anna (así con dos enes) era la hermana mayor de Martina y hacía pocos años que se había tenido que ir a la tierra originaria de su madre para encontrar un trabajo como diseñadora gráfica que su país le negaba. Allí había conocido a su novio, otro español que había ido allí en busca de mayor fortuna, en su caso como ingeniero industrial. “Son como una de esas parejas que sacan en los programas de la tele de inmigrantes que cumplieron su sueño”, ironizaba Martina. A primera hora de la tarde del día siguiente llegaron los inmigrantes retornados, que pensaban pasar allí un par de días antes de ir a visitar a los padres de él. Si Martina era la viva imagen de su madre con el pelo rubio de su padre, Anna tenía el pelo de su madre y el rostro del padre. “Ella es la seria de las dos, una digna Van Heeswijk”, le había advertido Martina y así pudo él comprobarlo cuando Anna respondió con distanciamiento a su saludo y sus primeras palabras, como queriendo quitárselo de encima. Aún más incómodo se sintió cuando Anna decidió ponerse a hablar en alemán con Martina, un idioma en el que podían estar ponderándole o poniéndole a caldo, que él era incapaz de enterarse de nada. El novio de Anna sí que parecía entender la conversación, aunque apenas decía nada, tenía pinta de ser uno de esos hombres que prefieren seguir la corriente para evitar controversias, porque de hecho no tardó en desprenderse de la charla entre hermanas y empezó a preguntarle cosas sobre lo que hacía y él quiso saber más sobre cuál era su vida en la tierra de los germanos.

El novio sumiso tenía también buenas dotes de cocinero y aquella noche les preparó una deliciosa paella, que Anna encontró un poco más hecha de lo necesario, pero de la que dio buena cuenta. El novio y Martina salieron a fumar tras la cena a la terraza y Anna aprovechó para hacerle un tercer grado a él. Tras unas preguntas para saber más de lo que hacía a diario, le dijo lo que debía tener pensado desde el momento en el que se había puesto a hablar en alemán, un rato antes. “Mira, no sé qué tipo de relaciones tenéis, si vais a ser novios o ser follamigos, eso me da igual. Solo te pido que no la hagas sufrir, ya lo ha pasado muy mal, no sé si te habrá contado algo”, inquirió con firmeza y gesto de curiosidad. Él le dijo que estaba al tanto de lo que había pasado y de que no quería hacerle daño, que eso no le gustaba. “Vosotros veréis, Martina ya es mayorcita y tú aún más, pero no la dejes de un día para otro porque la matas. Ya la otra vez pensamos que se nos iba, estuvo tomando pastillas para no hundirse del todo y solo empezó a mejorar cuando le dio por raparse la cabeza, que no sé por qué lo hizo. Aunque la veas muy alegre está claro que aún lo pasa mal, porque sigue sin dejarse crecer el pelo, como si le diera miedo volver a verse como entonces y tiene una melena preciosa, es una pena”, le sermoneó, recalcando el tono de advertencia que tenía lo que le estaba diciendo. Él se sintió idiota, como un niño al que le echan la bronca por algo que no ha hecho y en ese momento sí que deseó irse de allí y no aguantar a esa mujer tan seca, pero tras un silencio incómodo Martina y el novio volvieron y la conversación se animó un poco más. Incluso Anna pareció relajarse y le comentó a Martina que tenía que ir a visitar a la familia a Alemania, que no iba allí desde la boda del primo Klaus, hacía más de un año. Recordando la boda, a Martina le dio la risa cuando recordó el momento en el que empezó a sonar el “Hava Nagila” y todos se pusieron a bailar como locos, hasta la familia de la novia, que eran ateos de toda la vida. Al no entender la broma, él preguntó que era el “Hava Nagila” y Martina le dijo que era una canción que sonaba en todas las celebraciones judías, “seguro que la has visto en alguna película, cuando levantan a los novios en las sillas y todo eso. Aunque ahora es como la Macarena, la baila todo el mundo”, le informó.
 
