Martina le recibió con
un gran abrazo y un beso enorme a su llegada a la estación. Habían sido 4 horas
de un tedioso viaje en autobús cruzando los secos páramos en los que no se veía
un alma hasta llegar a aquella población del sur llena de gente en busca de un
clima costero más interesante que el que ofrecía el interior a esas alturas del
año. A su lado había viajado una señora de mediana edad que no había dejado de
abanicarse pese a la influencia de un aire acondicionado que a él le había
obligado a poner una chaqueta para no coger un resfriado. Era curiosa su
pericia con el abanico, que enrollaba y desenrollaba con un golpe de mano en
una operación que le puso nervioso por la de veces que la repitió a lo largo de
las horas, como si fuera una máquina que no puede dejar de ejecutar su labor de
la misma manera y con la misma frecuencia. Finalmente pudo alejarse para
siempre de la acalorada e inquieta señora y comprobó con alegría que Martina le
esperaba en el andén. Había pasado unos días sin verla y a pesar de conocerla
de hace poco la había echado de menos. La había extrañado por el sexo, claro
está, pero también por esa actitud que tenía y que le hacía sentir
reconfortado. Habían hablado por teléfono y ella le había contado que se pasaba
el día en la terraza de la casa de papá Van Heeswijk y mamá Goldberg, tomando
el Sol, leyendo libros y bajaba a la playa que tenía al lado cuando sentía la
necesidad de darse un chapuzón. Había leído el “Son de mar” que él le había
recomendado y le había encantado esa historia de amor con ecos homéricos. Así
se la definió él y ella empezó a carcajearse por teléfono, asegurando que a
ella no era necesario que la hablara como un académico de la lengua. Martina
había sentido mucha lástima por su homónima de la ficción e interesada por la
historia, había querido ver la película que se hizo del libro, pero no le gustó
mucho. Tan solo la actriz protagonista, que le pareció encantadora y que estaba
bien buena.
Los padres de Martina
se habían marchado a visitar a sus familiares en Europa y tenían la casa para
ellos dos. Una casa que era una auténtica maravilla, ubicada en una de esas
urbanizaciones situadas en primera línea de playa, con el mar a pocos metros.
Ella le contó que su padre la había comprado hacía 20 años, cuando los precios
eran mucho más bajos y durante el año vivían prácticamente solos, porque la
mayor parte de los vecinos se pasaban por allí en los meses de más calor. Tenía
dos plantas y un pequeño jardín con piscina, con una esquina reservada para un
modesto huerto en el que la madre de Martina era aficionada a cultivar lechugas
y tomates. Ella le enseñó el interior, mucho más fresco y donde se estaba
francamente bien. Abajo estaba la cocina, el comedor y el salón y arriba las
habitaciones, la terraza y una magnífica biblioteca que él examinó con
curiosidad, atraído por el olor del papel lustroso. Había muchos volúmenes en
alemán y holandés, incluido el Quijote en ambos idiomas y varios en español, de
autores de todas las épocas. “Si quieres te puedo prestar alguno. Mi madre se
los ha leído todos y yo todos los que me interesaban, mi padre no es muy de
leer”, le propuso ella. “Mira, te puedes llevar este, yo me lo leí en un fin de
semana”, le dijo mientras le ponía ante los ojos una edición antigua de “La montaña
mágica” de Thomas Mann en su alemán original. Era un libro muy gordo escrito en
un idioma incomprensible para él y le sorprendió la revelación de Martina, pues
lo tenía por una novela difícil de leer, mucho más en un fin de semana. “¿En un
fin de semana?¿En serio?”, preguntó con verdadera curiosidad, a lo que ella
respondió con su tono burlón que aunque fuera rubia no era tonta. “Ven, que te
llevo a tu cuarto”, le dijo, invitándole a salir de nuevo al largo pasillo.
“Este es el cuarto de
mi hermana”, le informó ella al pasar por una habitación casi desnuda de
muebles. “¿Cómo, pero tienes una
hermana?”, aquello le había pillado de sorpresa, no le había hablado nunca de
ella. “Sí, pero ella vive en Alemania con su novio, pasa muy poco por aquí.
