martes, 10 de noviembre de 2015

De capullos a mariposas

Cada generación tiende a pensar que la anterior es más estúpida que la suya, lo que es un gran error. A medida que cumplimos años tendemos a madurar y de un modo u otro, acabamos tomando distancia sobre lo que un día fueron para nosotros las cosas más importantes del mundo y nuestros pensamientos y nos damos cuenta de que, a nuestra manera, hemos sido estúpidos. No lo digo porque considere que todo el mundo es idiota, pero todos sabemos que hemos hecho y dicho idioteces cuando miramos a nuestra espalda. Y las seguiremos diciendo y haciendo a medida que sigamos mirando, quizá algún día mire esta entrada y mi yo del futuro concluya diciendo "mira que decías tonterías". Es parte del tiempo, que lo cambia todo, nos guste o no.

Hace unas semanas hablaba de mi viaje de hace unos años a la Toscana italiana y lo ilustraba con varias imágenes fotografiadas por mí. A mí me parece bien que la gente quiera salir en sus fotos y que quiera demostrar que ha estado en tal o cual sitio, pero se tiende a abusar de exposición mediática, quién sabe por qué motivos psicológicos (que los habrá, aunque ni sus protagonistas lo sepan). He tenido la oportunidad de leer un artículo de Javier Marías en el que cuenta una experiencia suya siendo víctima de la obsesión de algunos por su propia imagen y no he podido resistir la tentación de compartirlo por aquí, por identificarme con muchas de sus ideas y creerme capaz de vivir una experiencia similar a la que Marías tuvo con un impertinente fotógrafo.



"Estaba unos días en Fráncfort y me acerqué a ver la Casa-Museo de Goethe. Ya saben ustedes lo que pasa a menudo en esos recorridos por los museos, exposiciones y demás: uno empieza más o menos a la vez que otro u otros visitantes y ya no hay forma de quitárselos de encima, o de que ellos se lo quiten a uno, que a lo mejor es el que molesta y estorba. Aquí me tocó coincidir con un individuo menudo, con bigotito y aspecto vagamente árabe. La casa familiar de Goethe no está nada mal (un abuelo burgomaestre ayuda, supongo): cuatro pisos de planta generosa, con pequeño salón de baile incluido y un agradabilísimo jardincito en el que hay un par de bancos y –oh milagro de tolerancia– un par de ceniceros. No sé hasta qué punto se corresponde con la original (casi todos los carteles figuran sólo en alemán), pero en todo caso está muy cuidada y se siente uno a gusto en ella. O yo podría haberme sentido así, porque, nada más iniciar el paso, el sujeto mencionado me pidió que le hiciera una foto con su móvil delante de unos cacharros, es decir, en la cocina de Goethe. Accedí, claro; el hombre comprobó que había salido bien y a continuación me pidió que le hiciera otra delante del fogón. Bueno, foto bigotito con fogón. Salí de allí y pasé a otra habitación, no recuerdo cuál, sólo que en ella había muebles anodinos, una alacena, qué sé yo. Al poco el hombre apareció y me pidió foto ante la alacena. Bueno, en fin.

“Santo cielo”, pensé, “cuando lleguemos a las zonas más nobles –el estudio, la biblioteca, el salón–, no me lo quiero ni imaginar”. Así que, en vez de seguir en la planta baja, me salté varias estancias y subí a la primera, para despistarlo. Pero el hombre se las ingenió para acoplarse a mi ritmo, no había forma de darle esquinazo, y quería tener un retrato de sí mismo no ya en todas las habitaciones, sino delante de cada mueble, cuadro u objeto. Me había tomado por su fotógrafo particular. Mi recorrido enloqueció, se hizo zigzagueante, lleno de subidas y bajadas absurdas: visitaba un cuarto del segundo piso, luego uno del tercero, luego me iba otra vez al segundo y entonces ascendía al último, desde donde regresaba a la cocina, el individuo ya había sido inmortalizado allí hasta la saciedad. Daba lo mismo: apenas me creía liberado de él, reaparecía con su móvil y su insistencia. Aunque quizá no lo crean, soy enormemente paciente en el trato personal, sobre todo cuando se me piden cosas por favor. El árabe (o lo que fuera, hablaba un rudimentario inglés con fuerte acento) se acercaba cada vez con la misma sonrisa amable e ilusionada de la primera, de hecho como si fuera la primerísima que me hacía su petición, aunque fuera la enésima y todo resultara abusivo. Sólo me libré gracias al cigarrillo que salí a fumarme al jardincito: quizá espantado por mi vicio, hasta allí no me siguió. Me aguardaban quehaceres, no pude repetir la visita en su orden, me quedó una idea de casa caótica, en la que la cocina albergaba la pinacoteca y el dormitorio la biblioteca, y el escritorio estaba en el salón de baile.

