sábado, 18 de julio de 2015

Historia de B... (5ª parte)


Martina le recibió con un gran abrazo y un beso enorme a su llegada a la estación. Habían sido 4 horas de un tedioso viaje en autobús cruzando los secos páramos en los que no se veía un alma hasta llegar a aquella población del sur llena de gente en busca de un clima costero más interesante que el que ofrecía el interior a esas alturas del año. A su lado había viajado una señora de mediana edad que no había dejado de abanicarse pese a la influencia de un aire acondicionado que a él le había obligado a poner una chaqueta para no coger un resfriado. Era curiosa su pericia con el abanico, que enrollaba y desenrollaba con un golpe de mano en una operación que le puso nervioso por la de veces que la repitió a lo largo de las horas, como si fuera una máquina que no puede dejar de ejecutar su labor de la misma manera y con la misma frecuencia. Finalmente pudo alejarse para siempre de la acalorada e inquieta señora y comprobó con alegría que Martina le esperaba en el andén. Había pasado unos días sin verla y a pesar de conocerla de hace poco la había echado de menos. La había extrañado por el sexo, claro está, pero también por esa actitud que tenía y que le hacía sentir reconfortado. Habían hablado por teléfono y ella le había contado que se pasaba el día en la terraza de la casa de papá Van Heeswijk y mamá Goldberg, tomando el Sol, leyendo libros y bajaba a la playa que tenía al lado cuando sentía la necesidad de darse un chapuzón. Había leído el “Son de mar” que él le había recomendado y le había encantado esa historia de amor con ecos homéricos. Así se la definió él y ella empezó a carcajearse por teléfono, asegurando que a ella no era necesario que la hablara como un académico de la lengua. Martina había sentido mucha lástima por su homónima de la ficción e interesada por la historia, había querido ver la película que se hizo del libro, pero no le gustó mucho. Tan solo la actriz protagonista, que le pareció encantadora y que estaba bien buena.
 
