Cuando uno sintoniza la
radio a primera hora de la mañana o a última hora de la tarde es muy probable
que se encuentre con algún parte de la situación de las carreteras y la
circulación de coches. Y si uno escucha con atención y tiene cierta capacidad
retentiva no le costará mucho memorizar los puntos que siempre se citan como
problemáticos por exceso de tráfico, porque son siempre los mismos, día tras
día. A veces me pregunto cómo será trabajar en la DGT y reportar todos los días
la misma información a la misma hora, de modo que incluso sin mirar las
carreteras se puede decir donde hay problemas circulatorios y acertar de pleno,
porque básicamente por la mañana los problemas están para entrar en las
ciudades y llegar al centro o las zonas de polígonos industriales y por las
tardes los atascos son para salir de esos puntos, siempre a la misma hora, ya
que una hora o dos más tarde ese atasco ha desaparecido tan rápido como surgió.
Y esta previsibilidad es aplicable también a los períodos vacacionales, con
arrastre masivo de maletas por las calles, con viernes por la tarde de
operaciones salida y domingos por la tarde de operaciones retorno.
En las últimas
navidades acudí por curiosidad a ver las evoluciones de la Cabalgata de Reyes
Magos y fui testigo de la ilusión de todos aquellos niños cada vez más lejanos
a lo que fui y que veían a Melchor, Gaspar y Baltasar, acompañados de unos
padres cada vez más cercanos a lo que soy. El tiempo no pasa en balde y hoy día
me siento un poco abuelo cuando leo en Internet, en blogs o redes sociales, a
adolescentes que hablan de sus experiencias amorosas y sexuales, chavales que
eran esos niños crédulos que iban a ver a los Reyes Magos cuando un servidor ya
pensaba en la universidad. Y sin embargo, me siento más cercano a ellos que a
los que ahora han decidido convertirse en los progenitores de la nueva hornada,
siguiendo el ciclo vital, a veces tan previsible en edad de ejecución como las
horas y los días de atascos en las carreteras.
Otra cosa que me llamó
la atención de esa celebración navideña fueron sus plazos de ejecución. En un
momento dado, todo era alegría y alborozo multitudinario, con los padres
aupando a los hijos en sus hombros para saludar a los Magos, tratando de
situarlos en primera fila para ver mejor la cabalgata y siendo felices a través
del contento de sus retoños. Mientras tanto, los más tardones ultimaban sus
compras de regalos en las tiendas cercanas, abiertas hasta más tarde de lo
habitual y sabedoras de que hay cosas que nunca cambian, como la costumbre
nacional de dejar las cosas para última hora (de la que uno es partícipe, pues
no puedo evitar a los sitios con la hora pegada en lugar de con cierta
antelación, lo que me ha ocasionado algunos problemas de impuntualidad. No sé
de donde nace, quizá de pensar que para qué llegar 15 minutos antes y esperar
pudiendo llegar directamente en el momento donde todo se mueve). Terminada la
cabalgata y cerradas las tiendas, las calles, antes atestadas, se vacían como
si hubiera estallado una alerta nuclear. Los padres, que se han llevado a sus
hijos a casa para acostarlos pronto y que duerman con la ilusión de encontrar
los regalos a la mañana siguiente, aún lejano el día en el que sea el deseo o
el amor por Fulanito o Menganita quien acuda a la cabeza de esos pequeños antes
de dormir. Las calles empiezan entonces a llenarse de operarios que retiran las
vallas protectoras de las aceras y los diversos montajes que habían acompañado
la cabalgata, al tiempo que las luces navideñas se apagan. Por su parte las
tiendas se llenan de empleados que despojan los escaparates de adornos variados
que sustituyen por llamativos carteles que anuncian el período de rebajas,
donde lo que no se ha vendido en los días de furor consumista se venderá a
menor precio apenas unas horas más tarde.
Hace cosa de unas
semanas, justo antes de Navidad, tuvieron lugar las elecciones generales en
nuestro país, que dejaron un mapa político más igualado y abierto que en otras
ocasiones y que algunos bautizaron como el fin del dominio de los dos partidos
mayoritarios y el inicio de una época de mayor consenso. Quién sabe si porque
quieren creer en ello más que porque confíen en que eso vaya a pasar, en un
mundo en el que las políticas vienen dictadas por el poder del dinero y sus
exigencias, ante el que algunos incautos se rebelan como los protagonistas de
las tragedias griegas ante los dioses, sabedores de que el de arriba siempre
manda. A lo largo de la campaña electoral se organizaron algunos debates
televisados en los que mucha gente se animó a contar lo que les parecía a
través de redes sociales y algunos despistados concluyeron que eso era síntoma
de cambio, cuando no dejaba de ser una versión cibernética de tertulia de
peluquería o bar, que es cómo muchos han asumido a este invento de última
generación. Porque todo cambia y todo sigue igual y esa gente que tan
animosamente debatía y resolvía el mundo en un momento dado se fue a dormir a
una hora prudente, que al día siguiente había que hacer cosas, como los parroquianos
de un bar que se toman la última antes de que cierre y vuelven a sus hogares
después de contar sus inquietudes para caer rendidos con la ayuda de los
vapores etílicos.