Nada se ha hecho más sagrado que las fotos obsesivas que todo el mundo hace todo el rato de todo. Si uno va por la calle y alguien está en trance de sacar una de algo, ese alguien lo fulmina con la mirada o le chilla si uno sigue adelante y no se detiene hasta que el fotógrafo decida darle al botón (lo cual puede llevar medio minuto). Si entre él y su presa hay cinco metros, pretende que ese espacio se mantenga libre y despejado hasta que haya dado con el encuadre justo, que la circulación se paralice y nadie le estropee su “creación”. El problema es que hoy todo transeúnte anda con móvil-cámara en mano, y que fotografía cuanto se le ofrece, tenga o no interés, y como además no hay límite, todos tiran diez instantáneas de cada capricho, luego ya las borrarán. He visto a gentes retratando no ya a un músico callejero o a una estatua humana, no ya un edificio o un cartel, no ya a sus niños o amistades, sino una pared vacía o una baldosa como las demás. Uno se pregunta qué diablos les habrá llamado la atención de un suelo repugnante como los del centro de Madrid. Quizá los churretones de meadas (o vaya usted a saber de qué) que los jalonan, lo mismo en época de Manzano que de Gallardón que de Botella que de Carmena, alcaldes y alcaldesas sucísimos por igual. Caminar por mi ciudad siempre ha sido imposible: las aceras tomadas por bicis y motos, dueños de perros con largas correas, contenedores, pivotes, escombros, andamios, manteros, procesionarios, manifestantes, puestos de feria municipales, escenarios con altavoces, maratones, “perrotones”, ovejas, chiringuitos y terrazas invasoras, bloques de granito que figuran ser bancos, grupos de cuarenta turistas o más. Sólo faltaba añadir esta moda, por lo demás universal. ¿Para qué fotografían ustedes tanto, lo que ni siquiera ven con sus ojos, sólo a través de sus pantallas? ¿Miran alguna vez las fotos que han hecho? ¿Se las envían a sus conocidos sin más? ¿Para qué, para molestarlos? Detesto en particular las de platos, costumbre espantosamente extendida. “Mira lo que me voy a comer”, dicen. Al parecer nadie responde lo debido: “¿Y a mí qué?” La comida, eso además, en foto se ve siempre asquerosa. ¿Pueden no fotografiar algo? Por favor."

http://elpais.com/elpais/2015/11/03/eps/1446555667_560848.html


En los últimos meses se ha podido escuchar una canción que hace referencia a la moda de los "selfies", que, quieran sus responsables o no, funciona tanto como glorificación de ese movimiento como crítica del mismo y del vacío que entraña.




Un lugar común al hablar de la juventud de hoy día es decir que están anestesiados por sus dispositivos móviles y hay muchos casos en los que eso sucede, cierto, pero también hay honrosas excepciones. Uno puede encontrarse en redes sociales a gente que apenas supera los 20 años y que cuando viaja a un sitio hace fotos del lugar y casi ni aparece su persona, desafiando a la moda del "selfie" y de sacar a pasear el careto en todo momento. Cuando yo era un adolescente se decía que los jóvenes solo estábamos preocupados por hacer botellón y jugar a la consola y yo no empecé a salir hasta los 18 años y los videojuegos ya los había dejado atrás, mientras dedicaba mi tiempo libre a leer literatura e historia. Y como yo estoy seguro de que habría más gente que dedicara su ocio a cosas que no fueran beber alcohol o jugar a la videoconsola y, en caso de hacerlo, quizá lo harían sabiendo cómo repartir los tiempos. El problema es que se suele tomar la parte por el todo y meter en el mismo saco a todo el mundo, que siempre es más fácil que andar distinguiendo los casos. Zopencos los ha habido siempre y los seguirá habiendo y nosotros también hemos sido zopencos en algún momento o lo estamos siendo. Lo bueno es que lleguemos un día y lo sepamos ver y nos demos cuenta de que fue un momento vital que teníamos que vivir y nos ayudó a aprender, una fase de capullo antes de ser mariposa.


2 comentarios:

  1. Pero es que esto no es exclusivo de la juventud

    Quizá sean los que más abusan, pero veo selfies de treintañeros y gente de todas las edades

    Sólo hay que ir en el tren y ver que todo el mundo va pendiente del móvil

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    1. Al final depende de la mentalidad de cada uno y los hay que con 70 años siguen siendo unos críos. El problema es que precisamente por eso algunos demuestran que todavía deberían recibir cierta dosis de educación, por las cosas que hacen sin pensar en las consecuencias que tienen, solo porque se lo pide el cuerpo y el tema del móvil y su uso excesivo se lleva la palma. Lo triste es cuando te encuentras a alguien a quien crees con sesera que ha sido abducido por su pantalla y te dice que te está haciendo caso, cuando lo cierto es que está oyéndote de fondo, como si fueras la radio

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