Cuando uno vive en una gran ciudad necesita mucho tiempo
para ser consciente de todo lo que le puede ofrecer. El otro día descubrí por
casualidad un bonito restaurante al que me llevaron unos compañeros de trabajo
y que se ubicaba en el interior del Instituto Francés de Madrid, un lugar
cultural en el que no esperaba encontrarme un sitio donde se sirviesen comidas.
Ya me han dicho algunas veces que es frecuente la existencia por estos lares de
restaurantes en lugares insospechados, al hallarse dentro de edificios de
pisos, como si fueran un vecino más. Lo cierto es que aquel lugar estaba muy
apañado, con buena comida a un precio razonable y una pequeña terraza con
jardín que, con el buen tiempo primaveral, se convertía en un lugar muy
agradable.
Los clientes que por allí andaban a pesar del precio
asequible era gente de aspecto más o menos elegante, con presencia de mujeres
con vestidos y medias y algunos hombres encorbatados, todos ellos uniformados
con el pelo engominado y la actitud algo chulesca que parece conferirles su
vestimenta, que hacían un alto en sus obligaciones para ir a comer y dedicar
alguna que otra miradita a las mujeres de las medias, muchas de ellas con
alargadas e insinuantes piernas. La gente que me encontré por la calle en aquel
barrio respondía más o menos al mismo arquetipo y todo eso me ha hecho pensar.
En la entrada que publiqué hace meses sobre la muerte de mi
abuelo hablaba sobre la influencia que tuvo en mí a la hora de apreciar cierta
cultura popular de nuestro país, de humoristas y películas de aquellos años en
los que fue más joven. Pues bien, todo esto me ha hecho acordarme de mi padre,
que si bien es muy poco cinéfilo tiene una máxima para las películas que en
cierto modo me ha servido para descubrir algunas cosas. Él solo gusta de
aquellas películas que considera realistas y para él realistas son las
películas ambientadas en los bajos fondos, con protagonistas al borde (o fuera
de la ley), preferiblemente españolas.
Creo que esta obsesión se explica con haber tenido que pasar su infancia en un barrio humilde y a escasa distancia de la cárcel de la ciudad, algo que le hizo estar en contacto desde niño con buscavidas, buscabroncas, rateros, navajeros y drogadictos. Sin embargo, él siempre ha sido alguien con una forma de ser muy opuesta a eso y no ha caído bajo el peso de la fuerza de su entorno para caer en el lado oscuro, como tantos otros. Sin embargo, algo queda de eso y es esa fascinación por las películas “realistas”, que le recuerdan cosas que vio cuando era más joven. Fue a través de él que empecé a oír de “El Vaquilla”, “El Torete”, “El Pirri” o “El Jaro” (todos ya fallecidos de forma prematura por sus adicciones) y demás personajes de la crónica negra española más reciente, delincuentes nacidos a finales de los años 50 y principios de los 60 en los barrios bajos de Madrid y Barcelona, hijos de emigrantes del interior de España que crecieron en la pobreza y la incultura en aquellas colmenas de ladrillo edificadas deprisa y corriendo en los descampados para dar un techo a aquello que dejaban la miseria del campo para vivir la miseria de la ciudad. Hombres que desde chavales crecieron en la necesidad y que vieron en la delincuencia un medio para subsistir y sentirse vivos en una sociedad que les daba la espalda. Y de todas aquellas historias surgió en España a finales de los años 70 el llamado “cine quinqui”, protagonizado por muchos de aquellos delincuentes dándose vida a sí mismos en sórdidas tramas donde quedaba clara su incapacidad para salir de ese estilo de vida. Mientras España trataba de dejar atrás el franquismo y modernizarse en la naciente democracia, en las pantallas podían verse a aquellos personajes del lumpen más ibérico, trasuntos de una España de melenas, patillas y pantalones de campana que seguía con la sangre y la tragedia racial a flor de piel que ya pintara García Lorca. Hasta Iker Jiménez dejó de lado por una vez sus habituales temáticas sobrenaturales para dedicar uno de sus programas de "Cuarto milenio" a esta manifestación tan realista.