Pasado un rato, Anna y su novio se fueron a dormir y Martina y él salieron a dar una vuelta por la playa. Fue Martina la que una vez más supo lo que le pasaba. “Bueno, ya has conocido a mi hermana, ya te dije que es como la familia de mi padre. Todos más siesos que lamer una pared. ¿Te ha dado la charla, no? Ya le había hablado un poco de ti, pero antes, cuando se me puso a hablar en alemán, quiso aprovechar para comentar lo nuestro sin que te enteraras, aunque yo ya te veía que te estabas dando cuenta de todo. Mi hermana es muy madre antigua, aún no tiene hijos, pero el día que se ponga tendrá unos cuantos y los criará más tiesos que un palo, no sea que les pase algo. Conmigo hace lo mismo, aprovecha que es la mayor y me está dando lecciones todo el rato. Yo la dejo porque sé que es porque me quiere, aunque a veces me saca de quicio con lo que tengo que hacer y la mando a la mierda, así que tampoco le hagas mucho caso”, le explicó. “¿Y ella sabe lo que has sido?”, preguntó él, sin atreverse a pronunciar lo que aún le daba vergüenza verbalizar. Ella respondió que ni de coña, que si Anna se enterase no la dejaría ni vivir, a ella también le soltó la bola de que había tenido otro trabajo. “Pero tú ni caso, que le gusta ser la cascarrabias. Además estamos bien así, ¿verdad?”, quiso saber mientras le miraba fijamente, para tratar de ver si la respuesta que salía de sus labios iba en consonancia con lo que decía su mirada. Y a él no se le ocurrió más que soltar lo primero que le vino a la cabeza, una frase que le había oído varias veces a un entrenador argentino de fútbol: “Vamos partido a partido”. Ella le miró sin entender y él le explicó que el entrenador que dijo eso acabó ganando la liga con su equipo cuando nadie daba un duro por él. La respuesta fue la adecuada para el momento, pues ella sonrió y le dio un profundo beso. Sin duda Martina quería demostrar a su hermana que ya era mayorcita para valerse por sí misma, pues aquella noche cuando se acostaron gimió y gritó más fuerte de lo habitual, de un modo que a él le pareció algo sobreactuado y comprendió que quería hacer notar a la sangre de su sangre lo que estaba haciendo.

Al día siguiente, él se levantó y tenía hasta tres mensajes en su teléfono móvil. Por un momento pensó que algo importante había sucedido y se alarmó, aventurando futuros problemas, pero lo cierto es que se trataba del servicio de tarot, que volvía a la carga. “No te viene otra ola de calor, sino de pasión. Espero tu llamada para darte datos. O prefieres que te pille desprevenida?”, decía el primero de ellos, seguido por otro que aseguraba que “Mi amiga médium dice que viene una etapa de prosperidad que puede malograrse si no acabamos con tu bloqueo de energía” y un tercero que afirmaba que “Me sorprende que no quieras saber la salida a esa situación. Las cartas muestran que tienes que hacer. Y no es difícil”. No dejaban de tener sentido en la situación en la que se encontraba, pero las exhortaciones a que llamara para que las médiums le echaran las cartas hizo que perdieran todo carácter reflexivo y eliminó los mensajes con rapidez. Aquel día Anna parecía estar de mejor talante, aunque con él seguía mostrándose algo evasiva, aún estaba en período de evaluación por parte de la líder de la manada. Prefirió tomárselo con naturalidad, sabía que no tenía nada de qué preocuparse, pues él estaba en las antípodas de ser un “playboy” y su miedo estribaba en no ser lo suficientemente bueno para Martina, pues estaba claro que ella era demasiado buena para él. Ya quisieran muchos a aquella mujer de gran belleza, destacable apetito sexual y gran sentido del humor, ¿pero qué podía aportarle él?, ¿qué veía en él?, ¿era esa mirada triste que le había hecho sentirse identificada con su reciente estado depresivo?, ¿y si él fallaba y ella se ponía aún peor? Esto último le daba mucho miedo y le atascaba la garganta, lo que quería era tratarla bien e intentar hacerla feliz.

