martes, 17 de diciembre de 2013

Me gustas

Todos nos hemos visto alguna vez en la situación de que nos guste alguna persona para emprender una relación amorosa con ella y no nos atrevamos a decírselo, por miedo a que huya de nosotros o de que simplemente la relación amistosa ya existente se vaya al garete. En esos casos, tratamos de hacer notar mediante detalles e insinuaciones lo que sentimos, en espera de que la otra persona se dé por aludida y nos anime a dar el paso definitivo. Antes de que nos convirtamos en el pagafantas de turno.
 

 
 
Pero hay veces en las que la timidez vence y nos es imposible transmitir nuestras emociones, llegando incluso a parecer indiferentes desde fuera cuando por dentro ardemos de pasión y se nos ve indolentes cuando estamos que nos derretimos por la otra persona, como muestra de forma simpática esta secuencia de "Amelie".



Como "Amelie" es una película bonita, todo acaba bien y los protagonistas descubren su mutuo sentimiento, pero en la vida real no siempre es así. Si todos tuviéramos un letrero que indicara lo que queremos o pudiéramos leernos el pensamiento todo sería más fácil, pero como eso no es lo habitual lo más común es seguir el tradicional método científico de ensayo/error. Es decir, intentarlo, salir quizá mal parado y volverlo a intentar para que salga mejor.
 
Hablaba no hace mucho del libro "Ana Karenina" de León Tolstói, que me había gustado mucho por su buen tino y su alcance universal a la hora de diseccionar los comportamientos humanos. Y me he acordado de un extracto que hace referencia a los deseos no revelados por otra persona. Tolstói hace un pequeño parón en la narración de las peripecias de los protagonistas de la novela y se centra en dos personajes de escaso peso en la trama, a los que da su momento de (no) gloria. Es curioso, porque son dos personajes que apenas aparecen en el libro más allá de este aparte, imagino que porque Tolstói quiso explorar con ellos otra parte del abanico amplio de las emociones humanas. En este caso, de la impotencia de no saber o no poder transmitir lo que se siente.


"Vareñka estaba muy atractiva, con su pañuelo blanco sobre la negra cabellera, rodeada de niños, ocupándose alegremente de ellos y visiblemente conmovida por la posibilidad de que el hombre que le gustaba se le declarase.

Sergio Ivanovich, a su lado, la miraba sin cesar, recordando las agradables conversaciones que había mantenido con ella y comprendiendo cada vez más claramente que experimentaba por la joven un sentimiento especial, que ya sintiera otra vez, mucho tiempo hacía, en su primera juventud. Sí, sólo una vez...

La impresión de alegría que le causaba su proximidad fue creciendo sin cesar hasta el momento en que, al darle una seta, una enorme seta de tallo delgado, con los bordes vueltos hacia afuera, la miró a los ojos y observó el rubor que su emoción tímida y alborozada hacía subir a su rostro. Él mismo se turbó y le sonrió con una de aquellas sonrisas que dicen tantas cosas.

«De ser así», se dijo, «debo pensarlo antes de resolverme, sin dejarme llevar, como un chiquillo, de la influencia del momento».

–Voy a separarme de todos para buscar setas por mi cuenta –pronunció en voz alta Sergio Ivanovich–, porque, si no, mis hallazgos van a pasar inadvertidos.

Y se alejó del lindero del bosque por cuya suave alfombra pasaban, entre los viejos álamos poco frondosos, hacia el interior, donde a los troncos blancos de los álamos se unían los grises de los olmos y los oscuros de los avellanos.

Habiéndose apartado unos cuarenta pasos, Sergio Ivanovich se encontró detrás de un avellano en pleno florecimiento, cuyas ramas con sus racimos de un rojo rosado le ocultaban a los ojos de sus acompañantes, y se detuvo.

Todo estaba en calma en tomo suyo. Sólo en torno de los álamos a cuya sombra se encontraba, zumbadores moscas volaban como un enjambre de abejas, y a lo lejos se oían de vez en cuando las voces de los niños.

De pronto, muy cerca, en el lindero del bosque, sonó la voz de contralto de Vareñka llamando a Gricha. Una sonrisa alegre iluminó el rostro de Sergio Ivanovich y, al tener conciencia de su sonrisa, movió la cabeza en señal de desaprobación, y, sacando un cigarro del bolsillo, se dispuso a fumar.