Aunque me dijo que lo mismo venía a verme un día de estos, igual la puedes
conocer”, aseguró sin darle mayor importancia a la revelación. Martina le llevó
a su propia habitación, profusamente decorada con posters y fotos de ídolos
adolescentes de otra época y con una imagen de Jean Seberg en “Al final de la
escapada”, que le señaló. “Estuve buscando quién era la chica a la que decías
que me parecía y me gustó, la he puesto al venir aquí estos días. La verdad es
que nos damos un aire, ¿qué no?”, dijo mientras se situaba a la altura de la
foto e imitaba el gesto de la actriz. “Ya he visto que la pobre perdió a una hija y se suicidó
siendo joven. Qué pena, espero no acabar así.
Bueno, pues este es tu cuarto”, sentenció. “¿Ah sí? ¿Me quedaré aquí?”,
inquirió él con un gran regocijo interior, pues ya imaginaba lo que eso
significaba. “Pues claro, para que puedas violarme un poquito por el día y por
la noche”, se rió ella. “De hecho, es lo que me gustaría que hiciéramos ahora,
que llevo unos días esperándolo” y sin más preámbulos empezó a besarle y a
quitarle la ropa y ambos acabaron en la cama de ella, entrelazados y sudorosos
tras devorar sus cuerpos con el ansia de quienes se habían deseado durante días
de separación.
Al caer la noche, ella
le llevó a un sitio donde decía que ponían el mejor pescado de la ciudad y al
que había que ir pronto porque si no se llenaba y no había manera de entrar.
Estaba en uno de los barrios humildes, en un entorno poco turístico, pero eso
no fue óbice para que cuando llegaron se encontraran con una cola de varias
personas que estaban esperando la apertura del local. Martina le contó que
tenían por costumbre poner la música a tope, con canciones de folclóricas,
mientras los clientes comían sus raciones de pie, en una curiosa mezcla de bar
de toda la vida y discoteca cañí. Cuando abrieron sus puertas se instaló en la
cola esa excitación de los que saben que van a asistir a un espectáculo muy
ansiado y así fue. El bar tenía una forma rectangular, con una barra que iba de
un extremo al otro y que dejaba lugar a una escasa franja para que se pusieran
los clientes, que no tenían espacio para sentarse. El local se llenó en pocos
minutos y él Martina pudieron estar entre los asistentes a esa primera ronda,
mientras otros esperaban fuera a que saliera alguno de los primeros para entrar
ellos. Él nunca había sido muy aficionado a los productos del mar, prefería las
carnes y los embutidos al pescado, pero aquello era superior. Todas las
raciones que comió de gambas, pulpo, sepia, calamares, almejas, bonito,
sardinas y rape le supieron a gloria bendita. Incluso admitió comerse una
ración de ostras, que siempre le habían echado para atrás por su textura mucosa
y el hecho de tener que comérselas vivas, porque muertas ya no eran
aconsejables. El ambiente sin duda era pintoresco, pues apenas se podía hablar
con la persona que estaba al lado por el alto volumen de la música, compuesta
de grandes éxitos de la copla y canciones típicas de atracciones de feria. Él
solo jamás habría entrado ahí por iniciativa propia, por prejuicios o por
miedo, pero estaba con Martina y con ella sentía que podía ir a cualquier
lugar.
Cuando ya no pudieron
más, salieron de allí y volvieron a la casa de ella. Según cruzó la puerta,
Martina se quitó el vestido y las zapatillas, su atuendo habitual esos días y
le invitó a subir a la terraza. “Con este calor y aprovechando que estoy sola,
así es como más me gusta estar dentro de casa, sintiendo el paso del aire. A ti
no te molesta, ¿no?”, dijo dedicándole una sonrisa. Cómo iba a molestarle la
observación de ese cuerpo no muy alto pero sí muy bien formado, con las huellas
de una preparación física que destacaba la dureza de sus miembros. Sin duda
debía ir al gimnasio, porque tenía los hombros y los brazos ensanchados y el
culo y las piernas sin rastros de blandura. Aunque él era alérgico al ejercicio
físico, más allá de salir a andar, apreciaba el cuerpo firme de Martina. Siguió
sus pasos y ambos se tendieron en una hamaca desde la que se oía el mar,
imposible de ver en la oscuridad de la noche pero que se sentía en las olas que
iban a morir en la orilla.
