miércoles, 22 de octubre de 2014

Hombres y mujeres invisibles

Alguna vez he comentado que yo soy de esas personas que cuando entra a una habitación buscan no llamar la atención y busco ubicarme en algún rincón para no ser centro de las miradas escrutadoras. Será precisamente por eso por lo que mi llegada en líneas generales nunca es saludada con gran efusividad, porque la rehúyo y eso tiene su parte negativa, que es la de pasar desapercibido y ser más olvidable. Una persona me dijo una vez que por tímido que uno sea lo mejor que se puede hacer al llegar a un sitio donde no se le conoce es saludar a todo el mundo, mostrar simpatía y abrazar a las farolas si es necesario, para tratar de ofrecer una buena impresión. No importa lo buena gente que puedas ser o lo que puedas aportar a ese grupo, porque si no eres simpático de primeras el resto de la manada te va a mirar con recelo por pensar que ocultas algo y cuando eso se piensa se hace siempre para mal. Vas a empezar con mal pie y tendrás que trabajar el doble para ganarte simpatías, unas simpatías que el desprendido ya se ha ganado de salida, aunque sea un mal bicho o un falso. El marketing y las relaciones públicas siempre han tenido un gran peso a la hora de ser percibidos por los demás, porque conocer el interior de alguien lleva tiempo y esfuerzo, mientras que el primer vistazo es inmediato y no cuesta nada y por eso muchos se conforman con eso y no pasan de ahí. 


Yo siempre he tenido un serio problema con todo eso porque mi carácter está lejos de ser el de un vendedor vocacional. Hay gente que sabe venderse muy bien, lo llevan en la sangre y para ellos surge de forma natural, enseguida saben granjearse las simpatías de los demás y parecer alguien cuya presencia aporta algo, que es lo que siempre se ha denominado como carisma. Luego estamos los que no somos carismáticos o no lo somos en el buen sentido, los que no vendemos esa simpatía inmediata o peor aún, vendemos sensación de extrañeza y rareza, que a muchos echa para atrás. Siempre va a lograr más cosas un tonto o un sinvergüenza con carisma que un tipo de apariencia gris que sea una lumbrera o tremendamente íntegro. De esas primeras impresiones pueden surgir muchos prejuicios y yo precisamente soy prejuicioso con aquellos que te abrazan sin conocerte de nada, porque la experiencia me ha enseñado que siempre hay algo impostado en ellos y eso no me gusta, no me gusta que me prometan el paraíso para engatusarme y que luego no me lo den.


Y es que debo decir que nunca me ha gustado la gente que te trata de amiga a la primera vez, porque en (casi) todos los casos te van a olvidar tan rápido como te han conocido, porque tu no les interesas más que el de al lado, eres un peón más en su partida de ajedrez. Hay una falsedad autoasumida disfrazada de simpatía que me revuelve por dentro, es algo que me impregna de rabia y que no puedo obviar. Yo trato de descubrirlos, pero no toda la gente invierte el tiempo necesario en ello y quizá tampoco les importe, a ellos les interesa esa promesa y con eso les vale, quizá porque también perciben que es todo fachada pero tampoco les molesta al ajustarse a sus intereses, una curiosa reacción de hipocresía mutua que me parece muy triste. 


Estos días he leído un artículo sobre estas características que le convierten a uno en un hombre invisible y me ha parecido muy interesante. Se lo adjunto a continuación.