Estuvo mucho rato sin conseguir inflamar el fósforo que frotaba en el tronco de un abedul. La suave pelusa de la blanca corteza se pegaba al fósforo y apagaba la llama.

Al fin consiguió encender uno y el aromático humo del cigarro se elevó ante él como un ondulante velo hacia las ramas colgantes del abedul.

Siguiendo con la vista las volutas del humo, Sergio Ivanovich continuó su camino pensando en su situación.

«¿Por qué no?», se decía. «Si esto fuera una explosión de sentimientos, una pasión, si hubiera sentido esta inclinación, que ya puedo llamar recíproca, y notara, a la vez, que ello iba contra mi modo de vivir; si, entregándome a esta inclinación observara que traiciono mi vocación y mú deber.. Pero no hay nada de eso... Sólo puedo alegar en contra que, al perder a María, prometí ser fiel a su memoria. Sólo esto puedo oponer a mi sentimiento y desde luego comprendo que es importante.»

Pero mientras se hacía estas reflexiones advertía a la vez que para él no podían tener ninguna importancia, salvo tal vez la de que estropearía a los ojos de los demás su papel de fiel enamorado.

«Aparte de esto, por mucho que busque, no encontraré nada contra mi sentimiento. Si hubiera escogido sólo ateniéndome a la razón, no habría hallado nada mejor.»

Pensando en cuantas mujeres conocía, no lograba recordar ninguna que reuniese aquellas cualidades que él, reflexionando fríamente, había siempre deseado para su esposa.

Vareñka tenía el encanto y lozanía de la juventud, pero no era una niña, y si le amaba era conscientemente, como debe amar una mujer.

Pero había algo todavía mejor, y era que ella no sólo estaba apartada de las opiniones del gran mundo, sino que, evidentemente, el gran mundo le repugnaba, sin prejuicio de conocerlo y de saberse mover en él dignamente, sin lo cual Sergio Ivanovich no podía concebir a la compañera de su vida.

Además, Vareñka era religiosa, pero no como una niña, al modo de Kitty, religiosa y buena por instinto, sino con conocimiento de causa, ordenando su vida según los principios religiosos.

Incluso en otros detalles, Sergio Ivanovich hallaba en ella cuanto pudiera desear en su esposa: Vareñka era pobre y vivía sola en el mundo, y no traería con ella una caterva de parientes y su influencia en casa del marido, como sucedía con Kitty, y estaría obligada en todo a su marido, cosa que había deseado también siempre para su futura vida conyugal.

Y la joven que reunía todas aquellas condiciones le amaba, lo que él, aunque modesto, no podía dejar de observar. Y Sergio Ivanovich la amaba también.

Había un obstáculo: su edad. Pero en su familia eran todos fuertes y vivían muchos años. No representaba apenas cuarenta y recordaba que sólo en Rusia se considera viejos a los hombres cincuentones.

En Francia un cincuentón está dans la force de l'âge y un cuarentón es un jeune homme. ¿Qué significaba la edad si él se sentía tan joven de espíritu como veinte años atrás? ¿Acaso no era juvenil el sentimiento que experimentaba ahora cuando, al salir desde el centro del bosque a su límite, veía bajo los oblicuos rayos del sol, inundada en su luz, la graciosa figura de Vareñka, con su vestidito amarillo?

Ella, con el cesto al brazo, pasó con rápido andar ante el tronco de un abedul. La impresión que le causara Vareñka se unió en él a una perspectiva que le sorprendió por su belleza: el campo de avena que empezaba a amarillear, anegado en los rayos oblicuos del sol, y más allá, el añoso bosque, también salpicado de manchas amarillas, que desaparecía en la lejanía azul...

Su corazón se estremeció de alegría, su alma se llenó de ternura y Sergio Ivanovich se decidió.

En aquel momento, Vareñka, que se había inclinado para coger una seta, se erguía con gentil ademán.

Sergio Ivanovich tiró el cigarro con un rápido movimiento y se dirigió hacia ella.

«Bárbara Andrievna: cuando yo era muy joven aún, forjé un ideal de mujer a quien amar y a quien hacer mi esposa. Después de largos años de vida, he hallado en usted lo que buscaba. La amo y le ofrezco mi nombre.»

Así se preparaba a hablar Sergio Ivanovich cuando estaba a diez pasos de Vareñka, la cual, arrodillada y defendiendo una seta de los asaltos de Gricha, llamaba a la pequeña Macha.