Cito estos tres casos,
el del tráfico, la noche de Reyes Magos y la política y la ciberpolítica porque
en los tres no puedo dejar de sentir una sensación de vacío y estupor, al ver
el silencio que queda tras el ruido y la furia del momento, como en un campo de
fútbol ya vacío después de un partido de alto copete o cuando se ve un lugar en
el que se ha celebrado una fiesta y solo quedan los restos. El vacío y el
estupor de quien se pregunta qué ha significado todo ese ruido y esa furia que
han dado paso al mismo silencio que había antes, si ha quedado algo
aprovechable o solo ha sido un acto más para llenar el silencio durante un
rato. El vacío y el estupor de quien lo ve desde fuera y recuerda que solo desde
dentro todo eso implica algo, solo desde ahí. No hay que pensar más que en esos
momentos en los que se nos estropea una tubería y nuestra preocupación es
llamar al fontanero y que la arregle bien, que no filtre el agua a nuestra casa
o a la de los vecinos y no nos cobre mucho dinero, una preocupación fútil y
hasta ridícula, vista desde fuera, pero que puede ser todo un mundo para el que
la padece. Un ejemplo de los muchos que podemos usar para ilustrar la enorme
diferencia de estar implicado o no.
Hace pocos días he
asistido a una de esas conversaciones que se escuchan en los transportes
públicos y que demuestran que la realidad siempre supera a la ficción, porque
no he encontrado novelista capaz de reproducir el bizarrismo y la
imprevisibilidad de muchas de estas charlas entre personas. Se trataba de dos
chicas, que aparentaban veintibastantes años y una de ellas decía que por fin
había visto “Titanic” y que le había parecido una historia preciosa de amor.
Tan entusiasmada estaba que empezó a buscar en su móvil vídeos y fotografías de
la película y de su protagonista, Leonardo DiCaprio. En una de estas búsquedas las
chicas dieron con una imagen del actor y su compañera de fatigas en aquel
filme, Kate Winslet, en la última celebración de los Globos de Oro y la que
acababa de ver la película dijo, con verdadera emoción de comprobarlo, que se
querían “mazo” también en la vida real. Y entonces fue cuando ambas, ya presa
de la pasión, empezaron a canturrear la canción que Celine Dion compuso para la
película, medio en broma, medio en serio, sin importar lo que dijera la gente
que estaba alrededor. Podríamos pensar los allí presentes que esas dos chicas
eran tontas del bote o que estaban medio idas, pero no estábamos dentro de esa
conversación, que para ellas estaba resultando un momento divertido, no
estábamos dentro de su mecánica. Yo reconozco que me tuve que aguantar la risa
y que me tuve que bajar antes que ellas, así que me perdí el resto de las
evoluciones. Y entonces me vinieron a la cabeza todas las veces que he podido
hacer ese tipo de tonterías para divertirme en compañía de otros, con
desconocidos a poca distancia quizá pensando que yo era imbécil. Y es que
cuando no formamos parte de la broma, cuando no la integramos de algún modo nos
sentimos excluidos y reaccionamos con ira, por eso buena parte de la comedia se
basa en provocar identificación con el espectador, hacerle partícipe de una
serie de situaciones chistosas o incómodas por las que probablemente haya
pasado.
Y esa es la clave,
porque cuando pasamos junto a un bar o un restaurante y vemos a la gente de
dentro hablando y pasando un buen rato pueden parecernos unos hipócritas, solo
interesados en su disfrute mientras un montón de gente sufre, mientras nosotros
estamos sufriendo. Pero los hipócritas quizá seamos nosotros, por pretender que
nada tenga sentido, que todo solo sea un modo de esquivar la pulsión de muerte,
porque si somos nosotros los que estamos dentro pasando un buen rato, todo ese
dolor parece disiparse. Y eso lo sentimos cuando estamos con personas a las que
queremos y que nos hacen sentir bien, que lo que pase fuera de ahí no tiene
importancia, ni la gente que está alrededor, ni las noticias, ni los programas
de televisión, ni los eventos sociales o deportivos (por algo dicen que la
gente menos informada es la más feliz). Hay una parte de dolor que está ahí fuera
y a la que no hacemos caso en instantes así, pero son esos instantes felices
los que nos dan ánimo cuando es uno mismo el que se siente fuera de las cosas
que otros estiman divertidas. Es la voluntad de querer ser la que nos hace
infelices, al ver que no conseguimos las cosas cuando las deseamos y cuando la
rutina amenaza con ser el denominador común, tal como planteaba la película “Atrapado
en el tiempo”, donde el protagonista vivía el mismo día una y otra vez.
El filósofo germano Schopenhauer
decía que solo cuando se dejaba de hacer caso a esa voluntad de querer ser es
cuando se lograba algo parecido al bienestar. Él era un pesimista y sus ideas
podían resumirse en que lo mejor era no esperar nada para no llevarse desilusiones
y sobrevivir a base de estímulos estéticos que nos compensen de los disgustos y
quizá tuviera una parte de razón. Quizá sea la vivencia de esos pequeños
grandes momentos con la gente que realmente importa, sin detenernos a pensar si
formamos parte de un engranaje vital que siempre ha sido más o menos igual y
que continuará cuando ya no estemos, porque el premio que nos llevemos es el
que consigamos por nuestra cuenta. De algo así se daba cuenta el protagonista de "Atrapado en el tiempo" y decidía usar la rutina en su favor para vivir momentos especiales y por fin avanzar.