Por un momento pensó en compartir estos pensamientos con Martina, pero al final no quiso hacerlo, recordando la noche de días atrás, donde sus dudas sembraron la tristeza. Así que hablaron de temas más ligeros mientras se dirigían a una cala más apartada de la casa, donde Martina decía que solo se ponían nudistas de alto copete, los adinerados que veraneaban por la zona y querían andar con sus partes al aire sin sentirse observados. Era una pequeña playa rodeada de acantilados, con una arena negruzca y pedregosa que no invitaba mucho a posarse sobre ella. Martina se quitó un vestido de rayas horizontales que resaltaba las formas de su cuerpo y se sentó sobre la toalla, mientras le instaba a que hiciera lo mismo. Él nunca se había desnudado delante de otra gente y le dio mucho corte sentirse tan expuesto, así que optó por sentarse con las piernas cruzadas para disimular. Observó a su alrededor y vio a algunos hombres mayores que él paseando desnudos por la orilla y algunas parejas hablando de sus cosas sin la preocupación de ocultar sus encantos a los ojos de los demás. Y de repente sintió una fuerte impresión por sorpresa, como si le dieran un bofetón, pero no era una insolación por el fuerte calor, se trataba de B…

No podía ser, pero allí, en aquella playa de arena negruzca y pedregosa estaba B…, rodeada de cuerpos desnudos y haciendo lo propio con el suyo. Parapetada tras unas gafas de sol y con el pelo recogido en un moño estaba medio tumbada sobre su toalla, oteando el horizonte. Él reconoció su blanca piel y la forma de su pecho y sus piernas, que ya había visto en más de una ocasión en una escena subida de tono que B… había interpretado en una de sus películas. Y de paso comprobó que ella también lucía una generosa mata de pelo en el pubis, como tantas otras de las mujeres allí presentes aquel día, sin duda era una moda que ganaba adeptos con el tiempo. “Madre mía, madre mía, madre mía”, acertó él a decir con voz temblorosa, mientras notaba un tirón de nerviosismo y regocijo en el vientre. Martina le miró con cara preocupada y le preguntó qué le pasaba, si se sentía mal. Como buenamente pudo, él le dijo lo que acababa de ver y le señaló donde se encontraba B… “Ah, la tía esa de la que me has hablado. Joder, pues tiene buenas tetas. No es tonto el niño”, aseguró Martina con la misma indiferencia con la que miraría a una gaviota llegada del mar. Le miró con gesto divertido y le preguntó: “¿Quieres una foto con ella?”. “Me encantaría”, respondió él y antes de que pudiera añadir nada más, Martina agarró su teléfono móvil y se encaminó hacia donde B… estaba. ¿Iba a hacer lo que creía que iba a hacer?


Él comprobó cómo Martina se agachaba junto a ella y empezaban a hablar. Podía oír el sonido de sus voces, pues apenas estaban a cincuenta metros de distancia y el lugar estaba en silencio, aunque no distinguía lo que decían. Vio como B… sonreía alguna vez y finalmente hacía un gesto de asentimiento, momento que Martina aprovechó para indicarle que fuera. Él recorrió la cincuentena de metros con la cabeza en blanco y diciendo para sí mismo “madre mía” en repetidas ocasiones, con un miedo que la desnudez hacía parecer absurdo. “Mira, dice que no le importa sacarse una foto con nosotros si tapamos lo que hay que tapar. Venga, siéntate al lado de ella, que coja ángulo con la cámara”, le incitó Martina. Él se sentó sin decir nada y notó el contacto del hombro de B… con el suyo, imaginaba que ella notaría el temblor que le recorría en el cuerpo, que estuviera con el culo sentado en aquella arena de aspecto polvoriento era lo de menos en aquella situación. Martina se puso al otro lado y se las ingenió para enfocar los rostros, de modo que nadie pudiera decir que estuvieran desnudos. Le enseñó la foto a B… y esta asintió y Martina le dio las gracias al tiempo que B… le habló a él. “Tu novia es una crack, ando como loca escondiéndome de los paparazzi y no sé cómo lo ha hecho, pero me ha convencido para posar con vosotros, aquí todos en bolas”, dijo. Él estuvo a punto de decir que no eran novios, pero le pareció que ya era sumar más incomodidad de la necesaria, así que se limitó a sonreír y aseguró que ella tenía una gran habilidad para conseguir lo que quería. “Aunque le veas callado como un muerto este es muy fan tuyo, todos los días me da la lata hablando de ti. Si quisieras se iría contigo ahora mismo”, le espetó Martina con toda la tranquilidad del mundo, a lo que B… respondió con una sonrisa y se ruborizó un poco. Lo cierto es que así hubiera sido hasta hace unos días, pero ahora él notaba que B… no dejaba de ser una mujer más en aquella playa. Tenía a escasos centímetros todo su cuerpo desnudo a la vista y sin embargo la que le interesaba era la que llevaba la voz cantante del momento. En vista de que la cosa no iba más allá, Martina le dijo que le diera dos besos, que ya era hora de dejarla en paz. Los otros dos siguieron sus órdenes y Martina hizo lo propio con ella a modo de despedida. “Un placer”, acertó a decir él mientras ella le deseaba mucha suerte a B… , que a su vez les daba las gracias a ellos.