–Ven, ven, pequeña, ven. ¡Aquí hay muchas! ––decía con su agradable voz.

Viendo acercarse a Sergio Ivanovich no cambió de postura, pero él advirtió en todo su aspecto que sentía su proximidad y se alegraba.

–¿Ha encontrado usted muchas? –preguntó,–volviendo hacia él su hermoso rostro, que sonreía con dulzura enmarcado en el blanco pañuelo.

–Ninguna. ¿Y usted? –repuso Sergio Ivanovich.

Vareñka, ocupada con los niños que la rodeaban, no contestó.

–¡Otro! –dijo, mostrando a la pequeña Macha un hongo minúsculo sobre un delgado tallo cortado en la mitad de su esponjosa cabeza rosada por una brizna de hierba seca que había crecido bajo el hongo.

Vareñka se incorporó cuando Macha cogió el honguito, rompiéndolo en dos frescos pedazos.

–Esto me recuerda mi infancia –dijo Vareñka, dejando a los niños para aproximarse a Sergio Ivanovich.

Anduvieron unos pasos en silencio. Vareñka adivinaba que él quería hablar; sabía ya de qué, y la alegría y el temor le oprimían el alma.

Se alejaron tanto que todos les perdieron de vista; pero él seguía callando. Vareñka optó por callar también. Después de un silencio, resultaba más fácil hablar de lo que les interesaba que a raíz de unas palabras sobre las setas.

Pero, como involuntariamente, Vareñka dijo de improviso:

–¿De modo que usted no ha encontrado nada? Claro... En el bosque siempre hay menos setas que en los linderos.

Sergio Ivanovich suspiró sin contestar. Le desagradaba que ella hablara de las setas. Habría querido hacerla volver a sus primeras palabras sobre su infancia; pero, también como a la fuerza, tras una pausa le contestó:

–He oído decir que los hongos blancos crecen en los linderos del bosque, pero no sé distinguirlos.

Pasaron otros varios minutos. Se alejaron más de los niños y ahora estaban completamente solos. El corazón de Vareñka latía de tal modo que ella percibía sus latidos. Se daba cuenta de que se ruborizaba, palidecía y volvía a ruborizarse. Ser esposa de un hombre como Kosnichev después de la posición en que viviera con la señora Stal, le parecía que era más de lo que podía desear. Estaba, por otra parte, convencida de que le amaba.

Sentía que ahora iba a decidirse todo, y se asustaba de lo que le diría y de lo que le dejaría de decir.

Sergio Ivanovich comprendía también que había que explicarse ahora o no lo harían nunca. Todo en la mirada, el rubor y los ojos de Vareñka delataba una fuerte emoción. Kosnichev la compadecía.

Pensaba aun que no decirle nada ahora, sería ofenderla. Se repitió mentalmente todo lo aducido en pro de su decisión; se repitió incluso las palabras con las que quería expresársela.

Pero, por una inesperada asociación de ideas, en vez de decirle lo que pensaba, le preguntó:

–¿Qué diferencia hay entre el hongo blanco y el hongo de álamo?

Los labios de Vareñka temblaron de emoción al contestar:

–La cabeza no difiere apenas, pero el tallo sí.

Y, después de pronunciar estas palabras, comprendieron ambos que todo había terminado, que lo que debía decirse no se diría. Y su mutua emoción, que había alcanzado su punto máximo, empezó a calmarse.

–El tallo del hongo de álamo recuerda la barba de un hombre moreno sin afeitar –dijo, ya completamente tranquilo, Sergio Ivanovich.

–Es cierto –repuso Vareñka sonriente.

Y, sin darse cuenta, cambiaron el rumbo de su paseo y se acercaron a los niños.

Vareñka sentía dolor y vergüenza, pero a la vez experimentaba cierta sensación de alivio.

De vuelta a casa y repasando todos los motivos que podía tener para casarse, Sergio Ivanovich halló que había pensado equivocadamente. No podía traicionar la memoria de María.

–¡Calma, calma, calma, niños! –gritó Levin, casi irritado, poniéndose ante su mujer para defenderla cuando los chiquillos, entre gritos de alegría, venían corriendo a su encuentro.

Detrás de los niños salieron del bosque Sergio Ivanovich y Vareñka.