El año 2015 ha llegado a su fin y esta es época de listas que hacen balance de cómo han transcurrido estos 12 meses en diversos ámbitos. El cine es uno de ellos y, a la espera de que se entreguen los principales premios, los rankings que evalúan las mejores producciones ya se están dejando notar. Quiero aportar, como viene siendo habitual en este blog, mi granito de arena y dejar constancia de lo que más me ha gustado en el año ya finalizado, sin especial orden de preferencia, más bien por orden de estreno. Vamos allá.
La elección de Michael
Keaton para interpretar a un actor que fue superhéroe y que se encuentra en
horas bajas, tratando de demostrar su talento, no podía ser más acertada. Alejandro
González Iñárritu sabe que buena parte del público conoce la peripecia de
Keaton saboreando las mieles del éxito con las cintas de Batman que rodó a las
órdenes de Tim Burton y eso ayuda a meterse en la historia, que parece hablar
de la propia carrera del actor. El Riggan Thompson que encarna trata de sacar
adelante una obra de teatro basada en un texto prestigioso que pruebe que puede
defenderse en registros más ambiciosos que los del cine de superhéroes, aunque
su voz interior, el superhéroe que le hizo famoso, crea lo contrario. Esa lucha
entre lo que quiere ser y lo que realmente es le ocasionará no pocos disgustos
y una percepción de la realidad cada vez más distorsionada, al tiempo que evidencia
su incapacidad para ocuparse debidamente de los que tiene más cerca.
El juego metaficcional
no se limita a Michael Keaton y
también salpica a otros intérpretes como Edward Norton, quien interpreta a un actor del Método tan
talentoso como problemático, un sosias del Norton real, conocido en el mundillo
por su inmersión en los papeles a los que da vida y sus broncas con directores
y productores por los acabados de las películas. Una ironía anclada en la
realidad que se desarrolla a lo largo de todo el metraje, en el que vemos a
actores inseguros, un público vulgar que solo busca la satisfacción inmediata y
una crítica que califica las obras sin necesidad de verlas, únicamente por la simpatía
que le generen los que participan en ella. Todo ello rodado en forma de un
falso plano secuencia en el que suena constantemente una música de batería que
nos ilustra el grado de intensidad emocional de su protagonista, un Don Quijote que no entiende el
mundo en el que vive y que sueña con otro, en el que pueda sentirse más
querido.
Se ha vendido ‘Birdman (o la inesperada virtud de la
ignorancia)’ como una comedia y ciertamente tiene algunos momentos
humorísticos, pero creo que no deja de ser un drama existencial con ciertos
instantes de alivio. En el fondo, Iñárritu no se ha alejado tanto de sus
anteriores películas, pues aquí también hay una historia coral en la que se
habla de gente golpeada por la vida, que se debate entre lo que es y lo que querría
ser. Ha cambiado la forma de rodarla, sustituyendo los saltos temporales por
una linealidad ininterrumpida, intercalando golpes de humor y sátira, pero
mantiene la intensidad de sus otros dramas. Porque Riggan Thompson puede parecernos gracioso en su patetismo,
pero no deja de ser un hombre al límite, capaz de suicidarse o de matar a
alguien, un hombre que nos hace sentir pena por ver a donde ha llegado. Una estupenda
propuesta que se convirtió en la ganadora de los Oscar el pasado año, sumando 4
estatuillas.
‘Foxcatcher’ es una de
esas películas que genera mejores comentarios críticos que resultados de
taquilla. Y eso es así porque Bennett Miller plantea un drama seco, de pocos
agarres para el gran público y convierte la competición deportiva en un
pretexto para plasmar la forma de ser y de interactuar de sus tres
protagonistas. Por un lado tenemos a John du Pont (Steve Carell), heredero de una gran fortuna familiar, un
hombre que siempre ha tenido a su alcance todo lo que ha querido y que quiere
crear algo por su cuenta, demostrando su valía a su madre, convirtiéndose en un
mecenas deportivo. Su beneficiario será Mark Schultz (Channing Tatum), un luchador que busca recuperar
la gloria perdida y no convertirse en alguien limitado a dar charlas sobre lo
que consiguió, sin posibilidades de hacer algo más y para ello necesita también
la presencia de su hermano Dave (Mark Ruffalo), una suerte de figura paterna. Aunque Mark
quiera independizarse de la figura de Dave lo necesita para seguir, pues él
solo no deja de ser un cacho de carne con dificultad para canalizar sus
emociones si no es a través de la lucha física. Esa necesidad de independencia
de las figuras materna y paterna, de mostrar lo que pueden llegar a hacer, será
lo que una a du Pont y a Mark.
Tal como se vio en sus anteriores obras, Bennett Miller está sobre todo
interesado en la exploración psicológica de unos personajes al margen de lo
convencional, que tratan de cerca con la excentricidad y la locura al tiempo
que persiguen sus sueños. En el caso de ‘Foxcatcher’ todo ello se empapa de un
drama freudiano en el que hay una mujer que apenas aparece y que ejerce una
enorme influencia sobre su hijo. A la madre de John du Pont (interpretada con
tino por Vanessa Redgrave) la vemos en muy pocas escenas, pero se deja notar su
presencia en la inmensa finca en la que viven, en los caballos que corretean
por allí y que ella adora, así como en la actitud ensimismada de su hijo, que
en su madurez aún sigue viviendo con su madre y trata de impresionarla, como si
fuera un crío pequeño. Y un crío pequeño necesitado de alguien que le guíe es
Mark Schultz, porque a pesar de sus deseos de autonomía emocional es incapaz de
guiarse por sí mismo.