"Sentado en una mesa de una cafetería, saboreando un buen té, distraigo mi atención observando, e inevitablemente escuchando conversaciones vecinas, por esa costumbre nacional de hablar levantando la voz. Aunque no lo quieras, te enteras de todo. Observo a una chica que ha escogido un rincón para ensimismarse en su lectura. El camarero ha servido ya a dos mesas posteriores a su llegada. Aunque ella lo mira, él no la ve. Parece invisible. En cambio, una señora que viene de comprar en el mercado ha realizado una entrada triunfal. No solo todo el mundo se ha enterado de su presencia, sino que se sabe lo que va a desayunar, sobre todo el camarero al que le faltan manos para servirle. La chica de la lectura mueve la cabeza negativamente. En parte por la discriminación, en parte porque aquellos gritos la sacan de su ensimismamiento.
Las mesas colindantes siguen conversaciones diferentes, aunque con algún factor en común. Dos mujeres, cercanas a la cincuentena, se quejan amargamente de que a su edad ya no son visibles. No sienten la mirada ajena. Una pareja cercana a mi mesa discute. Él le decía a ella: “Últimamente ni me ves”. En la barra de la cafetería, un padre muy cabreado le decía a su hijo adolescente: “No quiero verte más”. Lo más seguro es que no fuera cierto, pero la expresión revela un tema, más profundo de lo que aparenta, sobre el acto de ver y ser vistos. Para una cultura tan visual como la nuestra, acostumbrada ya a verlo y retratarlo todo, se ha convertido en un deseo y una necesidad salir en la foto o, por el contrario, ausentarse de ella.
Todas estas escenas recuerdan una de las más célebres canciones del musical Chicago de Bob Fosse. El resignado marido de Roxy Hart, Amos Hart, entona su lamento describiéndose como Míster Celofán. El hombre transparente, no por su autenticidad sino por falta de reconocimiento. Ver y ser vistos. Pero ¿qué es lo que queremos ver? ¿Cómo queremos ser vistos? Aún cabe otra pregunta: ¿qué es lo que realmente vemos?
Una posible respuesta podría ser la siguiente: el material psicológico, los contenidos que hemos introducido en la mente, y los movimientos psíquicos que hemos convertido en hábito conforman el conjunto de imágenes que tenemos sobre nosotros mismos, los demás y el mundo que nos circunda. Unos contenidos que se han alimentado también de la cultura familiar, social e histórica que nos ha tocado vivir. Con todo ello hemos organizado la mente, que ahora con suma pulcritud obedece a los programas que se han automatizado en el inconsciente. Entonces, se debe tener en cuenta que los ojos no son los que miran, sino que quien lo hace es la mente de cada uno. Y ve según lo que la hemos enseñado a mirar.
En la imagen que cada uno construye de sí mismo, existe el deseo tanto de estar presentes como ausentes. En algunos aspectos se echa en falta ser más reconocidos, en otros se preferiría poder desaparecer. A veces gusta ser el centro de atención, otras pasar inadvertidos.
Lo habitual entonces es que se transite por diferentes momentos, contextos, situaciones y estados de ánimo en los que se prefiere estar presente o ausente. Cuando se respetan los tránsitos, el sentimiento se fluye con la vida. Se es libre de escoger. Podría ocurrir, por el contrario, que se acabe viviendo condenados a la eterna necesidad de reconocimiento (personal, social, profesional) o de aislamiento. Cuando es así, la mente de cada persona necesita reorganizar su propia visión y la del mundo.
Uno de los mayores miedos que se pueden padecer es el rechazo. Sentirse abandonado, despreciado o descuidado por la tribu dispara todas las alarmas de la existencia. El poder de las relaciones se basa en la capacidad de generar vínculos estables, duraderos y de protección. No obstante, las experiencias que cada uno ha vivido al respecto han conformado estilos afectivos diferentes. Unos aprenden a incluirse, otros a excluirse. Es como un destino. Tarde o temprano acaban dentro o fuera. A veces los descartan. A veces se autodestierran.
Las sociedades hacen lo mismo con sus miembros, sobre todo aquellos que no responden a los estándares y modas. De la misma manera que muchos reconocimientos son exagerados, falsos o injustos, gran parte de las exclusiones también lo son. Aunque se presuma del valor de la justicia, muchos gestos de los que apenas se es consciente invisibilizan al otro, lo apartan de la peor de las maneras que es la indiferencia. Como Míster Celofán. Hay quien prefiere un reconocimiento en negativo, antes que ser completamente ignorado.
La falta de reconocimiento obedece a dificultades de inclusión, como la chica de la cafetería cuya presencia solo asomó cuando se quejó al camarero. Tuvo que enfadarse para poderse hacer visible. Pero al hacerlo así, no se siente bien, se culpa o acusa al mundo por no estar pendiente de ella. No se le ocurre “hacerse presente”, mostrarse, pedir, expresarse asertivamente. Pero esta situación también obedece a las expectativas. Muchas personas hacen grandes esfuerzos, se cargan de responsabilidades o llaman la atención con tal de recibir aplausos, agradecimientos y valorización. Puede que se confunda el medio con el fin. Si cabe algún acto sincero de reconocimiento es ser aceptados y queridos por lo que se es y no por lo que se hace, se aparenta o se logra.
El miedo a no ser recordados es, en el fondo, un temor a ser ignorados. Si nadie nos ve, ¿existimos? Por supuesto, uno puede hacerlo todo solo y para sí mismo o, como el eremita, hacerlo aisladamente por el bien espiritual de la humanidad. Sería suficiente con que cada uno apreciara quién es, cómo es y lo que hace, mejor o peor.
Sin embargo, pronto llega la mirada del otro. Una forma de percibirnos que tanto puede ser apreciativa como despreciativa. O peor aún, ser vistos y no vistos. Ahí se encuentra el secreto del equilibrio entre lo interno y lo externo. ¿Hasta dónde sabemos apreciarnos? ¿Hasta dónde necesitamos ser apreciados? ¿Hasta dónde nos afecta el desprecio externo? ¿Necesitamos ser reconocidos por los demás para ser, para saber cómo ser? ¿Somos personas apreciativas? ¿Destacamos lo bueno de las personas y lo que hacen con la mejor de las intenciones? ¿Tendemos al desprecio, a ver siempre lo que falta o lo que no está perfecto? Según seamos en ese interior individual, así seremos ahí afuera aunque lo disfracemos con máscaras sonrientes.
No solo se trata de bucear introspectivamente. Como escuché a Begoña Román, catedrática de Filosofía de la Universidad de Barcelona, quizás vaya siendo hora de introducir la escucha en un mundo tan visual. Podría ser que el problema sea estar más desnutridos de ser escuchados que de ser vistos. Llega un momento en que más que reforzar el sentido de la vista, se necesita afinar el oído y también el tacto.
Hay una tarea que resulta ineludible: educar la mirada, amplificar la escucha y apreciar la calidez. La mirada se educa revisando lo que tenemos tendencia a percibir, y aumentando el campo de visión. Para ello, como advierte el psicólogo Joan Quintana, hay que preguntar a los otros lo que cada uno no aprecia o no sabe ver. La escucha requiere atención, disponibilidad, profundidad. Va más allá de una simple mirada. Y la calidez adentra, como ningún otro canal, en el contacto respetuoso, amable y tierno con el otro. No hay mayor reconocimiento".

