El otro día acudí a ver
“Ocho apellidos catalanes”, la secuela de “Ocho apellidos vascos”, que se ha
convertido en la película más vista de todo el año, aunque el efecto arrastre
de la anterior (que atrajo a los cines a 10 millones de personas) ha influido
mucho en un éxito ya menor. A esta segunda parte, ambientada en Cataluña, le
han caído los clásicos palos creados por el efecto “segundas partes nunca
fueron buenas”, que también les sucede a los segundos discos de los músicos y a
las segundas temporadas de las series, que casi antes de que aparezcan ya no
son lo mismo que la primera vez. El caso es que “Ocho apellidos catalanes” es
una cinta que se deja ver y que se olvida con bastante rapidez, al igual que
sucedía con “Ocho apellidos vascos”, que no dejaba de ser la clásica
“españolada” de toda la vida (esa que critican los que no quieren ver cine
español y que sin embargo fueron a verla), donde el éxito estriba en los
apuntes socioculturales de nuestra sociedad. Los filmes de Paco Martínez Soria,
Alfredo Landa, Andrés Pajares y Fernando Esteso siempre fueron lo que fueron,
pero tuvieron éxito porque hablaban de cosas con las que se sentía identificada
mucha gente y nos da una idea de la idiosincrasia mayoritaria de este país. Por
decirlo sentenciosa y coloquialmente, somos un país de “cuñaos”, que es algo
que ya vieron en su momento el Arcipreste de Hita, Fernando de Rojas,
Cervantes, Quevedo y tantos otros autores a la hora de retratar esa curiosa
comedia grotesca, excesiva y extrema tanto en lo bueno como en lo malo, que es nuestra
historia y nuestro acervo cultural. Y si no me creen, no tienen más que salir a
la calle y ver o asomar la cabeza al patio de vecindad de sus edificios y
escuchar a los que les rodean. O mirar en nosotros mismos, que en este caso todos tenemos nuestra parte.
Pero no quiero
alargarme con mis impresiones sobre “Ocho apellidos catalanes” o maneras de
vivir, sino con un detalle que se aprecia en la foto, en la que uno de los
personajes que aparece lleva las uñas pintadas de negro. El personaje en
cuestión está interpretado por la actriz Belén Cuesta y fue de lo que más me
gustó en la película, por su candor e inocencia y también por ese pequeño rasgo
de estilismo. No me explico por qué me gusta ver colores oscuros en las uñas de
las mujeres, pero lo cierto es que me resulta muy atractivo, al contrario que
el rojo, que me parece odioso. Si veo rojo en las uñas, esas extremidades para
mí es como si estuvieran estropeadas o deformadas, no es agradable verlas y
creo que en este caso si puede haber una explicación, porque me recuerdan a
esas manos de señora mayor decoradas con ese rojo tradicional que quiere
disimular el evidente deterioro de la piel. Y quizá, por el contrario, ver
colores oscuros, siempre observados en mujeres más jóvenes, me parezca símbolo
de belleza y pujanza vital. Creo que comenté en alguna entrada de hace tiempo
que es una parte del cuerpo a la que presto mucha atención y que unas manos
bonitas (de aspecto y tacto suave y dedos finos) para mí son un detalle muy
sugerente, del mismo modo que ver un bello hombro desnudo de mujer es como ver
un bello escote o el gesto de recogerse el cabello, aunque se haga con total
despreocupación y desinterés, me parece uno de los más sensuales que ellas
pueden hacer.