Mención especial merece Steve Carell, un actor más popular por sus papeles
cómicos en películas como ‘Virgen a los 40’ y series como ‘The Office’ y que
aquí está magnífico como el controvertido John du Pont. Carell ya había dejado
muestras de su potencial dramático en el rol del depresivo estudioso de Proust
al que dio vida en ‘Pequeña Miss Sunshine’, pero el personaje de du Pont es
toda una cima. Además de estar irreconocible bajo el maquillaje, Carell deja
constancia del carácter inquietante del millonario en su forma de hablar y de
moverse, como un animal agazapado a punto de saltar sobre su presa. Construye
una de esas presencias perturbadoras ante las que uno es incapaz de sentirse
confiado y seguro si te quedas a solas con ellas en una habitación.‘Foxcatcher’ es una película atmosférica y densa bajo su aparente sencillez,
que te va impregnando y se mete dentro de ti como esos cielos grises que cubren
la finca de los du Pont, creando un estado de ánimo incómodo que te prepara
para su desasosegante final. Un espléndido filme que dignifica ese sentido
involuntariamente cómico que se le da al cine basado en hechos reales.
Cuando se ve la película sueca ‘Fuerza
mayor’ no pueden evitarse ciertas preguntas sobre el carácter humano y la influencia
de la razón y del instinto en nuestras acciones. Somos animales, racionales
pero animales y al fin y al cabo, con ciertos instintos que nos apremian desde
dentro y a los que podemos hacer caso o ignorar y en función de lo que hagamos
con ellos podemos ser vistos de una manera u otra a ojos de los demás. El
protagonista de la película es un hombre que sabe repartirse las tareas
familiares con su mujer, a la que trata como una igual y que parece actuar por
las líneas de lo que la razón exige a un hombre moderno. Sin embargo, un suceso
inesperado le hará quedar como un cobarde a los ojos de su mujer y sus hijos,
que le reprochan que él no se quedara con ellos para brindarles apoyo y
protección en vez de buscar su propia salvación. El padre no ha sido como esos
padres de película, que arriesgan su vida por el bien de los suyos, sino que ha
evidenciado su sentido individualista siguiendo las indicaciones del instinto
que le decía que abandonara el lugar del peligro. En una visión moderna de la
masculinidad esa actuación podría ser comprendida como una pequeña flaqueza
entendible, sin embargo su familia y él mismo no pueden despegarse de esos
valores tradicionales en los que el cabeza de familia es el que debe proteger
al resto y todos sienten la culpabilidad de la huida.
A partir de ahí, lo que iban a ser unas plácidas vacaciones en la nieve se
convierten en una especie de condena para esa familia que no puede olvidar esa
huida momentánea del padre. El entorno privilegiado de los Alpes franceses
acaba siendo un lugar hostil, donde las pequeñas explosiones para evitar la
acumulación de nieve que suenan a lo lejos son el marco sonoro de una batalla
sorda en la que la mujer siente que su marido le ha fallado y le hace
replantearse su matrimonio, como si nada de lo vivido anteriormente tuviera
sentido ante esa búsqueda de supervivencia. Por su parte, el marido sabe que ha
hecho algo que no debería haber hecho como hombre, pero no por ello deja de
apreciar menos a su familia y no cree que deba ser maltratado psicológicamente
ni ser considerado menos hombre.
La película me ha recordado a ‘El desprecio’, la estupenda novela del italiano
Alberto Moravia que inspiró la cinta homónima de Jean-Luc Godard. El libro se
metía en la cabeza de un hombre que sentía que había perdido el cariño y el
respeto de su mujer ante un acto de aceptación de las órdenes su jefe y que por
haber sido más servicial que luchador la mujer le había dejado de querer. La
historia dejaba en el aire cuestiones políticamente incorrectas sobre cómo se
espera que se comporte un hombre y lo que las mujeres esperan del sector
masculino, algo que también establece ‘Fuerza mayor’. Porque el filme de
Östlund nos hace plantearnos que si en las relaciones modernas, hombres y
mujeres comparten las responsabilidades como iguales que son, a la hora de
verdad a los hombres se les exige llevar la voz cantante para no quedar como
unos flojos.
‘Fuerza mayor’ nos viene a decir que seguramente, aunque no lo admitamos,
quedan vestigios de esa educación tradicional que les ha dicho a ambos sexos
cómo deben comportarse. Por eso la mujer del protagonista experimenta
sensaciones contradictorias ante otra mujer que le confiesa que ella y su
pareja mantienen relaciones extramatrimoniales con total aceptación. Y por eso
el protagonista ve su masculinidad reforzada con los piropos que en un momento
dado parecen lanzarle unas excursionistas y con el acto que lleva a cabo en el
tramo final de le película, quién sabe si propiciado por su esposa para
devolverle la confianza en sí mismo.
La película tiene la habitual pericia del cine escandinavo a la hora de hablar
de cuestiones universales desde un entorno reducido en el que muchas emociones
se interiorizan más de lo que se hablan. Una forma de narrar las historias que
a algunos les produce gran aburrimiento y que a otros nos resulta siempre
interesante y en ocasiones fascinante. Por ello, habrá quien desdeñe ‘Fuerza
mayor’ por ser un filme en el que la acción es más psicológica que física, pero
creo que precisamente por eso la cinta de Ruben Östlund es muy destacable, tan
bien rodada como interpretada. Porque sabe hablar de esas pequeñas cosas que
acaban martilleando de forma tan silenciosa como implacable las relaciones
humanas.
