martes, 12 de abril de 2016

Del amor y sus entresijos

Hace unos días terminé la primera temporada de “Love”, una serie cuyos primeros diez capítulos me he visto de un tirón, una de esas series en las que sientes ganas de ver el episodio siguiente una vez terminado el anterior. “Love” se centra en dos personajes: Gus (Paul Rust), que trabaja como docente del joven reparto de una serie vampírica de éxito, aunque su ilusión es poder llegar a ser guionista de la producción y Mickey (Gillian Jacobs), productora para un consultorio radiofónico que recurre al alcohol, las drogas y el sexo ocasional como un modo de evadirse de su sensación de miseria moral. Los dos dejan la relación con sus respectivas parejas al ver que no satisfacen sus necesidades y se acaban encontrando. Entonces seremos testigos de sus evoluciones, sobre todo por separado, mostrando a ambos en sus respectivos ambientes, sin juntarse demasiado, a veces por la casualidad y a veces por un deseo no satisfecho de alguno de los dos. Y es que tanto Gus como Mickey están lejos de ser una perita en dulce. Ambos son inmaduros, tienen dificultades para negociar sus sentimientos y relacionarse apropiadamente con los demás. Parecen estar fuera de lugar y a la vez ser parte de un mundo ridículamente imperfecto, donde cada uno va a lo suyo y trata de conseguir cosas de los demás de manera ruin. Viendo esta serie no he podido evitar pensar en el concepto del amor, al observar las evoluciones de sus protagonistas y de cómo ambos buscan en el amor un modo de redención de sus propias imperfecciones, un modo de  de conseguir que alguien les haga sentirse especiales. Y creo que esas pueden ser las motivaciones de todos cuando buscamos que alguien nos quiera, sentir que se nos da algo que no teníamos, algo que no nos da el resto de la gente.





Recuerdo en mis años universitarios que alguien hablaba de la chica que le gustaba en ese momento, que era diferente a la que le había gustado el mes anterior, porque sus afectos eran volubles cual plumas al viento. Y fue en una de esas ocasiones cuando alguien le dijo al eterno enamorado que “a ti la que te haga caso” para englobar sus preferencias, porque parecía que le valiera cualquiera, siempre que le mirara con buenos ojos. Suele decirse aquello de que no decidimos de quien nos enamoramos, lo cual no me parece muy cierto, porque creo que siempre se elige, aunque sea de manera inconsciente. Toda la gente puede parecernos semejante, gente que ni nos mira a los ojos ni se fija en nosotros, que simplemente van a lo suyo y nosotros no entramos en su mundo. Y de repente, un día, alguien fija su vista en nosotros y nos hace sentir de forma especial, nos muestra que no somos un número más dentro de la masa, que tenemos algo que ha atraído su atención y nos ha hecho destacar entre los demás. Y ese sentimiento, a su vez, nos atrae hacia la persona que nos ha mirado, que nos ha hecho caso. Y si entre ambas partes surge el entendimiento la cosa puede ir para adelante y establecerse una relación profunda. Así, se ha producido una elección, la de la persona que ha fijado su atención en otra y la otra que ha elegido atender la invitación que le ha sido ofrecida. Porque si nos fijamos en alguien y ese alguien no nos devuelve la mirada no hay mucho que hacer, nosotros lo hemos elegido, pero no hemos sido correspondidos. Ahí es donde tiene lugar la frustración, que tantas obras artísticas ha ayudado a parir a través de los siglos, de hombres y mujeres despechados por un amor insatisfecho, porque no les han hecho caso aquellos a los que deseaban. Y voy a nombrar un par de ejemplos con sendas canciones que me han venido a la cabeza pensando en esto, una seria y la otra bastante chusca, que mi mente suele hacer estas conexiones bizarras.





Del amor también puede derivarse al egoísmo, a creer que la otra parte nos debe una serie de cosas a cambio del cariño que le profesamos y podemos volvernos un poco locos si nos sentimos decepcionados en ese sentido. Es fácil decir que no todos amamos igual, pero a veces muy difícil darse cuenta de ello y cometemos errores cuando acusamos a otros de que no nos quieren tanto como nosotros a ellos, de que no les importamos. Es posible que en verdad nos estemos engañando y que la otra parte no nos corresponda porque no nos quiere, pero suele pasar que tiene otro modo diferente de mostrarlo y no podemos o no sabemos verlo. Yo me he equivocado en ese sentido, en pretender que algunas personas reaccionen del mismo modo que yo ante una situación similar y haber exigido algo que no se iba a producir, no por falta de cariño, sino por tener un modo de encararlo diferente al mío. Es un tema complejo con el que lidiar y que da que pensar en el amor al que llaman puro, el que se da sin esperar nada a cambio, como el que pueden sentir los padres hacia sus hijos, los religiosos hacia el prójimo o los perros hacia sus dueños. En la posibilidad de poder llegar a amar un día de esa manera, sin las ataduras que a veces nos imponemos.


Quiero acabar esta entrada con una cita de la novela “Guerra y Paz”, cuya lectura estoy realizando actualmente y que es un prodigio de momentos para conservar, podría hacerse un blog dedicado únicamente a fragmentos de esa novela decimonónica. En el que hoy destaco, el autor se mete en el pensamiento de Pierre, uno de los protagonistas, que sale de una velada en la que ha tratado con Natasha, una mujer tan emocional como impulsiva de la que se ha enamorado. El trato con ella le ha hecho sentirse bien, mucho mejor que el pensar en sus preocupaciones del día a día y en otras más metafísicas, que parecen empequeñecer en importancia al compararlas con las sensaciones que le provoca la chica. Porque se da cuenta de que todo lo demás es ruido cuando se descubre lo que de verdad importa, que alguien nos haga sentirnos diferentes del resto, que dejemos de ser figurantes en el mundo y que el mundo se convierta en el decorado de la película que protagonizamos. Un sentimiento que puede tener sus dosis de egoísmo, pero que de tan bonito es irrenunciable.


"La cuestión sobre la vanidad y locura de las cosas terrenas, que tanto lo había atormentado, dejó de existir para Pierre desde el día en que, al salir de casa de los Rostov y recordar la agradecida mirada de Natasha, tuvo la sensación de que una existencia nueva comenzaba para él. Aquellas terribles preguntas: "¿Por qué? ¿Para qué?", que antes lo asaltaban en medio de cualquier actividad, eran ahora sustituidas no por otra preguntas, ni por la respuestas a las preguntas anteriores, sino por su imagen. Cuando oía o hablaba sobre las cosas más insignificantes, cuando leía o llegaba a sus oídos alguna bajeza o locura humana, no se horrorizaba como antes, no se preguntaba por qué los hombres se preocupan de las cosas de este mundo, cuando todo es tan breve y desconocido, sino que recordaba a Nastaha tal como la había visto la última vez. Entonces desaparecían todas sus dudas, no porque ella respondiera a las preguntas que él se planteaba, sino porque su recuerdo lo transportaba a otro mundo, a los claros dominios de la vida espiritual, donde no había ni culpables ni inocentes, donde todo era belleza y amor, cosas por las que valía la pena vivir. Así, cuando conocía alguna vileza humana, solía decirse: "¿Qué más da que fulano robe al Estado y al Zar y que el Estado y el Zar le paguen con honores? ¡Ella me sonrió ayer, pidió que volviera! ¡Yo la amo, pero nadie lo sabrá jamás!".