Cada uno tenemos
nuestras filias y nuestras fobias y yo las he tenido concentradas en dos
extremidades. Las filias con las manos y las fobias con sus parientes de abajo,
los pies. Ver un pie descalzo, durante mucho tiempo me ha resultado aún más
molesto que las citadas uñas rojas (y un pie con las uñas rojas directamente lo
peor), por su carácter menos glamuroso. Los pies generalmente sudan más que las
manos y al ir cubiertos acaban emitiendo ciertos olores poco atractivos, pero
aparte de eso me han parecido poco agradables estéticamente y durante años
procuré no mirar al suelo durante los veranos, cuando muchos deciden desnudar
sus extremidades y las embuten en sandalias a las que acaban contagiando la
fealdad de esa parte del cuerpo. Digo durante años, porque esto ha ido
cambiando con el tiempo y actualmente me desagrada bastante menos esa
contemplación siempre que se trate de mujeres. No he cambiado, sin embargo, en
mi idea de que los hombres deberíamos ir con calzado cubierto y pantalón largo
todo el año, para evitar exhibiciones de miembros que estarían mejor reservados
para la intimidad de cada uno. Con los pies de las mujeres sentía lo mismo,
pero he ido cambiando de parecer, especialmente si la cosa va en consonancia
con las manos y su forma es proporcionada (ni muy corta ni muy alargada), sin
venas ni tendones muy salientes y tobillos y dedos que evitan la rechonchez (y
a poder ser, con colores oscuros en las uñas). Y también depende del calzado
(los zapatos de tacón no me interesan mucho y tengo entendido que dañan la zona a la larga), porque hay sandalias
que visten y hacen un favor a quien las usa y sandalias que mejor deberían estar
cogiendo polvo en los armarios. Pero nada como un pie femenino bien formado
para provocar en mí una curiosidad en la que, al igual que en otros aspectos
que comentaba el otro día, he tenido mentoras. Una de ellas ha sido la actriz
Keira Knightley.
A Keira Knightley la
descubrí hace ya más de una década en las películas “The Hole” y “Quiero ser
como Beckham”. Me hizo gracia ver que se apellidaba como el señor Knightley,
uno de los protagonistas de “Emma” de Jane Austen (uno de mis libros
preferidos) y fue un flechazo que amenazó con truncarse con su participación en
las películas de “Piratas del Caribe”, porque si amo todo lo que toca quien
quiero, también detesto a todo el que está involucrado en algo que detesto.
Tuve suficiente con la primera de esas películas y pensé que esa chica iba a
acabar haciendo de adorno en producciones de ese pelaje, pero afortunadamente
me equivocaba y Jane Austen me volvió a interesar en ella al verla hacer
estupendamente el papel de Elizabeth Bennett en una de las muchas adaptaciones
del “Orgullo y prejuicio” de la escritora decimonónica que se han realizado.
Desde entonces, Knightley se ha especializado en papeles de época, aunque
también ha hecho alguna que otra trama más contemporánea y en ellas ha ayudado
a mi cambio de perspectiva podal.
Hay una película suya,
“Sólo una noche”, que pasó muy desapercibida en el momento de su estreno y que
yo no quise perderme, ya renovada mi querencia por la actriz, que uno es
persistente con sus amores. La cinta habla de una pareja que se ve en una
situación en la que ambas partes se sienten atraídos por quien no deberían. A
Keira le toca lidiar con un antiguo novio (interpretado por Guillaume Canet),
con el que no duda en flirtear a lo largo de una noche, a veces provocando el
contacto físico de forma muy evidente.
En el filme, Keira
protagoniza otros momentos en los que aparece descalza, en los que se pone
crema en sus extremidades y en los que se quita los zapatos con los que ha
estado en una fiesta para ponerse unos gruesos calcetines de lana (ahí aprende
uno que la comodidad a veces está en desacuerdo con la apariencia). Todos estos
momentos me resultaron atractivos (nótese también el color de las uñas) y me
noté mirando más de lo que acostumbrado a esa parte de la anatomía femenina.
Curiosamente, Keira
protagonizó otra escena con un encuadre muy similar en la película “Laggies”,
esta ocasión siendo acariciada en los pies por el que interpreta a su novio en
la ficción. No debo ser el único interesado por esta parte de su cuerpo, pues
ha habido otras apariciones suyas en cintas en las que ha lucido descalza.
Así que en este caso,
que puede servir de coda a mi anterior entrada sobre las personas que me han servido
de mentoras en diversas disciplinas, podría decir que Keira Knightley fue mi
maestra. Pero al igual que en los casos citados en el otro escrito, tampoco
hubiera sido posible el aprendizaje sin la ayuda de otras mujeres conocidas por
mí y anónimas para el gran mundo Algunas de estas mentoras son mujeres queridas
en las que el amor profesado me ha hecho apreciar incluso sus cicatrices,
porque cuando se ama a alguien, se ama (casi) todo de esa persona. Sin saberlo,
mostrándose descalzas en mi presencia, han conseguido que ese afecto se
trasladara también a los antaño odiados pies y amando los suyos me han hecho
comprender que puede ser otra parte bella del cuerpo.