La película no es la
primera que establece algunas cuestiones sobre esa estimulante y/o inquietante
correspondencia entre hombres y máquinas, pero no por ello deja de tener un
indudable interés, porque, como toda buena cinta de ciencia ficción que se
precie, deja en el aire no pocas reflexiones sobre lo que somos y lo que de
nosotros se traslada al universo virtual. No faltan en ‘Ex Machina’ las
metáforas religiosas, con esa casa donde se desarrolla la acción emplazada en
un lugar en medio de la nada, lleno de vegetación, un Jardín del Edén donde se
alumbra a esa mujer robot llamada Ava (cuya pronunciación en inglés es muy
similar a Eva), creada como la primera inteligencia artificial capaz de
desarrollar emociones humanas. Ava muestra su estructura robótica en todo
momento, dejando al descubierto que es un montón de cables y engranajes y sin
embargo en su forma de interactuar con Caleb descubrimos que tiene una gran
capacidad de empatía, de conexión de con otra sensibilidad. Todo esto no le
pasará desapercibido a un Caleb que empezará a desarrollar ciertos sentimientos
hacia esa máquina que parece tan humana.
Ava muestra una mayor humanidad que su inventor, un hombre tan inteligente como
frío, que vive aislado del mundo en una casa dotada de las últimas tecnologías
y que juega a ser Dios, probando los efectos de una inteligencia artificial con
capacidad de generar más emociones de las que él mismo llega a mostrar hacia lo
que le rodea. Y en medio de esos dos seres se encuentra Caleb, que llegará como
sorprendido testigo y acabará siendo conejillo de Indias de la relación entre
creador y criatura. La película ofrece, en ese sentido, unas interesantes
reflexiones sobre el papel de los hombres y las mujeres en el mundo, su forma
de relacionarse y la forma de cada uno, ya sea por convicción o por necesidad,
de lograr los objetivos que se propone. Y es que Ava no tardará en lo que debe
hacer para mejorar su situación al darse cuenta de que le ha tocado vivir en un
mundo dominado por la especie masculina.
Alex Garland construye una película de ambiente minimalista, desarrollada en casi su
totalidad en la casa del inventor, donde renuncia a la pirotecnia fácil de
mostrar a varios ingenios robóticos y apuesta más por el estilo teatral, con
pocos personajes en un mismo espacio. No obstante, eso no quita para una
magnífica puesta en escena, con esa mansión tan tecnificada como aséptica y unos
espléndidos efectos visuales que dan vida a Ava en el cuerpo de la actriz sueca
Alicia Vikander, que ha mostrado su saber hacer en películas como ‘Un asunto
real’ y a la que merece seguirse la pista. Igualmente destacan Oscar Isaac como
ese creador de aspecto “hipster”con ínfulas de grandeza y Domhnall Gleeson
como el atribulado enlace entre humanos y máquinas. Una buena muestra de esa
ciencia ficción que pone mayor énfasis en las ideas que en la acción.
‘Under the Skin’
recuerda por su trama a ‘Species’, aquella película noventera en la que una
extraterrestre adoptaba las atractivas formas de Natasha Henstridge para
seducir a los hombres y devorarlos, pero ahí acaban las similitudes, pues
Glazer tiene intereses lejanos a los de la serie B. La extraterrestre de esta
cinta tiene la piel de Scarlett Johansson, que conduce una furgoneta por las
calles de Glasgow y alrededores mientras va entablando relación con hombres
solitarios, a los que nadie va a echar en falta. Ellos caen en los encantos de
la extraterrestre, que los conducirá a una casa abandonada en la que serán
devorados por una sustancia oscura tras una breve ceremonia de seducción.
Así es como discurre la
mayor parte de la primera mitad del filme, con esos hombres que se las prometen
felices y acaban perdiendo la vida en un extraño universo paralelo sumido en la
oscuridad, en una suerte de cuento clásico con moraleja sobre los peligros de
seguir a desconocidos. Sin embargo, a raíz del encuentro de la alienígena con
un hombre afectado por una neurofibromatosis, una enfermedad que le hace
parecer el Hombre Elefante, todo cambiará. La extraterrestre, hasta entonces
testigo impasible de la actividad de los seres humanos (como en la magnífica y
perturbadora escena de la playa, donde la actuación humana es la que conduce a
la catástrofe) y tan solo preocupada por conseguir su siguiente presa, siente
cierta lástima por ese Hombre Elefante y lo deja escapar del triste destino que
le esperaba. Tiene su primer gesto de humanidad y ese será el inicio de sus
problemas, pasando de cazadora de hombres a ser perseguida por los de su
especie.
La segunda parte de la película se dedica a ese proceso de autodescubrimiento
de la extraterrestre, que empieza a volverse uno de aquellos a los que estaba
sacrificando sin contemplaciones. Si hasta entonces solo había mostrado cierta
empatía a la hora de seducir a sus presas, en ese momento trata de descubrir
por qué los humanos hacen las cosas que hacen y por qué ella misma empieza a
sentirse atraída por esas sensaciones, como si la piel de mujer que oculta su
cuerpo extraterrestre hubiera empezado a crear efecto en su interior. A ese
momento pertenecen esas imágenes que trascendieron rápidamente por Internet en
las que Scarlett Johansson muestra su desnudez ante un espejo y que han hecho
creer erróneamente que ‘Under the Skin’ es otra película de la que realmente
es. Digamos que, en ese sentido, el realizador usa con el espectador la misma
triquiñuela de la civilización extraterrestre del filme y nos pone a la estrella
de Hollywood para que vayamos tras sus encantos, quizá sabedor de que con
alguna intérprete desconocida el nivel de atención del público no sería el
mismo.