 
Los padres de Martina se habían marchado a visitar a sus familiares en Europa y tenían la casa para ellos dos. Una casa que era una auténtica maravilla, ubicada en una de esas urbanizaciones situadas en primera línea de playa, con el mar a pocos metros. Ella le contó que su padre la había comprado hacía 20 años, cuando los precios eran mucho más bajos y durante el año vivían prácticamente solos, porque la mayor parte de los vecinos se pasaban por allí en los meses de más calor. Tenía dos plantas y un pequeño jardín con piscina, con una esquina reservada para un modesto huerto en el que la madre de Martina era aficionada a cultivar lechugas y tomates. Ella le enseñó el interior, mucho más fresco y donde se estaba francamente bien. Abajo estaba la cocina, el comedor y el salón y arriba las habitaciones, la terraza y una magnífica biblioteca que él examinó con curiosidad, atraído por el olor del papel lustroso. Había muchos volúmenes en alemán y holandés, incluido el Quijote en ambos idiomas y varios en español, de autores de todas las épocas. “Si quieres te puedo prestar alguno. Mi madre se los ha leído todos y yo todos los que me interesaban, mi padre no es muy de leer”, le propuso ella. “Mira, te puedes llevar este, yo me lo leí en un fin de semana”, le dijo mientras le ponía ante los ojos una edición antigua de “La montaña mágica” de Thomas Mann en su alemán original. Era un libro muy gordo escrito en un idioma incomprensible para él y le sorprendió la revelación de Martina, pues lo tenía por una novela difícil de leer, mucho más en un fin de semana. “¿En un fin de semana?¿En serio?”, preguntó con verdadera curiosidad, a lo que ella respondió con su tono burlón que aunque fuera rubia no era tonta. “Ven, que te llevo a tu cuarto”, le dijo, invitándole a salir de nuevo al largo pasillo.
“Este es el cuarto de mi hermana”, le informó ella al pasar por una habitación casi desnuda de muebles.  “¿Cómo, pero tienes una hermana?”, aquello le había pillado de sorpresa, no le había hablado nunca de ella. “Sí, pero ella vive en Alemania con su novio, pasa muy poco por aquí. Aunque me dijo que lo mismo venía a verme un día de estos, igual la puedes conocer”, aseguró sin darle mayor importancia a la revelación. Martina le llevó a su propia habitación, profusamente decorada con posters y fotos de ídolos adolescentes de otra época y con una imagen de Jean Seberg en “Al final de la escapada”, que le señaló. “Estuve buscando quién era la chica a la que decías que me parecía y me gustó, la he puesto al venir aquí estos días. La verdad es que nos damos un aire, ¿qué no?”, dijo mientras se situaba a la altura de la foto e imitaba el gesto de la actriz. “Ya he visto que la pobre perdió a una hija y se suicidó siendo joven. Qué pena, espero no acabar así. Bueno, pues este es tu cuarto”, sentenció. “¿Ah sí? ¿Me quedaré aquí?”, inquirió él con un gran regocijo interior, pues ya imaginaba lo que eso significaba. “Pues claro, para que puedas violarme un poquito por el día y por la noche”, se rió ella. “De hecho, es lo que me gustaría que hiciéramos ahora, que llevo unos días esperándolo” y sin más preámbulos empezó a besarle y a quitarle la ropa y ambos acabaron en la cama de ella, entrelazados y sudorosos tras devorar sus cuerpos con el ansia de quienes se habían deseado durante días de separación.
Al caer la noche, ella le llevó a un sitio donde decía que ponían el mejor pescado de la ciudad y al que había que ir pronto porque si no se llenaba y no había manera de entrar. Estaba en uno de los barrios humildes, en un entorno poco turístico, pero eso no fue óbice para que cuando llegaron se encontraran con una cola de varias personas que estaban esperando la apertura del local. Martina le contó que tenían por costumbre poner la música a tope, con canciones de folclóricas, mientras los clientes comían sus raciones de pie, en una curiosa mezcla de bar de toda la vida y discoteca cañí. Cuando abrieron sus puertas se instaló en la cola esa excitación de los que saben que van a asistir a un espectáculo muy ansiado y así fue. El bar tenía una forma rectangular, con una barra que iba de un extremo al otro y que dejaba lugar a una escasa franja para que se pusieran los clientes, que no tenían espacio para sentarse. El local se llenó en pocos minutos y él Martina pudieron estar entre los asistentes a esa primera ronda, mientras otros esperaban fuera a que saliera alguno de los primeros para entrar ellos. Él nunca había sido muy aficionado a los productos del mar, prefería las carnes y los embutidos al pescado, pero aquello era superior. Todas las raciones que comió de gambas, pulpo, sepia, calamares, almejas, bonito, sardinas y rape le supieron a gloria bendita. Incluso admitió comerse una ración de ostras, que siempre le habían echado para atrás por su textura mucosa y el hecho de tener que comérselas vivas, porque muertas ya no eran aconsejables. El ambiente sin duda era pintoresco, pues apenas se podía hablar con la persona que estaba al lado por el alto volumen de la música, compuesta de grandes éxitos de la copla y canciones típicas de atracciones de feria. Él solo jamás habría entrado ahí por iniciativa propia, por prejuicios o por miedo, pero estaba con Martina y con ella sentía que podía ir a cualquier lugar.
 
 
Cuando ya no pudieron más, salieron de allí y volvieron a la casa de ella. Según cruzó la puerta, Martina se quitó el vestido y las zapatillas, su atuendo habitual esos días y le invitó a subir a la terraza. “Con este calor y aprovechando que estoy sola, así es como más me gusta estar dentro de casa, sintiendo el paso del aire. A ti no te molesta, ¿no?”, dijo dedicándole una sonrisa. Cómo iba a molestarle la observación de ese cuerpo no muy alto pero sí muy bien formado, con las huellas de una preparación física que destacaba la dureza de sus miembros. Sin duda debía ir al gimnasio, porque tenía los hombros y los brazos ensanchados y el culo y las piernas sin rastros de blandura. Aunque él era alérgico al ejercicio físico, más allá de salir a andar, apreciaba el cuerpo firme de Martina. Siguió sus pasos y ambos se tendieron en una hamaca desde la que se oía el mar, imposible de ver en la oscuridad de la noche pero que se sentía en las olas que iban a morir en la orilla.
 