“Bueno, ¿y entonces me
vas a contar por qué estás tan triste?” le preguntó. Él se sorprendió, ¿a qué
venía eso ahora, con lo bien que estaban? Sin duda Martina había estado
esperando que dijera algo que respondiera a la pregunta que le hizo cuando se
conocieron en los baños de la discoteca. Aún así quiso saber a qué se refería y
le dijo que por qué pensaba que estaba triste. “Está claro que lo estás, se te
ve en esa mirada de perro apaleado que llevas, como furioso y apenado. Sé de lo
que hablo, yo también he pasado por ahí”, le respondió. Como él se quedó un
poco cortado sin saber que decir, ella continuó. “Mira, antes de dejar de ser
puta yo estaba así, cabreada con el mundo y odiando casi todo y empezó de una
tontería. Tuve una época en la que empecé a practicar sexo anal con algunos
clientes que insistían mucho en que lo hiciera y quise experimentar. No era lo
que más me gustaba, pero tenía su punto. El problema es que hay que hacerse lavativas
para limpiarse el recto y que cuando estés bombeando no salga toda la mierda
por sorpresa y esas lavativas me jodieron viva. Empecé a tener problemas en el
estómago porque esas putas lavativas te acaban jodiendo los intestinos y me
puse muy mala. De repente me puse a dudar de si no me estaría equivocando en lo
que estaba haciendo. Curé lo del estómago, pero el malestar se pasó a todo el
cuerpo y dejé de sentir placer cuando tenía sexo, después de todo lo que me
había gustado todas esas experiencias y descubrimientos. Un día, me puse a
llorar mientras estaba con un cliente y no podía parar. No eran cuatro
lágrimas, tenía esas ganas de llorar de cuando te llevas un disgusto gordo,
vaya espectáculo que le di al pobre, que me pagó y se fue muy triste, pensando
que él tenía la culpa. No sé qué me estaba pasando, había perdido las ganas de
todo. Me vine aquí a tomar unas vacaciones y pensar y cada día que pasaba tenía
más claro que quería hacer otra cosa con mi vida. Un día me planté en el
espejo, me miré y no me gustaba, salí a la peluquería y dije que me cortaran el
pelo al cero, vaya cara que me puso la peluquera cuando se lo dije. Me dijo que
si estaba segura, que tenía un pelo muy bonito y yo le dije que adelante, era
lo primero que quería hacer después de tantas semanas de dudar de todo. ¿Y
sabes qué? Que cuando acabó y estaba allí mirándome la cabeza calva sentí un
alivio enorme, como si ese pelo pesara mil toneladas, desde entonces lo he mantenido cortito. Cuando me vieron, mis
padres lo fliparon, pero yo les dije que era un cambio de look y me vieron tan
contenta después de días de estar como una acelga que tampoco pusieron más
pegas. En unos días cerré todo en mi vida de puta, solo me quedé con algunos
teléfonos de clientes con los que había tenido más contacto, a veces hablaba
con ellos en plan amigos y nos contábamos la vida. Fue uno de ellos el que me
recomendó que hiciera psicología, porque me veía capacidad de leer la mente de
los demás y aquí estoy. Es curioso con lo del sexo, porque al principio lo
echaba mucho de menos. Estaba acostumbrada a follar casi todos los días y más
de una vez y se me hacía raro no hacerlo. El cuerpo me enviaba señales, pasé
semanas que estaba súper cachonda, me masturbaba a saco y salía a pillar a las
discotecas, a veces me tiraba a los tíos allí mismo, en los baños o en
callejones de la zona. Con eso no me bastaba, quería seguir haciendo fantasías
que no había cumplido y tuve una época en la que me metía a bares de lesbianas
y pillaba con ellas, con tías más masculinas que tú y otras que eran auténticas
Barbies, súper finas. El sexo era fenomenal, mejor que el que podía tener con
la mayoría de los tíos, pero muchas querían algo más y yo no estaba para
relaciones. Empecé a estudiar y decidí centrarme en eso y las ganas de sexo
fueron bajando. De vez en cuando salgo a cazar para darme un homenaje y listo”.
Tras unos momentos para
asimilar la historia, él le preguntó: “¿Así que yo sería uno de esos
homenajes?”. Ella se tomó un momento para pensar y dijo: “Podemos decir que sí.