La puesta en escena de Jonathan Glazer es fría y gris, a tono con las tierras
escocesas en las que se ambienta la trama. El director se toma su tiempo para
narrar los acontecimientos y deja que el espectador se haga preguntas y vaya
rellenando los huecos de lo que no se cuenta explícitamente, en una narración
lenta, que no morosa, aunque ponga a prueba la paciencia de algunos, con el
fondo musical de una inquietante banda sonora de Mica Levi. Todo ello para una
historia en la que una poderosa extraterrestre se convertirá en un ser
vulnerable cuando descubra la humanidad que brota en su interior, al tiempo que
se da cuenta de los peligros de ser mujer en un mundo dominado por hombres.
‘Under the Skin’ me ha parecido una de esas películas que merecen verse, por
cómo está hecha y por las cuestiones que plantea, que dan pie a un rico debate.
No pertenece a ese cine que se olvida tan fácilmente como se ve, sino a ese
cine que necesita la atención del espectador, que se mete dentro y sigue ahí
una vez terminado el metraje, planteando sensaciones y cuestiones diversas,
ganas de volverlo a ver. Una película que guarda coherencia con la filmografía
de su director y que es una “rara avis” en la de su actriz protagonista,
demostrando que Scarlett Johansson no tiene miedo a desenvolverse por igual en
este tipo de filmes que en las adaptaciones de cómics de Marvel.
Si bien el cine de los
estudios Pixar (desde hace unos años en manos de Disney) está considerado
universalmente como oro puro, debo admitir que, a falta de ver ‘Ratatouille’,
hay algunas de sus películas que me dejaron un poco frío, caso de ‘Buscando a
Nemo’, ‘Los increíbles’ o ‘Cars’. Sin embargo, las tres cintas de ‘Toy Story’,
‘Monstruos S.A.’ o ‘Up’ me parecen bastante buenas y me producen una emoción
genuina, especialmente la última citada, que tiene la capacidad de condensar en
pocos minutos una relación de pareja que saca las lágrimas del más pintado.
‘Up’ estaba dirigida por Pete Docter, al igual que ‘Monstruos S.A.’ y Docter
está también al mando de ‘Del revés (Inside Out)’, en la que se habla de la
influencia de ciertas emociones en nuestros actos y de la relación que debe
establecerse entre ellas.
Uno podría pensar que en una película de animación la Alegría debería tener el
papel preponderante y debería dejar a la Tristeza en ridículo, como la mala de
la función, pues alegría es lo que buscaría transmitir un filme dirigido a un
público familiar Y así sucede al principio de ‘Del revés (Inside Out)’, donde
la Tristeza es esa criatura torpe y aburrida que es colocada en un rincón para
que no empañe con su actitud los recuerdos de la niña Riley. Pero a medida que
la acción avanza, la melancolía empieza a adueñarse de la trama, cuando Alegría
y Tristeza se ven obligadas a compartir su peripecia y descubren el cambio que
se está produciendo en esa jovencita que cada vez tiene más enterrado en su
memoria a Bing Bong, el amigo imaginario con el que pasó tan buenos ratos, los
castillos de galletas, las princesas de cuento y los peluches. Todo ello al
tiempo que una mente gobernada por el Miedo, el Asco y la Ira lleva a Riley a
romper muchas de las ataduras de su infancia, como reacción a un presente que
no entiende.
Uno sabe que está ante algo bueno si ese algo hace parecer fácil lo difícil y
este es el caso de ‘Del revés (Inside Out)’. A través de una historia
aparentemente sencilla como es la de unos personajes que se pierden y deben
volver al lugar del que partieron, la película de Pete Docter y su co-director
Ronnie del Carmen desliza todo un tratado psicológico ante nuestros ojos. Habla
sobre las emociones que gobiernan nuestros actos y toman el control de forma
indiscriminada. Sobre la influencia del subconsciente en nuestros sueños. Sobre
los lugares donde crece el sentido de la fantasía. Sobre cómo echamos al
barranco del olvido todo aquello que no nos sirve para los pasos que vamos
dando en la vida y sobre cómo vamos almacenando en los laberintos de la memoria
recuerdos marcados por la ira, el miedo, el asco, la alegría y la tristeza.
Unos recuerdos muchas veces mezclados por las emociones y que marcarán nuestro
devenir en este mundo. Gusten más o menos, no se puede negar que las
producciones de Pixar siempre son visualmente impecables y ‘Del revés (Inside
Out)’ no se queda atrás a la hora de mostrar con todo lujo de detalles esa
mente tan colorista de la niña Riley que se ve amenazada por un cambio vital.
