lunes, 13 de junio de 2016

El verano de las emociones. Ojalá sea cierto


"Transcurrieron así tres meses sin que nada fuera a turbar su intimidad. Aquello sucedió un martes por la noche. Se habían acostado tras pasar una velada apacible en casa. Después de los abrazos cómplices, habían compartido las últimas líneas de una novela que leían juntos, pues él tenía que pasarle las páginas. Se habían dormido tarde, uno en brazos de otro.

Hacia las seis de la mañana, Lauren se incorporó de un salto y llamó a Arthur gritando. Éste se despertó sobresaltado y le sorprendió verla sentada con las piernas cruzadas, la tez pálida y cristalina.

—¿Qué pasa? —preguntó con la voz llena de inquietud.

—Abrázame, por favor, deprisa.

Él lo hizo inmediatamente y ella, antes de que le repitiera la pregunta, acercó una mano a su mejilla oscurecida por la barba incipiente y la acarició, deslizando luego los dedos hacia su barbilla y rodeándole la nuca con una ternura infinita. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Ha llegado el momento, amor mío, se me llevan, estoy desapareciendo —le dijo Lauren.

—¡No! —se rebeló él, estrechándola todavía con más fuerza.

—¡Dios mío, no quiero dejarte! Antes de que empezara esta vida contigo, ya estaba deseando que no acabara jamás.

—¡No puedes irte, no debes, resístete, te lo suplico!

—No digas nada y escúchame, presiento que tengo poco tiempo. Me has dado algo que yo ni sospechaba que existiera; antes de vivir a través de ti no imaginaba que el amor pudiera aportar tantas cosas sencillas. Nada de lo que viví antes de conocerte valía uno solo de los segundos que hemos pasado juntos. Quiero que siempre sepas hasta qué punto te he amado; no sé hacia qué tierras parto, pero si existe un más allá, seguiré amándote con toda esta fuerza y esta alegría con las que has llenado mi vida.

—¡No quiero que te vayas!

—Chisss…, no digas nada, escúchame.

Y mientras hablaba, su figura adquiría transparencia. Su piel se tornaba clara como el agua. Los brazos de Arthur se cerraban sobre un vacío que poco a poco iba creándose. Le daba la sensación de que Lauren se volvía evanescente.

—Tengo el color de tus sonrisas en mis ojos —prosiguió—. Gracias por todas esas risas, por toda esa ternura. Quiero que vivas, que reanudes el curso de tu vida cuando yo ya no esté aquí.

—No podré hacerlo sin ti.

—No te guardes lo que llevas dentro, debes dárselo a otra; si no, sería un desperdicio enorme.

—No te vayas, por favor. Lucha.

—No puedo, es más fuerte que yo. No siento dolor, simplemente tengo la impresión de que te alejas, te oigo como si estuviera envuelta en algodón, empiezo a verte borroso. Tengo mucho miedo, Arthur. Sin ti, tengo mucho miedo. Retenme un poco más.

—Estoy abrazándote, ¿no lo notas?

—No muy bien, amor mío.

Así lloraban los dos, púdica y silenciosamente; comprendían todavía mejor el sentido de un segundo de vida, el valor de un instante, la importancia de una sola palabra. Se abrazaron. En unos minutos de un beso inacabado, ella desapareció del todo. Los brazos de Arthur se cerraron sobre sí mismos; se retorció de dolor y rompió a llorar a gritos.

Le temblaba todo el cuerpo. Su cabeza se balanceaba de uno a otro lado en un movimiento que escapaba a su control. Apretaba los dedos con tanta fuerza que las uñas se le clavaban en las palmas de las manos hasta hacerlas sangrar.

Arthur se sumergió en el mundo de la ausencia, con el singular sabor que ésta tiene cuando resuena dentro de la cabeza. La ausencia penetró sordamente en sus venas y se filtró en su corazón, que cada día palpitaba a un ritmo distinto del de la víspera.