“Bueno, ¿y entonces me vas a contar por qué estás tan triste?” le preguntó. Él se sorprendió, ¿a qué venía eso ahora, con lo bien que estaban? Sin duda Martina había estado esperando que dijera algo que respondiera a la pregunta que le hizo cuando se conocieron en los baños de la discoteca. Aún así quiso saber a qué se refería y le dijo que por qué pensaba que estaba triste. “Está claro que lo estás, se te ve en esa mirada de perro apaleado que llevas, como furioso y apenado. Sé de lo que hablo, yo también he pasado por ahí”, le respondió. Como él se quedó un poco cortado sin saber que decir, ella continuó. “Mira, antes de dejar de ser puta yo estaba así, cabreada con el mundo y odiando casi todo y empezó de una tontería. Tuve una época en la que empecé a practicar sexo anal con algunos clientes que insistían mucho en que lo hiciera y quise experimentar. No era lo que más me gustaba, pero tenía su punto. El problema es que hay que hacerse lavativas para limpiarse el recto y que cuando estés bombeando no salga toda la mierda por sorpresa y esas lavativas me jodieron viva. Empecé a tener problemas en el estómago porque esas putas lavativas te acaban jodiendo los intestinos y me puse muy mala. De repente me puse a dudar de si no me estaría equivocando en lo que estaba haciendo. Curé lo del estómago, pero el malestar se pasó a todo el cuerpo y dejé de sentir placer cuando tenía sexo, después de todo lo que me había gustado todas esas experiencias y descubrimientos. Un día, me puse a llorar mientras estaba con un cliente y no podía parar. No eran cuatro lágrimas, tenía esas ganas de llorar de cuando te llevas un disgusto gordo, vaya espectáculo que le di al pobre, que me pagó y se fue muy triste, pensando que él tenía la culpa. No sé qué me estaba pasando, había perdido las ganas de todo. Me vine aquí a tomar unas vacaciones y pensar y cada día que pasaba tenía más claro que quería hacer otra cosa con mi vida. Un día me planté en el espejo, me miré y no me gustaba, salí a la peluquería y dije que me cortaran el pelo al cero, vaya cara que me puso la peluquera cuando se lo dije. Me dijo que si estaba segura, que tenía un pelo muy bonito y yo le dije que adelante, era lo primero que quería hacer después de tantas semanas de dudar de todo. ¿Y sabes qué? Que cuando acabó y estaba allí mirándome la cabeza calva sentí un alivio enorme, como si ese pelo pesara mil toneladas, desde entonces lo he mantenido cortito. Cuando me vieron, mis padres lo fliparon, pero yo les dije que era un cambio de look y me vieron tan contenta después de días de estar como una acelga que tampoco pusieron más pegas. En unos días cerré todo en mi vida de puta, solo me quedé con algunos teléfonos de clientes con los que había tenido más contacto, a veces hablaba con ellos en plan amigos y nos contábamos la vida. Fue uno de ellos el que me recomendó que hiciera psicología, porque me veía capacidad de leer la mente de los demás y aquí estoy. Es curioso con lo del sexo, porque al principio lo echaba mucho de menos. Estaba acostumbrada a follar casi todos los días y más de una vez y se me hacía raro no hacerlo. El cuerpo me enviaba señales, pasé semanas que estaba súper cachonda, me masturbaba a saco y salía a pillar a las discotecas, a veces me tiraba a los tíos allí mismo, en los baños o en callejones de la zona. Con eso no me bastaba, quería seguir haciendo fantasías que no había cumplido y tuve una época en la que me metía a bares de lesbianas y pillaba con ellas, con tías más masculinas que tú y otras que eran auténticas Barbies, súper finas. El sexo era fenomenal, mejor que el que podía tener con la mayoría de los tíos, pero muchas querían algo más y yo no estaba para relaciones. Empecé a estudiar y decidí centrarme en eso y las ganas de sexo fueron bajando. De vez en cuando salgo a cazar para darme un homenaje y listo”.