Por su análisis psicológico, la película gustará mucho a los que hayan pasado
por cierto número de experiencias vitales, pero creo que también puede ser
disfrutada por los más pequeños, que también experimentan sus particulares
renuncias. Salvando las distancias, en su capacidad de enseñar de forma
entretenida los entresijos la mente humana, me ha recordado a ‘Érase una vez…
la vida’, esa serie que muchos de los hoy adultos vimos de pequeños y que nos
hizo comprobar que las Ciencias Naturales que estudiábamos en la escuela no
eran tan aburridas como parecían en los libros de texto. ‘Del revés (Inside Out)’ es una película que se saborea con gusto y se hace
incluso corta en su hora y media de metraje, pespunteado por una comedia que no
cae en la nadería y un drama certero que analiza la necesidad de saber combinar
ambos registros para seguir creciendo. Todos tenemos malos momentos en nuestro
pasado y en el día a día, pero no por ello debemos ocultarlos en las tinieblas
ni hacernos los felices a todas horas, porque ninguna vida es totalmente feliz
ni totalmente triste.
‘Mientras seamos
jóvenes’ es la penúltima película de Noah Baumbach (ya ha estrenado en Estados
Unidos la más reciente ‘Mistress America’), un director curtido en la esfera
independiente, con cintas como ‘Una historia de Brooklyn’, ‘Margot y la boda’,
‘Greenberg’ y ‘Frances Ha’ y que también ha trabajado con Wes Anderson como coguionista
de ‘Life Aquatic’ y ‘Fantástico Sr.Fox’. Baumbach es uno de esos creadores que
entran de pleno en la categoría de arquetipo de director del Festival de
Sundance, autor de un cine con un punto “cultureta”, rayando en lo pretencioso
pero interesante. Con los años parece haber ido modelando ese estilo y ahora
resulta bastante más pulido (y más logrado) que en sus inicios, siendo su obra
un tratado sobre la dificultad de establecer lazos emocionales auténticos, con
unos personajes inmaduros que se ven obligados a dar un paso adelante para no
quedarse atrás del resto del mundo.
‘Mientras seamos jóvenes’ comienza con una cita del dramaturgo noruego Henrik
Ibsen sobre la necesidad y los peligros de dejar entrar a los jóvenes en la
vida de un hombre maduro, antes de dar paso a una escena aparentemente
familiar, donde los personajes de Josh (Ben Stiller) y Cornelia (Naomi Watts)
miran con ternura a un bebé y tratan de contarle un cuento. Inmediatamente
pensamos que se trata de su hijo, hasta que el pequeño rompe a llorar y ambos
muestran fastidio por no saber qué hacer, momento en el que entran en escena
sus verdaderos padres, una pareja amiga de los protagonistas. Ambas situaciones
nos dan una idea clara de lo que Baumbach va a contarnos durante la hora y media
siguiente, la peripecia de unos cuarentones sin hijos que no se ajustan a “lo
normal” y que afrontarán un reto vital al dejar entrar en sus vidas a unos
veinteañeros con ganas de comerse el mundo.
Jamie (Adam Driver) y Darby (Amanda Seyfried) son una pareja un tanto hipster,
que viven en un loft, hacen su propio helado artesanal y tienen objetos
vintage. Enseguida atraen la atención de los cuarentones, que encuentran en
ellos un reflejo de lo que fueron en su día, cuando tenían grandes ambiciones
que acabaron quedándose atrás cuando los años se fueron echando encima sin que
casi se hayan dado cuenta. Los tiempos han cambiado y con el predominio de las
nuevas tecnologías si Jamie y Darby no recuerdan algo, lo buscan inmediatamente
en su teléfono móvil, mientras que, cada vez que puede, Jamie graba en vídeo lo
que le parece interesante. Esa desenvoltura seducirá a Josh y Cornelia (él un
documentalista incapaz de terminar su último trabajo y ella una mujer que ha
renunciado a la maternidad), que empezarán a frecuentar su compañía y a ir
dejando de lado a aquellos que con sus predecibles historias domésticas les
recuerdan que son dos personas maduras que deberían ir resignándose a ciertos
modos de actuar.
Otro de los temas que trata el filme de Baumbach es el de la representación, de
las personas y los personajes. Josh es documentalista y trata de buscar el
máximo rigor en su trabajo, tratando de no forzar el toque personal, algo que
choca con las ideas de Jamie, más en sintonía de añadirle toques propios, en la
línea de la frase de Jean-Luc Godard que se cita en el metraje y que asegura
que el documental habla de otra persona y la ficción habla de uno mismo. Por
ello, Jamie se ha construido un personaje, de joven muy emprendedor, que le
hace más atractivo a ojos de los demás, incluidos los de Josh y su mujer,
lastrados por ser demasiado ellos mismos. Porque la vida nos demuestra muchas
veces (nos guste o no) que son los personajes atractivos los que llegan más
lejos que las personas.
En ‘Mientras seamos jóvenes’ Noah Baumbach sabe aunar el cariño y la ironía en
el retrato de sus personajes, de manera que al final todos son un poco
miserables, pero cada uno cree que tiene sus motivos para serlo. Su visión
cómica, con algunas notas de drama, de esa pareja cuarentona que asiste a
rituales de limpieza espiritual, mientras él empieza a llevar sombrero y ella a
bailar hip hop, no deja de tener un punto de ternura cuando se dan de bruces
con esa juventud emprendedora que les devuelve la fe en el idealismo y que, con
la misma energía, tampoco duda en llevarse todo por delante. Al buen acabado de
la película ayuda su conjuntado cuarteto protagonista, sin olvidar a un
solvente Charles Grodin (actor que siempre ha sido más conocido por sus papeles
cómicos en ‘Huida a medianoche’ o las cintas del perro ‘Beethoven’), como
documentalista veterano y padre del personaje de Naomi Watts, al que el de Ben
Stiller no quiere acercarse mucho para demostrar que el solo es capaz de hacer
su trabajo, demostrando que las luchas generacionales no entienden de edad.