Los primeros días le provocó cólera, dudas, celos; no de los demás, sino de los momentos robados, del tiempo que pasaba. La solapada ausencia, infiltrándose, modificaba sus emociones, las agudizaba, las afilaba, haciéndolas más cortantes.

Al principio se hubiera dicho que su misión era herirlo, pero, lejos de eso, la emoción mostraba su cara más refinada para razonar mejor dentro de él. Arthur sentía la carencia del otro, del amor, incluso en la carne, del deseo del cuerpo, de la nariz que persigue un olor, de la mano que busca el vientre para acariciarlo, del ojo que a través de las lágrimas ya sólo ve recuerdos, de la piel que busca la piel, de la otra mano que se cierra en el vacío, de cada falange replegándose metódicamente al ritmo que aquélla le impone, del pie que cae y se balancea en el vacío.

Permaneció así, postrado en su casa, días y noches interminables. Iba de la mesa de trabajo, donde le escribía cartas a un fantasma, a la cama, donde contemplaba el techo sin ni siquiera verlo. El teléfono llevaba bastante tiempo descolgado sin que él se hubiera dado cuenta. Le daba igual; no esperaba ninguna llamada. Nada tenía importancia ya."
(Extracto de la novela "Ojalá fuera cierto", de Marc Levy)

El otro día me acordé de la novela “Ojalá fuera cierto”, del escritor francés Marc Levy, gran éxito de ventas en todo el mundo y objeto de una decepcionante adaptación al cine, protagonizada por Reese Witherspoon y Mark Ruffalo. Recuerdo leer la novela hace más de 10 años, en una época en la que estaba dolido y furioso por una historia amorosa que salió de la peor manera posible, de aquellas en las que la otra persona te dice que te quiere antes de abandonarte. Una época en la que una historia de amor entre un hombre y el espíritu de una mujer en coma me llegó muy adentro y me revolvió profundamente. No porque su calidad literaria fuese excepcional, sino porque me afectó mucho lo que contaba y en especial este fragmento que he destacado, que yo podría haber firmado en esos tiempos por su reflejo de la rabia, la impotencia y la soledad del abandono no deseado. Esos días ya forman parte del pasado, pero es inevitable que de vez en cuando vuelva esa sensación, en momentos en los que sientes que parece que estamos aquí para perderlo todo, sea lo que sea que hayamos ganado. Que cuando creemos tener algo, ya sea una posesión material o un cariño personal, llegará un momento en el que, nos guste o no, lo perderemos y solo nos quedará el consuelo de echarlo de menos. Nos quedarán unos días en los que no tienes a nadie cerca para tener una conversación en condiciones porque todo el mundo está muy ocupado con su propia vida, donde todos están muy lejos y no sabrías decir cuando empezaron a despedirse de ti y dejaron de contarte lo que pensaban y sentían.


Es en días así cuando me acuerdo también de “California Dreamin´”, una canción compuesta en los años 60 por el grupo estadounidense The Mamas and The Papas, que en su sonido expresa perfectamente ese sentimiento de pérdida y nostalgia por algo que nos gustaría que volviese.



Esta hermosa canción ha sido objeto de diversas versiones, de las que quiero destacar una que hicieron los Beach Boys en los 80, con el sonido inconfundible de la época; otra más reciente de Sia, una cantante con una de esas voces que puede permitirse cantar lo que quiera, que siempre sonará de maravilla y una tercera, con estilo entre dance y chill out que ahora está sonando mucho en emisoras de radio por su inclusión en una campaña publicitaria de verano. Cosa curiosa, cuando se trata de una canción en la que se extraña el buen tiempo, ya sea como fenómeno meteorológico o como metáfora de un estado de ánimo que echa de menos tiempos mejores.






Y que en los días más grises sigamos soñando en ese verano de las emociones que algún día llegará. Ojalá sea cierto.