Tras unos momentos para asimilar la historia, él le preguntó: “¿Así que yo sería uno de esos homenajes?”. Ella se tomó un momento para pensar y dijo: “Podemos decir que sí. Te vi y me interesó tu aspecto, esa mirada tuya con esa violencia y esa pena, me pareció que eras alguien que vale la pena. ¿Y de dónde viene esa tristeza?”, preguntó una vez más. Sin saber muy bien si respondería a lo que Martina quería saber le contó su peripecia con la vida. Él había sido un chaval que había pasado sin pena ni gloria por el colegio, inteligente pero algo vago, capaz de estudiar con rapidez pero sin la suficiente constancia como para estar en el grupo de los que mejores notas sacaba. Ya entonces había comprobado que la vida no era justa y que el trabajo pesaba más que el talento, pues había auténticos tarugos que no sabían nada de cultura y que sacaban unas notas estupendas por su capacidad para estudiar durante horas y aprender todo de carrerilla, aunque dos días más tarde lo hubieran olvidado todo. Él recordaba lo que estudiaba y podía tener conversaciones mucho más profundas, pero eso solo le valía para estar en el grupo de los empollones, a los que repudiaban los tíos triunfadores y las mujeres, por verles enclenques. Y esa sensación le había acompañado a lo largo de toda su vida, de que el mundo estaba hecho para los emprendedores, aunque fueran unos imbéciles o unos hijos de puta, pues los que usaban la cabeza para pensar quedaban reducidos al guetto de los pringados a los que nadie quería por flojos. Y él tampoco quería estar en ese guetto, de hecho despreciaba a todos esos hombres de aspecto alelado o circunspecto, él quería ser de los que se llevaban a la chica y lo había intentado, pero parece ser que uno no puede sustraerse a lo que parece. Ya le resultaba difícil contar la cantidad de mujeres a las que había tratado de seducir, consiguiéndolo solo en algunos casos y recibiendo burlas más o menos disimuladas el resto de ocasiones, con princesas altivas que lo miraban como a un pobre tonto que no sabría usar el pene cuando hiciera falta ni darles la vida que creían merecer. Él se había mirado en el espejo y había encontrado por la calles a gente que se le asemejaba y era consciente de que su imagen le hacía parecer inquietante o estúpido, pero él sabía que podía hacerlo bien, solo necesitaba que le dieran una oportunidad y que creyeran en él. Y cuando alguien creía y él se hacía ilusiones no tardaba en llegar la decepción, porque esas mujeres le veían como amigo, le decían que era muy bueno pero le dejaban de lado. Para ellas no era nadie importante y no pasaba mucho tiempo hasta que empezaban a ignorar sus llamadas o sus peticiones de quedar, ni se molestaban en decirle que tenían que hacer cosas mejores que aguantarle. Y quién sabe si no tendrían razón, porque tampoco él era un santo varón. Disfrutaba de la independencia y tenía un punto egoísta que no concebía sacrificar su tranquilidad por nadie, por ello no estaba muy por la labor de tener hijos en el futuro. Él ni siquiera estaba seguro de poder amar a una mujer en condiciones, de poder hacerla feliz y de darle lo que necesitaba, pensaba en todas esas relaciones dolorosas y él no quería ser parte de esos hombres que cogen a una mujer joven e idealista y con sus inseguridades y exigencias la convierten en una flor marchita. Detestaba las discusiones y no quería que le amargaran ni amargar a nadie, para eso mejor se estaba solo, donde únicamente se haría daño a sí mismo. Imaginaba que muchas leían esa actitud y le despreciaban, en busca de los emprendedores más inconscientes que afrontaban los retos sin plantearse sus consecuencias. Además, le daba rabia que con el paso de los años gente a la que consideraba amiga se fuera creando su grupillo y dejara fuera a los que ya no entraban en sus planes, como diciéndoles que se busquen a otros que les soporten, que ellos ya han cumplido su parte. Aún así, no dejaba de esperar que algún día llegara alguien con quien no sintiera esos miedos y que no le acabara mandando a la porra y por ejemplo con ella, con Martina, se sentía muy bien.
Mientras contaba sus impresiones, Martina le observaba con gesto de lástima y él vio cómo se le nublaban los ojos, cómo alguna lágrima estaba a punto de escapársele y después de que hubiera terminado ella se abrazó a él, con la cabeza pegada a la suya y a sus oídos empezaron a llegar ruidos de sollozos. Ella temblaba un poco, de forma reconocible para él, aunque esta vez no se debía a un orgasmo. Él se sentía violento cuando alguien lloraba en su presencia, no sabía cómo reaccionar adecuadamente para no parecer un insensible. En esta ocasión sintió deseos de cuidar a esa mujer rubia que se aferraba a él y le acarició el pelo y la espalda para amainar esos temblores. Las olas del mar seguían a lo suyo, rompiendo una y otra vez en la orilla y a lo lejos se veía la luz de un barco camino de algún lugar.
 
(Continuará)

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho como continúa. He de reconocer que alguna lagrimita se me ha escapado. Voy a leer el final.
    Un beso!

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