De un modo u otro, todos tenemos mentores, personas que, queriendo o sin querer, nos inician en muchos aspectos de la vida que desconocíamos o no habíamos frecuentado lo suficiente. Así, lo que terminamos siendo es el resultado de todas estas influencias y nuestro modo de enfrentarlas, porque al mundo llegamos sin saber nada de nada y los primeros mentores son nuestros familiares, pero una vez fuera de ese núcleo es deseable tener muchos más, para expandir nuestra mente y sensibilidad. Por ejemplo, citaré algunos de los mentores que he tenido hasta el momento y que me han hecho iniciarme en algunas disciplinas.
Cine: En este blog he
comentado varias películas y hablar y escuchar de cine es uno de mis
pasatiempos favoritos, pero no siempre fue así. Cuando era pequeño solo acudía
a ver los grandes estrenos, las películas acontecimiento, principalmente a una
gran sala ubicada a apenas 5 minutos de donde vivía, pero era un espectador muy
corriente, de los que no reparan en los actores que salen ni quién dirige la
cinta, tan sólo a la búsqueda de pasar un rato entretenido. Así, con 16 años a
duras penas sabía quién era Steven Spielberg (por haber dirigido “Parque
Jurásico”, que tanto me impactó a mis 11 años) y en nombres de actores (creo
que solo conocía el de Macaulay Culkin por ser el niño de “Solo en casa”) mi
ignorancia era supina, como mucho reconocía alguna cara de haberla visto antes.
Sin embargo, uno de los cambios que trajo en mí la adolescencia fue un
repentino interés por el cine. Un amigo del colegio al que le gustaba mucho el
cine (junto a él, al ser aficionado al género, vi numerosas películas de
terror, especialmente de Freddy Kruger, que me perturbaban mucho) compraba
todos los meses la revista “Fotogramas” y en un día que me aburría mucho se la
pedí prestada para hacer más llevadera la soporífera asignatura que nos estaban
impartiendo. Yo entonces ya leía mucho (luego explicaré cómo surgió) y
enseguida me llamó la atención aquella revista, fue el descubrimiento de un
mundo nuevo. En unos minutos me hice consciente de que había una gran cantidad
de películas estrenándose todas las semanas y otras muchas en proceso de
creación, construidas todas ellas por gente que decían que era muy importante,
una gente que yo ignoraba. Aquella lectura picó mucho mi curiosidad y compré el
siguiente ejemplar de la revista, estimulado además por la presencia de una
bella mujer morena en su portada. La mujer morena era Catherine Zeta-Jones y
estrenaba “La trampa”, junto a Sean Connery, película que acudí a ver y que me
pareció bastante entretenida, donde mi creciente calentura adolescente se
deleitó con el físico de una actriz que no tardó mucho tiempo en dejar de
interesarme, pero que recuerdo como parte de una experiencia iniciática.
Como cuando me da por
hacer algo lo hago de forma compulsiva empecé a ir al cine dos o tres veces por
semana, después de las clases. Sentí la necesidad de verme el mayor número de
películas que se proyectaban y de visitar todos los cines de mi ciudad, como
una aventura diferente en un lugar diferente. Como no salía de fiesta pude
recurrir a la paga para pagar las entradas y, como es habitual en el principiante,
vi cosas muy diferentes de forma muy desordenada, porque lo mismo iba a un gran
estreno americano que a una película europea que a otra oriental y trataba de
quedarme con los nombres de aquellos que salían en los créditos que antes
ignoraba por completo. En muchas sesiones, al ser la primera de la tarde de un
día de entre semana, estaba yo solo o acompañado por algunos viejitos con aire
aburrido (más de uno aprovechaba para echarse la siesta, lo cual me ponía de
los nervios porque no podía entender, sigo sin hacerlo, que la gente no vaya al
cine a disfrutar del espectáculo) y devoraba todas aquellas producciones,
algunas muy disfrutables y otras que no entendía o me sacaban de quicio, por no
tener aún el conocimiento suficiente para apreciar sus virtudes.
Mi amigo del colegio
tuvo una gran influencia en que hoy sea el aficionado al cine que soy, pero
también he tenido otras influencias, ya de profesionales dedicados al medio,
los críticos. De ellos fui aprendiendo las cosas que debían tenerse en cuenta
viendo una película y por qué algo que era entretenido podía estar mal hecho y
algo que podría parecer aburrido podía ser una maravilla, lo que aparentemente
contradice el sentido común, aunque a veces sea cierto (todos hemos visto
películas que nos han hecho pasar un buen rato, pero sabemos que son lo que son
y otras menos asequibles que sin embargo tratan de aportar algo más). A veces
los leía y pensaba “es verdad, qué razón tiene este tío”, otras “este tío es
idiota” y de vez en cuando “es cierto lo que dices, pero aún así a mí no me
gusta” y aprendí que cada uno tiene un gusto y unos intereses y juzga en
función de ellos, con lo que tampoco hay que tomárselos como palabra de Dios.
