Hará cosa de 4 ó 5 años que el famoso dibujante Francisco Ibáñez (creador de "Mortadelo y Filemón", "El Botones Sacarino", "Rompetechos" o "13 Rue del Percebe" entre otros) visitaba la ciudad en la que residía por entonces para firmar ejemplares de sus obras. Como yo había pasado varios años de mi infancia leyendo aquellos tebeos (siempre los he llamado chistes) y ya estaba ejerciendo de periodista vi la ocasión de hacer una entrevista a alguien que tantos buenos momentos me había hecho pasar, junto con Josep Escobar, el inolvidable creador de "Zipi y Zape" y "Carpanta".
Ilusionado y algo nervioso fui a la entrevista a la hora indicada pero Ibáñez llegó bastante tarde, tanto que no había tiempo para entrevistas personales y nos dio un par de minutos de declaraciones comunes a todos los medios de comunicación que habíamos acudido a la convocatoria. Algo muy pobre comparado con la charla de 10/15 minutos que quería mantener con él a solas para tratar de desmenuzar esa influencia de sus personajes en tantas generaciones de lectores. No recuerdo qué dijo Ibáñez ni tampoco me importó, me sentía tan defraudado que ni presté atención y me fui desolado, llevándome un disgusto que me hizo estar triste durante cosa de dos días.
Ahora pienso en todo aquello y no puedo evitar compararme entonces con esas jovencillas que lloran delante de sus ídolos y lamentan pasar horas esperándolos para que luego no les dirijan ni una mirada. Algo que es entendible a ciertas edades, pero no tanto a los 26 ó 27 años que yo tenía entonces. Es curioso como a veces nos creemos que ya hemos llegado de pleno a la edad adulta y sin saberlo estamos cayendo en chiquilladas de las que no somos conscientes hasta pasado un tiempo. Pienso en otras cosas que hice con 18, 20, 22 ó 24 años y me viene la misma sensación, de ser cosas que ahora ya no haría que no haría o que no haría de la misma forma, cosas que por entonces eran lo más para mí. Y veo a gente de mi alrededor que va cambiando en ciertos aspectos, haciendo cosas que antes no hacían y no puedo evitar pensar en lo que nos va cambiando el tiempo, en nuestras convicciones y forma de ser, en la forma en la que vemos el mundo.
Estos días he recibido la invitación para una boda, la de dos personas a las que conocí haciendo un curso de periodismo, hace ya 8 años. Estuve cerca de tener algo con la ahora novia en su momento, pero la cosa no cuajó por una serie de intangibles (yo venía de pasarlo muy mal tras una relación fallida y no quise dar el paso por miedo a sufrir de nuevo) y la chica acabó con otro compañero que andaba detrás suyo y que es con el que ahora se casa. He tratado con ambos durante todos estos años y ya no puedo decir que esté celoso, como lo estuve en su momento al ver que prosperaban esas relaciones a las que yo no supe/pude adaptarme, al ver que podría haber sido yo el beneficiado y me pasaba lo del refrán de aquel que fue a Sevilla y perdió la silla. Sin embargo, otra relación surgió de aquel curso y ahora ambos están casados y con hijos... con otras personas después que lo suyo se rompiera en un momento dado, así que tampoco podría asegurar que mi vida hubiera sido diferente.
Espero que asistir a esa boda no me haga acabar como el personaje de Charlize Theron en "Young Adult" (una película que en su momento vio poca gente y que merece la pena), asistiendo a celebraciones de antiguos amores lamentando no ser parte de eso y reaccionando de una manera que bajo una capa de madurez esconde una pataleta infantil. Aunque no lo creo, ya que el tiempo ha hecho sedimento en este tema y a diferencia del personaje de Theron hace mucho tiempo que pasé página, dejándolo como una de esas cosas que en su momento nos parecen un mundo y que acaban siendo anécdotas a pie de página en el libro de nuestra vida.
Ver las bodas de otros se me sigue haciendo raro, como cuando de pequeño veía a los adultos hacer cosas de adultos, como algo lejano para mí. Puedo decir que ha habido alguna mujer que me ha hecho plantearme cómo sería eso de casarse y tener hijos con ella, pero me sigue pareciendo algo como sentarse por la noche a ver lo que den en la televisión, salir a correr después del trabajo, tener vacaciones en agosto o tomar aperitivos los sábados al mediodía, cosas que hacen otros pero que yo no, al menos de momento. También odiaba poner los pies aunque fuera por una hora en la ciudad en la que ahora vivo tan campante desde hace 2 años. Nunca se sabe por donde vamos a salir, a veces ni nosotros lo sabemos hasta que lo hacemos.
Es propio de una falsa madurez pensar que ya lo sabemos todo de la vida y que los que no coincidan con nosotros y nuestras ideas son idiotas. Ir de listos siempre ha sido propio de esos críos que en la escuela se ríen de otros por no saberse la lección o no saber jugar bien en los deportes. Por eso he ido aprendiendo también a respetar otros estilos de vida que no tengan que ver con el mío, porque aunque me parezcan discutibles con mi modo de ver las cosas, trato de entender que hay gente que vive de una manera porque eso es lo que les funciona a ellos. Quizá ese sea uno de los mayores rasgos de madurez que me han enseñado. Por eso sigo aprendiendo.
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