¿De verdad había pasado aquello? ¿Seguro que no había pillado una insolación que le había puesto a delirar? ¿Había estado así de cerca del cuerpo desnudo de su actriz más idolatrada y se había hecho una foto con ella? La realidad así parecía atestiguarlo, porque Martina y él volvieron a su toalla y todo parecía seguir discurriendo igual. Las olas del mar seguían rompiendo, algunas personas se bañaban y otras andaban por la orilla y B… seguía donde la habían dejado. “¿Pero cómo lo has hecho?”, pudo preguntar él, totalmente confundido. Martina le quitó importancia al asunto: “No ha sido para tanto, ella es una tía maja, otra me habría mandado a la mierda enseguida. Le he contado que eras un gran fan y que querías que te hicieras una foto como regalo de mí para ti”. “Pero habéis hablado un rato antes de avisarme”, repuso él, a lo que ella respondió que eso ya eran cosas de mujeres que a él no le importaban. “La verdad es que es muy atractiva, tienes buen gusto. Si me hubieras dado un rato más lo mismo podríamos haber arreglado un trío con ella, aunque se lo hubiera montado conmigo, que tú no le has dado mucha confianza con esa pinta de violador”, añadió mientras soltaba una carcajada y le agarraba el brazo de forma de cariñosa. A él le gustaba mucho cuando hacía eso, cuando le tocaba de forma involuntaria, como una necesidad de estar más cerca de él.

“Hala, vamos a bañarnos, a ver si te espabilas, que se te ha quedado una risa de tonto que casi das miedo”, le instó ella mientras se levantaba y le ofrecía la mano para hacer lo propio. Esta vez él no se soltó de Martina tras levantarse. Siguió agarrado a su mano y ella puso un gesto divertido y travieso.

“¿Cómo era eso que decía el entrenador aquel? ¿Partido a partido?”, preguntó ella.

“Partido a partido”, respondió él, con la misma sonrisa bobalicona. Y empezaron a caminar hacia la orilla, agarrados de la mano por primera vez.


4 comentarios:

  1. Interesante esta parte y el final ya.... ufff, no hago más que soltar lágrimas. Jaja, estoy muy tontorrona. Mis felicitaciones por tu buen escribir.
    Un beso!

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  2. No llores, que el final es cuando menos optimista, jajaja. Le di la vuelta a varios finales, pero el que más me atrajo de forma instintiva fue este, así que por ese me he decidido.

    Muchas gracias por leerme, son los lectores los que animan a seguir escribiendo. Un beso

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  3. ¡Qué emocionante! Me ha gustado, porque tiene el toque de cinismo crudo que tienen muchos escritores hombres (aunque no quiero generalizar: hay autoras que también lo tienen y autores que no), pero muy compensado con las dosis de ternura realista. Este es otro concepto por el que también me ha gustado, el realismo. De hecho, cuando leí la parte que habla de Holanda, yo estaba por allí de viaje, y he de decir que me fastidiaste los paseos por los perfectos barrios residenciales… (¿Cómo saber si ese señor desconocido que me saluda es simpático o un depravado?).

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    1. Me ha intrigado eso que dices del cinismo crudo de los escritores hombres. ¿Lo vemos todo de forma más oscura? Sí es verdad que he leído a escritores que plantean sus historias y su forma de expresarse de modo muy "Macho", por así decirlo, muy abrupto, pero creo que no deja de perderse ciertas cosas, como cuando se usa un lenguaje muy relamido. Cada maestrillo tiene su librillo, pero creo que en el equilibrio está la virtud.

      Y lo de los barrios residenciales lo mismo digo del equilibrio. Hay casas que por fuera parecen apacibles y esconden infiernos y otras de barrios humildes que son balsas de aceite. Pero tú saluda a los desconocidos, otra cosa es que tengas cuidado si te invita a solas a su casa, jajaja

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