De todos estos opinadores recuerdo con cariño a Carlos Pumares, a cuyo programa
de radio “Polvo de estrellas” me aficioné y me divertía viendo sus salidas de
tono y sus particulares opiniones, no siempre positivas ante lo que para otros,
eran obras maestras. Él fue uno de los que me enseñó que la subjetividad es
siempre relativa y que las alabanzas de uno pueden ser las pegas de otro. Y me
ayudó a descubrir la que para mí es la gran obra que ha dado el cine, “2001.Una
odisea del espacio”.
Con el tiempo he
conocido a más gente aficionada al cine, gente de a pie, de la que en algunos
casos he sacado conocimientos interesantes, como la apreciación por los géneros
más populares (por qué gustan tanto las comedias tontorronas cuando ya se tiene
una cierta edad o por qué las historias románticas más facilonas triunfan tanto
entre mujeres de diversa clase y educación). El saber nunca se detiene y aún
sigo asimilando ideas y conceptos, descubriendo a cineastas de los que apenas
había oído hablar y con clásicos pendientes de una visita por mi parte. Y
encantado de seguir haciéndolo.
Música: En mi casa
siempre se escuchó lo que ponía la radio mayoritaria, es decir, Los 40
Principales (sigo recordando todas las sintonías y jingles de hace años), lo
que provocó que mi educación sobre música moderna fuera limitada a los grandes
éxitos, dejando fuera a un montón de nombres relevantes. Ese es uno de los
motivos por los que la música más popera de los 80 y los 90 me resulta tan
entrañable y de por qué llegué a la universidad sabiendo quienes eran Madonna,
las Spice Girls o los Backstreet Boys, pero sin tener una idea clara de quienes
eran U2, Elvis o los Beatles, así que imaginen el resto. Gracias a mi amigo, el
que me influyó en el cine, conocía a Bruce Springsteen, que a su vez él conocía
por su hermano mayor, pero fuera de ahí mi conocimiento era un erial.
De música
pop comercial y clásica (nunca faltaron en casa cintas y CD´s de Beethoven,
Mozart y compañía) iba sobrado, así como de música dance, que tanto furor tuvo
entonces, pero de rock y subsiguientes nada de nada. Mi gran salto fue en los años
universitarios, donde di con varios aficionados que me hicieron ver todo lo que
tenía por descubrir y fui consciente de estupendas creaciones que apuntaban
directamente al alma y que me hicieron preguntarme dónde habían estado todos
estos años sin que yo supiera de su existencia. Citar la lista de autores
revelados sería largo y monótono, pero debo admitir que este es probablemente
el campo en el que sigo descubriendo con mayor sorpresa y de forma más
inesperada, en el que más sigo teniendo que aprender, pues incluso sigo sin
conocer la obra completa de algunos de los más consagrados. Un mundo en el que
los mentores anónimos me están ayudando mucho, porque en la música hay que
separar mucho grano de la paja y lo mejor que se produce o se ha producido está
lejos de lo que emiten las radiofórmulas.
Libros: Siempre se me
dice en las reuniones familiares que yo aprendí a leer muy rápido y que el
recuerdo que tienen todos de mí es verme leyendo “chistes” (apelativo que
algunos les han a los tebeos españoles, tipo “Mortadelo y Filemón” o “Zipi y
Zape”, imagino que por su tono humorístico) y durante años incrementé mi
colección gracias a mi abuelo paterno, que me compraba todos los que encontraba
en los kioskos cuando me sacaba a pasear. Los “chistes” fueron mi iniciación en
la narrativa y me llamaban la atención por su costumbrismo, su reflejo de
tantos actos sociales que yo apreciaba en la vida diaria (y también porque eran
divertidos) y será por eso que los prefería a los cómics (los snobs dicen
novelas gráficas, como si se avergonzaran se la palabra “cómic”, que me parece
muy bonita) americanos de superhéroes, aparte de hacerme aprender varias
palabras en desuso en nuestra lengua, que cuando decía en clase provocaban la
risa de mis compañeros. Yo era el gafotas que decía “cáspita”, “zapateta”,
“córcholis” y expresiones que ni dominan muchos adultos, tipo “recapitular”,
“óbice”, “dilecto”, “progenitor” y otras muchas que agradezco que me
inculcaran, aunque hoy en Twitter se siguen riendo de ti si intentas hablar bien
y molas más por usar los signos de puntuación para hacer emoticonos que para
usarlos correctamente en las frases. Los medios cambian, pero la esencia de la
tontuna se mantiene.