 http://elpais.com/elpais/2014/10/17/eps/1413546201_223115.html


Lo cierto es que todos hemos sido alguna vez un señor o señora celofán, invisible o incluso pegajoso para los demás. Pegajosos si no hacen caso de lo que les decimos por considerarnos faltos de autoridad, aunque tengamos razón, algo que yo he podido experimentar de primera mano cuando ha habido gente que no ha hecho caso de las cosas que le he dicho y que incluso se lo ha tomado a burla por venir de mí. Pero a la hora de haber vivido experiencias del estilo Señor Celofán la palma se la lleva aquella vez en el trabajo que una compañera se dio cuenta de que me había cortado el pelo dos semanas más tarde, cuando yo ya llevaba varios días con una diferencia notoria de pelo sobre mi cabeza, dejándome pasmado. Ella era del tipo que enumeraba al principio de la entrada, de las que iban de simpáticas con todo el mundo y a las que la mayoría considerarían un encanto, pero a las que empiezas a ver las costuras cuando profundizas un poco, pues ya se cuidaba de agradar más a los que más le convenían y se dejaba querer por los jefes en una suerte de flirteo inocente, de hacerse desear, que es siempre el arma que usan este tipo de mujeres para llegar a la cima (tristemente, en un mundo de hombres hay que jugar con las reglas del machismo para ir ganando las partidas, porque una mujer que no sea "simpática" lo tiene siempre más complicado para trepar aunque su talento sea mayor). Como yo no dejaba de ser un tipo corriente y moliente tampoco estimó darme más bola de la necesaria y eso incluía no mirarme a la cara aunque por cuestiones laborales habláramos varias veces a diario. Algo que sospechaba por encontrarla mirando siempre al ordenador y que tuve claro cuando me comentó lo del corte de pelo dos semanas después y que me dejó patidifuso, se ve que debía darle un poco de grima para no querer mirarme ni una vez. Una chica muy "simpática" que me demostró que era una elementa asquerosa a la que tuve la suerte de perder de vista hace tiempo. Porque eso es lo que merecen la mayoría de los que nos tratan como seres invisibles, que los mandemos a la mierda, si no de viva voz delante suyo, al menos de pensamiento y acto.