Creo que esta obsesión se explica con haber tenido que pasar su infancia en un barrio humilde y a escasa distancia de la cárcel de la ciudad, algo que le hizo estar en contacto desde niño con buscavidas, buscabroncas, rateros, navajeros y drogadictos. Sin embargo, él siempre ha sido alguien con una forma de ser muy opuesta a eso y no ha caído bajo el peso de la fuerza de su entorno para caer en el lado oscuro, como tantos otros. Sin embargo, algo queda de eso y es esa fascinación por las películas “realistas”, que le recuerdan cosas que vio cuando era más joven. Fue a través de él que empecé a oír de “El Vaquilla”, “El Torete”, “El Pirri” o “El Jaro” (todos ya fallecidos de forma prematura por sus adicciones) y demás personajes de la crónica negra española más reciente, delincuentes nacidos a finales de los años 50 y principios de los 60 en los barrios bajos de Madrid y Barcelona, hijos de emigrantes del interior de España que crecieron en la pobreza y la incultura en aquellas colmenas de ladrillo edificadas deprisa y corriendo en los descampados para dar un techo a aquello que dejaban la miseria del campo para vivir la miseria de la ciudad. Hombres que desde chavales crecieron en la necesidad y que vieron en la delincuencia un medio para subsistir y sentirse vivos en una sociedad que les daba la espalda. Y de todas aquellas historias surgió en España a finales de los años 70 el llamado “cine quinqui”, protagonizado por muchos de aquellos delincuentes dándose vida a sí mismos en sórdidas tramas donde quedaba clara su incapacidad para salir de ese estilo de vida. Mientras España trataba de dejar atrás el franquismo y modernizarse en la naciente democracia, en las pantallas podían verse a aquellos personajes del lumpen más ibérico, trasuntos de una España de melenas, patillas y pantalones de campana que seguía con la sangre y la tragedia racial a flor de piel que ya pintara García Lorca. Hasta Iker Jiménez dejó de lado por una vez sus habituales temáticas sobrenaturales para dedicar uno de sus programas de "Cuarto milenio" a esta manifestación tan realista.
Y es que habrá quién dirá que eso pertenece al pasado, que
queda como curiosidad histórica más que como realidad, pero nada más lejos de la
realidad. Los usos sociales cambian pero la esencia permanece y los barrios
bajos siguen existiendo, ahora con muchas más nacionalidades entre los
quinquis (ahora son llamados "canis"). Siguen siendo hijos de inmigrantes, pero no solamente de regiones del
interior de España, sino de países de Sudamérica y del este de Europa. Ahora ya
no llevan patillas, melenas y pantalones de campana, sino que llevan el pelo corto por arriba y rapado en las sienes, ropa
deportiva holgada, joyería reluciente y gorras, al estilo de los negros de los
bajos fondos de Estados Unidos. Ya no escuchan a Los Chichos o Los Chunguitos,
sino a cantantes de hip hop y reggaeton. Pero el intríngulis se mantiene,
adoptan ciertas malas costumbres tras criarse en la incultura y la necesidad y
tras ver que la vida humana no se diferenciaba mucho de la animal, con la supervivencia
como único credo.
La cultura de barrio sigue prevaleciendo, especialmente en
las grandes ciudades, donde los barrios pueden ser auténticos guetos, sin
murallas físicas que los separen del resto, pero con un marcado carácter
cerrado en el que se reconocen los que pertenecen a él y los que no. Ahora que vivo en
Madrid noto aún más esa diferencia, pues
sólo hay que darse un paseo por según que barrios para darse cuenta, por
el
paisaje (los edificios) y el paisanaje (el pelaje de la gente), que hay
muchos
mundos diferentes en la ciudad. El propio acento de Madrid, que se le
presume a
todo el que habita en este lugar, es sobre todo patrimonio de las clases
populares y será raro que le oigan decir “ejque” a alguien que se haya
criado
dentro de los ambientes de clase media-alta. También he comentado alguna
vez
los prejuicios que he causado por mi vestimenta, que a muchos les ha
llevado a etiquetarme como un pijo de clase alta de convicciones
conservadoras, algo que está bastante lejos de la realidad.