Kitty no necesitó preguntar nada. En los rostros serenos y como avergonzados de los dos la joven comprendió que sus esperanzas no se habían realizado.

–¿Y qué? –preguntó su marido cuando volvían a casa.

–No toma –dijo Kitty, recordando a su padre en el modo de reír y hablar, lo que Levin observaba a menudo en ella con placer.

–¿Qué quiere decir «no toma»?

–Esto; mira lo que hacen –repuso Kitty, cogiendo la mano de su marido, llevándosela a la boca y tocándola con sus labios cerrados–. Le besa la mano como se le besa a un obispo.

–Pero, ¿quién es el que «no toma»? –preguntó Levin riendo.

–Ni el uno ni el otro. Mira, es así como debe hacerse.

Y Kitty besó la mano de su marido.

–Cuidado. Ahí vienen unos aldeanos.

–No, no han visto nada..."
 
 
Al final te queda esa sensación de impotencia de ni Sergio ni Varenka se atrevan a dar el paso y se sientan un poco idiotas, algo tantas veces repetido a lo largo de los siglos en todas las épocas. Porque aunque los anhelos no revelados siempre se han considerado más comunes en la mujer, hay muchos hombres que por vergüenza o por miedo al fracaso no confiesan lo que sienten. Y eso es un error, porque dudo que nadie nos lea la mente ni sepa lo que pensamos si no lo transmitimos. Y puede que no salga bien si la otra persona no siente lo mismo, pero quedará el consuelo de haber hecho lo posible. Porque la vida se basa en esa dualidad científica de ensayo/error y de los errores surgen mejores ensayos para dar con la clave del progreso. Si alguien te gusta, házselo saber, no te quedes con la duda que nos impide avanzar. Como hicieron Nino y Amelie Poulain, sin necesidad de palabras.
 
 

6 comentarios:

  1. Henry Ford dijo que son más numerosos los que renuncian que los que fracasan y es cierto, el miedo al fracaso es lo que impide que la gente llegue lejos, en todos los ámbitos, no sólo en el amor.

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    1. Totalmente cierto y es triste lo común que es, que la gente no se de cuenta de las oportunidades que pierde en todos los sentidos quedándose de brazos cruzados esperando que todo se solucione por si solo. Casi siempre es mejor intentarlo, que así es como la humanidad ha progresado

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  2. Es normal no dar el paso...da mucha vergüenza confesar lo que se siente por alguien y más cuando no sabes si eres correspondido. Y las mujeres somos expertas en querer que los hombres adivinen lo que queremos, hace años que esa lección la he aprendido y ya no me callo lo que quiero. Me las ingenio como sea para dar a entender lo que hay y si veo que es recíproco...pues me las ingenio también para que pase lo que tenga que pasar. Conmigo no hay mucho de eso de medias tintas, porque sé que las sutilidades no funcionan.
    Entiendo que no todo el mundo es como yo, mucha gente es muy cortada, le vence la timidez...pero algún día habrá que dar un paso en alguna dirección digo yo, sino te quedas toda la vida pensando en qué habría pasado si hubieras dado el paso.

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    1. Yo soy el primero que siente apuro en ese tipo de situaciones, la timidez me pesa y a veces soy incapaz de decir nada y parecer distante. Pero llega un momento en el que digo que ya está bien y doy el paso y pase lo que pase, me quedo más tranquilo. Eso es más o menos lo que sucedía al final de "Lost in translation", cuando los dos protagonistas dejaban claro lo que sentían y aunque la cosa no salía se respiraba ese alivio de haberlo expresado

      http://www.youtube.com/watch?v=1bd2RE0OjyE

      Creo que haces bien en mostrar lo que sientes, ese tipo de actitudes siempre ayudan a evitar malentendidos y situaciones tristes. Mucha gente espera a que la otra parte dé el primer paso y a veces se llevan disgustos por perder las oportunidades

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  3. "... y de los errores surgen mejores ensayos..."

    Excelente frase, excelente entrada y excelente blog. Por hoy he recuperado la esperanza.

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    1. Al final la vida es eso, equivocarse y volver a equivocarse mejor, como decía Samuel Beckett, todos vamos aprendiendo con el tiempo, los errores no pueden hacer que nos vengamos abajo para siempre. Me alegro de que hayas recuperado la esperanza, que a veces desaparecerá, pero que siempre hay que volver a recuperar

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