6 comentarios:

  1. Yo he llegado a la conclusión de que ser persona invisible es mucho mejor que llamar la atención. Esas personas se esfuerzan demasiado, son artificiales y eso para mi es un trabajo estúpido. Prefiero de primeras permanecer en mi rincón a observar, y darme cuenta desde ahí quién merece la pena y quien no, luego no sé cómo lo hago pero acabo juntándome con lo mejor de la manada, aunque siempre por llevarte con unos tienes que acabar llevándote con personas que no van contigo pero lo que suelo hacer es ser diplomática y mientras no haya gestos o actitudes demasiado insoportables para mi todo va bien. Una vez que estás a gusto es mucho más facil ser simpático y "llamar la atención". Lo bueno es que te ve la gente que tú quieres, y eso es lo que realmente importa. Me la suda tremendamente llegar a una fiesta y que nadie se de cuenta de mi nuevo corte de pelo, pero no me será tan indiferente si llego a mi círculo de amistades y nadie dice nada sobre ello. De todo lo que dice en el texto lo peor son los casos en los que las personas que realmente importan no te ven o no quieren verte, el que sirvan antes a otros en un bar...una chorrada, simplemente puedes limitarte a irte luego sin pagar que fijo que ni se enteran XD.
    Vamos que hay que tratar de buscar un equilibio entre señor celofán y señor simático.

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  2. Jajaja, es cierto, verás como si te vas sin pagar sí que se dan cuenta de que estás ahí, aunque también eso demostraría que te ignoraban adrede.

    Yo de pequeño siempre fui bastante solitario, luego me solté y hubo un momento en el que en un año hice más amistades que en todos los años anteriores juntos, incluso me sorprendía a mí mismo, pero desde hace un tiempo siento que he ido volviendo a esos orígenes, como si mucha gente empezara a cansarse de mí. Veo gente a mi alrededor que se ha ido buscando su camino y me da una sensación como de fraude al verles seguir ese camino por el que parece ir todo el mundo y que a mí me cuesta aceptar, porque siempre he sido muy rebelde a mi manera y no me ha gustado hacer las cosas porque sí.

    Hay quién dirá que es el ciclo de la vida y que ha pasado siempre y quizá sea así, pero me cuesta aceptar que algunas amistades parezcan "ultracuerpos", que tengan la misma apariencia pero su forma de ser empiece a ser desconocida para mí. Y si eso me pasa con gente con la que he estado cerca, pues qué no ha de pasar con otra gente a la que le importo poco o nada, que suceden fenómenos como el de la compañera que no me miraba a la cara y me duele porque yo no me porto mal con ellos como para que me traten así.

    Vamos, un lío de narices que me está dando ideas para otra entrada que publicaré próximamente.

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  3. Significativo al respecto es cómo mi madre ha rechazado a una vendedora de naranjas telefónica por el simple hecho de haberla saludado diciendo "Begoña, cariño...".

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    1. Jajajaja, no le gustó eso de que una desconocida la llamara por su nombre, se sintió invadida. Curiosamente, se hace eso para tratar de acercarse al que se llama y muchos lo celebran, como cuando en la radio te hablan de tú y te dicen lo que deberías estar haciendo. Yo para eso soy como tu madre, que no se pasen de cariñosos al principio

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  4. Sobre todo el "cariño", porque vale que sepa su nombre, pero ¿"cariño"? ¿A una persona que no conoce de nada? A mí me pasa lo mismo, ese tipo de "cariñosidades" excesivas me repelen.

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    1. Y a mí también, pero te sorprendería la cantidad de gente que ya se pone de buen talante cuando se lo sueltan, de ahí que se generalicen ese tipo de prácticas. Y los que las criticamos quedamos como el enano gruñón, jajaja

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