Yo crecí en una ciudad en la que es normal ver en las mismas calles a lo más pijo y lo más tirado de la sociedad y por la rama familiar nunca me fue ajeno el tema del lumpen. Era normal que los grupos de chavales fueran atracados por otros en plena calle, ("dar el palo", lo llamaban), además de que muchas de mis Nocheviejas de juventud las pasé en casa de mi tío, al lado de la cárcel, tirando petardos desde el balcón mientras los presos jaleaban a gritos aquel estruendo que los sacaba de su triste rutina. Pero a pesar de todo era consciente de ser diferente a aquello por no vestir con las mismas ropas ni hablar o actuar de la misma manera. No llevaba ropa deportiva ni tenía el acento tan marcado como otros chavales de mi edad y esa era una diferencia tan simple como fundamental, la punta del iceberg del resto. Transitaba las mismas calles, pero entre ellos y yo había todo un mundo, el mismo que estableció mi padre en su momento, pero manteniendo una extraña fascinación y la capacidad de moverme en ese ambiente sin salir trasquilado. En el colegio yo era un gafotas poco carismático que en su tiempo libre sólo leía y veía la tele y creyéndome un secante, me ponían al lado del alumno conflictivo de turno para que dejara de hacer tonterías. Y aunque me recibían con recelo, como el delincuente recibe al hombre de ley, al final siempre acababan sintiendo cierto aprecio por mí al verme opinar con ironía y desenfado sobre ciertas cosas. Recuerdo a muchos de ellos dándome la mano y diciéndome que era “un tío legal”, saliendo en mi defensa públicamente si alguno se metía conmigo. Todo aquello me dejó aquel sedimento de que yo no formaba parte de ese mundo ni tampoco lo pretendía, pero sin embargo me produce una curiosa fascinación que me lleva a observarlo.
Yo crecí en una ciudad en la que es normal ver en las mismas calles a lo más pijo y lo más tirado de la sociedad y por la rama familiar nunca me fue ajeno el tema del lumpen. Era normal que los grupos de chavales fueran atracados por otros en plena calle, ("dar el palo", lo llamaban), además de que muchas de mis Nocheviejas de juventud las pasé en casa de mi tío, al lado de la cárcel, tirando petardos desde el balcón mientras los presos jaleaban a gritos aquel estruendo que los sacaba de su triste rutina. Pero a pesar de todo era consciente de ser diferente a aquello por no vestir con las mismas ropas ni hablar o actuar de la misma manera. No llevaba ropa deportiva ni tenía el acento tan marcado como otros chavales de mi edad y esa era una diferencia tan simple como fundamental, la punta del iceberg del resto. Transitaba las mismas calles, pero entre ellos y yo había todo un mundo, el mismo que estableció mi padre en su momento, pero manteniendo una extraña fascinación y la capacidad de moverme en ese ambiente sin salir trasquilado. En el colegio yo era un gafotas poco carismático que en su tiempo libre sólo leía y veía la tele y creyéndome un secante, me ponían al lado del alumno conflictivo de turno para que dejara de hacer tonterías. Y aunque me recibían con recelo, como el delincuente recibe al hombre de ley, al final siempre acababan sintiendo cierto aprecio por mí al verme opinar con ironía y desenfado sobre ciertas cosas. Recuerdo a muchos de ellos dándome la mano y diciéndome que era “un tío legal”, saliendo en mi defensa públicamente si alguno se metía conmigo. Todo aquello me dejó aquel sedimento de que yo no formaba parte de ese mundo ni tampoco lo pretendía, pero sin embargo me produce una curiosa fascinación que me lleva a observarlo.
Muy interesante tu reflexión y para mi muy acertada. Un placer conocer a los padres por los pequeños detalles y por lo que se callan. El lado misterioso que guardan todos los padres y que de repente resurge en otro lugar sin que ellos tengan nada que ver.
ResponderEliminarAdemás es curioso porque mi padre y yo siempre hemos tenido un carácter similar, también él salió de casa de joven y pasó varios años por aquí y allá. La dinámica que tengo con mi hermano es parecida a la que tiene él con el suyo, siendo mi padre el más "señorito" de los dos y mi tío el más cercano a la cultura de calle. Y todas esas cosas que he ido viendo han sido con el tiempo, porque en mi familia son dados a no hablar mucho de según qué historias
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