Te vi y me interesó tu aspecto, esa mirada tuya con esa violencia y esa pena,
me pareció que eras alguien que vale la pena. ¿Y de dónde viene esa tristeza?”,
preguntó una vez más. Sin saber muy bien si respondería a lo que Martina quería
saber le contó su peripecia con la vida. Él había sido un chaval que había
pasado sin pena ni gloria por el colegio, inteligente pero algo vago, capaz de
estudiar con rapidez pero sin la suficiente constancia como para estar en el
grupo de los que mejores notas sacaba. Ya entonces había comprobado que la vida
no era justa y que el trabajo pesaba más que el talento, pues había auténticos
tarugos que no sabían nada de cultura y que sacaban unas notas estupendas por su
capacidad para estudiar durante horas y aprender todo de carrerilla, aunque dos
días más tarde lo hubieran olvidado todo. Él recordaba lo que estudiaba y podía
tener conversaciones mucho más profundas, pero eso solo le valía para estar en
el grupo de los empollones, a los que repudiaban los tíos triunfadores y las
mujeres, por verles enclenques. Y esa sensación le había acompañado a lo largo
de toda su vida, de que el mundo estaba hecho para los emprendedores, aunque
fueran unos imbéciles o unos hijos de puta, pues los que usaban la cabeza para
pensar quedaban reducidos al guetto de los pringados a los que nadie quería por
flojos. Y él tampoco quería estar en ese guetto, de hecho despreciaba a todos
esos hombres de aspecto alelado o circunspecto, él quería ser de los que se
llevaban a la chica y lo había intentado, pero parece ser que uno no puede sustraerse
a lo que parece. Ya le resultaba difícil contar la cantidad de mujeres a las
que había tratado de seducir, consiguiéndolo solo en algunos casos y recibiendo
burlas más o menos disimuladas el resto de ocasiones, con princesas altivas que
lo miraban como a un pobre tonto que no sabría usar el pene cuando hiciera
falta ni darles la vida que creían merecer. Él se había mirado en el espejo y
había encontrado por la calles a gente que se le asemejaba y era consciente de
que su imagen le hacía parecer inquietante o estúpido, pero él sabía que podía
hacerlo bien, solo necesitaba que le dieran una oportunidad y que creyeran en
él. Y cuando alguien creía y él se hacía ilusiones no tardaba en llegar la
decepción, porque esas mujeres le veían como amigo, le decían que era muy bueno
pero le dejaban de lado. Para ellas no era nadie importante y no pasaba mucho
tiempo hasta que empezaban a ignorar sus llamadas o sus peticiones de quedar,
ni se molestaban en decirle que tenían que hacer cosas mejores que aguantarle.
Y quién sabe si no tendrían razón, porque tampoco él era un santo varón.
Disfrutaba de la independencia y tenía un punto egoísta que no concebía
sacrificar su tranquilidad por nadie, por ello no estaba muy por la labor de
tener hijos en el futuro. Él ni siquiera estaba seguro de poder amar a una
mujer en condiciones, de poder hacerla feliz y de darle lo que necesitaba,
pensaba en todas esas relaciones dolorosas y él no quería ser parte de esos
hombres que cogen a una mujer joven e idealista y con sus inseguridades y
exigencias la convierten en una flor marchita. Detestaba las discusiones y no
quería que le amargaran ni amargar a nadie, para eso mejor se estaba solo,
donde únicamente se haría daño a sí mismo. Imaginaba que muchas leían esa
actitud y le despreciaban, en busca de los emprendedores más inconscientes que
afrontaban los retos sin plantearse sus consecuencias. Además, le daba rabia que con el paso de los años gente a la que consideraba amiga se fuera creando su grupillo y dejara fuera a los que ya no entraban en sus planes, como diciéndoles que se busquen a otros que les soporten, que ellos ya han cumplido su parte. Aún así, no dejaba de esperar que algún día llegara alguien con quien no sintiera esos miedos y que no le acabara mandando a la porra y por ejemplo con ella, con Martina, se sentía muy bien.
Mientras contaba sus
impresiones, Martina le observaba con gesto de lástima y él vio cómo se le
nublaban los ojos, cómo alguna lágrima estaba a punto de escapársele y después
de que hubiera terminado ella se abrazó a él, con la cabeza pegada a la suya y
a sus oídos empezaron a llegar ruidos de sollozos. Ella temblaba un poco, de
forma reconocible para él, aunque esta vez no se debía a un orgasmo. Él se
sentía violento cuando alguien lloraba en su presencia, no sabía cómo reaccionar
adecuadamente para no parecer un insensible. En esta ocasión sintió deseos de
cuidar a esa mujer rubia que se aferraba a él y le acarició el pelo y la
espalda para amainar esos temblores. Las olas del mar seguían a lo suyo,
rompiendo una y otra vez en la orilla y a lo lejos se veía la luz de un barco
camino de algún lugar.
(Continuará)