Seguí leyendo “chistes”
hasta que me dijeron que ya estaba bien y que ya tenía edad para otras cosas,
así que a regañadientes me pusieron a leer los libros de Los Cinco, esa
pandilla de chavales ideada por la británica Enid Blyton, que siempre estaban
de aventuras por curiosos parajes y se daban unas cuchipandas que despertaban el
hambre al más pintado (aunque cuchipandas típicamente british, tipo cordero
hervido en salsa verde, y que me hacían interesarme por conocer el sabor del
jengibre, que estaba presente en galletas, mermeladas y otros preparados). Eran
libros entretenidos, aunque tampoco me cambiaron la vida, pero me ayudaron a
leer texto sin el apoyo de los dibujos y me prepararon para meterme de lleno en
la literatura de miras más altas.
Uno de los primeros libros “más sesudos” que
me eché a la vista fue “Emma”, de Jane Austen, que por aquel entonces había
descubierto gracias a mi naciente interés en el cine, pues la autora era
noticia por las adaptaciones de sus libros a la gran pantalla. Llegaba
“Mansfield Park” y se repasaban otras recientes, como “Sentido y sensibilidad”
y la citada “Emma”, con una bella actriz rubia que usaban para la portada de
las nuevas ediciones del libro. La actriz era Gwyneth Paltrow, que venía de
gustarme mucho en “Shakespeare enamorado” y debo admitir que compré un poco el
libro por ella y pensé en ella mientras leía la peripecia de Emma Woodhouse en su ansia de arreglar la vida amorosa de los que la rodean.
En “Emma” descubrí una
historia sobre el amor y sus complicaciones, desde una perspectiva ligera y fue
el primero contado desde el punto de vista de una mujer, un mundo entonces
inexplorado para mí. Lo disfruté bastante y posteriormente tuve la ocasión de confirmar con la película protagonizada por Gwyneth Paltrow ese saber universal de que los libros son (casi) siempre mejores que las adaptaciones que se hacen de ellos. Desde entonces he leído toda la obra de Jane Austen y de otras muchas escritoras y he apreciado mucho sus puntos de vista, no solo a la hora de hablar de su sexo, sino de sus particulares visiones los hombres. Como comentaba en mi anterior entrada sobre lo que me han aportado las mujeres, no hay nada mejor que tratar de comprender a la otra parte, pues puede que incluso te identifiques con ella. Escritores y escritoras me han ayudado muchísimo a explicarme el mundo en el que vivimos y también a cuestionarme muchos aspectos. Lo cierto es que pienso en esta última conclusión y no puedo dejar de sentir que en cierto modo me han hecho más infeliz, al ser consciente de los errores y las miserias inevitables que hay en un mundo dominado por una raza imperfecta. Pero agradezco a los que me iniciaron a enterarme de todo este caudal de pensamiento, mientras me inquieto por no tener vidas suficientes para leer todo lo que me falta y que me gustaría.
Sexo: En este caso tengo
que hablar de mentoras, ya que han sido las mujeres quienes me han enseñado la
mayor parte de lo que sé actualmente. Hasta los 15 años no empecé a sentirme
atraído por ellas y fantaseé con algunas de mis compañeras de clase y con otras
ya mayores y lejos de mi área de influencia, que veía en revistas o películas.
Recuerdo que mis primeros mitos eróticos fueron Sharon Stone o la citada
Zeta-Jones y modelos como Inés Sastre, Judit Mascó, Vanessa Lorenzo o Adriana
Sklenarikova, entre otras. Porque lo cierto es que en aquellos momentos
cualquier mujer que enseñara más piel de la que cubría habitualmente la ropa ya
contaba con toda mi atención. Llegué a tener una carpeta en la que iba
acumulando fotos de mujeres en ropa interior, bikini o desnudas pero tapadas de
forma estratégica para que no se viera nada, de fotos recortadas de las varias
revistas de las llamadas para hombres, aunque ninguna porno, aún no podía
afrontar los desnudos integrales. Y es que cuando tenía 12 años, un chaval con
el que había estado de campamento de verano me dijo que fuéramos a ver una de
las películas porno que guardaba su padre. Acepté con curiosidad aunque sin
mucho deseo y fui consciente de que había cosas para las que aún no estaba
preparado. Mientras vi aquella película no pude evitar sentir esa sensación de
repugnancia que te produce aquello desagradable que no puedes dejar de mirar,
como en las escenas sangrientas. Pensé que acabaría vomitando si seguía viendo
esos primeros planos de penes erectos penetrando cavidades carnosas y peludas,
ese contacto de las carnes me hacía sentir como si asistiera a una operación.
Por entonces ya conocía el funcionamiento de las relaciones sexuales, pero
verlo de primera mano me pareció tan agradable como ver cómo le extraen los
órganos a alguien. Aún no tengo claro si ver aquella película cuando mi cuerpo
no podía asimilar lo que vio influyó en mi tardía curiosidad sexual, pero
durante unos años me negué a ver las partes de íntimas de cualquiera que no
fuera yo (y las mías sin mucho afán).
A pesar de todo, la
naturaleza siguió su curso y tras los primeros escarceos con los desnudos
“artísticos” quise ver cómo funcionaba todo aquello en tiempo real y alquilé
mis primeras películas eróticas, de “Emmanuelle” o de adaptaciones de cómics de
Milo Manara. El olor del líquido que echaban a las cintas de VHS en el
videoclub de mi barrio se convirtió para mí en el olor del pecado, el olor que
despedían esos objetos que estimularon mis primeras exploraciones, aprovechando
los momentos en que mi casa estaba vacía de gente, nada fácil viviendo con mis
padres, mi hermano menor y mi abuelo materno (que una vez me pilló en uno de
estos visionados de “películas de putas y cabrones”, como las llamó él, aunque
afortunadamente yo no tenía aún las manos en la masa y evité que la vergüenza
fuera mayor). Durante una temporada me nutrí de estas producciones, en las que
el sexo era fingido, pero yo me creía que había penetración real a poco que se
arrimaran los protagonistas.
Ahora no soy capaz de recordar cuando vi mi primera
película porno en condiciones, no sé si incluso ya había empezado la
universidad cuando me inicié definitivamente. Tardé en empezar, pero al igual
que con los filmes convencionales me puse al día de forma compulsiva y lo que
me había parecido una intervención quirúrgica ahora lo veía con sumo interés y
sin perder detalle. Hoy día parece estar desapareciendo el estigma que durante
años han tenido las cintas porno, que parecían reservadas a salidos y
asquerosos sin remedio, mientras que ahora pueden dar hasta un toque de
distinción (sobre todo si eres mujer, porque los hombres que vemos porno
seguimos siendo unos salidos y asquerosos sin remedio a ojos de muchos, lo he
experimentado de primera mano). La vida real se parece poco a la que muestra el
porno, del mismo modo que tampoco se parece mucho a la que reflejan las
películas normales, pero lo bueno en ambos casos está en saber quedarse con
detalles que podamos aplicar a nuestra existencia y del porno he sacado algunos
que luego me han rendido buenos frutos con mujeres de carne y hueso, como una formación teórica antes del examen práctico. Porque uno
puede saber lo que le excita y le da placer, pero también hay que conocer las
necesidades de la otra parte y, aunque cada persona es un mundo, hay detalles
que son prácticamente universales y es bueno ir familiarizándose con ellos.
Luego la experiencia personal me ha permitido conocer a algunas mentoras que
han completado esa especie de educación sexual y a descubrir de qué manera me
excita el placer de la otra persona, como si ese mirón que llevo dentro
siguiera necesitando observar la estimulación del objeto de deseo. Al fin y al
cabo, ese es el reto, ver hacia donde puedes llegar con otros, pues tú mismo ya
sabes lo que tienes. Y ese es el espíritu de los mentores, hacernos ir más allá de lo que sabemos y descubrirnos todo lo que siempre ha estado así, pero que no hemos podido ver o apreciar.
Vivan los mentores y las mentoras y esperemos poder encontrar a muchos más en nuestro paso por la vida, para mantener esa ilusión que nace del aprendizaje.