Porque aunque Baumbach no aporta mayor novedad en su mensaje, nos deja claro
que juventud y madurez tienen sus brillos y sus partes oscuras. Y que el tiempo
pasa y lo va alterando todo mientras tratamos de encontrar nuestro lugar en el
caos permanente que es la vida.
Con películas como
“Cronos”, “El espinazo del diablo”, “Hellboy”, “El laberinto del fauno” o
“Pacific Rim”, el mexicano Guillermo Del Toro se ha construido una sólida
carrera en el mundo de la fantasía cinematográfica. Una fantasía con una
imaginería desbordante y siempre anclada en la realidad, mezclando lo cotidiano
con seres y mundos maravillosos. Fiel a ese principio se mantiene en su más
reciente filme, “La cumbre escarlata", donde nos cuenta la historia de la aspirante a escritora Edith Cushing (Mia
Wasikowska), que decide casarse, a pesar de los consejos de su padre, con el
misterioso Thomas Sharpe (Tom Hiddleston). Ambos se mudarán a la casa del
forastero en Inglaterra, junto a su hermana Lucille (Jessica Chastain) y allí
serán testigos de extraños fenómenos.
Del Toro bebe de
películas como “Rebeca” y de historias góticas como “La caída de la casa
Usher”, de Poe, “Cumbres borrascosas” y “Jane Eyre”, de las hermanas Brönte y
del Dickens de “Grandes esperanzas” para hablar de amores desgarrados y casas
con vida propia, cargadas de vestigios del pasado que siguen manifestándose
como testimonio de malas conciencias. La puesta en escena es
una delicia para la vista y tiene el inconfundible sello barroco de su director,
que dota de todo detalle a esa decadente mansión que parece respirar cuando
sopla el viento. Una residencia construida sobre una tierra de color sangre, en
la que viven dos hermanos que se niegan a abandonarla, a pesar de que los mejores
tiempos de su familia pertenecen al pasado. La fotografía nos muestra el contraste
entre ese inmovilista y grisáceo Viejo Mundo al que la protagonista llega tras
dejar atrás la luz brillante del emprendedor Nuevo Mundo, por seguir a su amado.
El amor y la pasión son la fuente de todo el bien y el mal, causa de la alegría
y la desdicha de sus personajes.
Aparte de la labor
visual, destaca la labor de sus tres protagonistas: Mia Wasikowska como esa
escritora de historias de miedo que ha aprendido a convivir con los fantasmas,
Tom Hiddleston como ese ambiguo noble inglés venido a menos y especialmente una
magnífica Jessica Chastain como la hermana del noble, una mujer de figura
inquietante que incluso cuando quiere ser más simpática es aún más perturbadora.
Aunque pueda parecer un relato de terror sobrenatural, “La cumbre escarlata” es
una estupenda narración donde los espectros existen, pero el peligro anida en
los seres que están vivos.
‘Victoria’ es una
película que sabe crear sensación de agobio a pesar de desarrollar buena parte
de su metraje en las calles semivacías del Berlín de madrugada. El agobio de
verse arrastrado a la aventura en tiempo real de esa gente desconocida, a lo
que contribuye esa cámara que parece decidida a no perderse nada y que
convierte al espectador en un testigo que acompaña, silenciosamente y sin
actuar, a los jóvenes protagonistas. No hay flashbacks ni explicaciones forzadas
que nos hagan saber más de ellos, salvo las confesiones que deciden contarse
dentro del nivel de las conversaciones que pueden mantener unas personas que
han bebido más de la cuenta. Victoria es la más explícita mientras que de los
chicos no sabemos ni sus nombres, solo sus apodos y que uno de ellos pasó por
la cárcel. A partir de ahí tenemos que imaginarnos de dónde han salido y cuáles
son sus circunstancias, esas que para Ortega y Gasset determinan quién es la
persona y que, en esos chavales, no parecen ser demasiado buenas. Ella y ellos
son personas que posiblemente no se habrían relacionado en otro contexto, pero
a las que las circunstancias han unido con esos curiosos vínculos que
establecemos con los extraños, con los que tantas veces somos más sinceros que
con los que tenemos cerca.
La película se beneficia del buen hacer de la barcelonesa Laia Costa, vista en
series como ‘Pulseras rojas’ o ‘Carlos, Rey Emperador’ y que ha tenido que
revelarse como actriz de cine en una producción alemana, siendo incluso
galardonada por su labor en los premios del cine germano, en los que ‘Victoria’
fue la gran triunfadora. Costa es esa Victoria que tendrá que pasar por una
serie de peripecias no del todo recomendables para poder experimentar algo
parecido a la sensación que indica su nombre. Porque Victoria ha dedicado buena
parte de su vida a formarse como pianista, ensayando durante horas todos los
días a lo largo de los años, para que finalmente la dijeran que eso no era lo
suyo. Ahora, como tantos otros jóvenes españoles, está en Berlín y trabaja en
una cafetería, comunicándose en inglés porque no conoce el alemán ni a nadie de
aquel país. Por eso la encontramos al principio de la película bailando sola en
una discoteca y a medida que sabemos más de ella entendemos por qué ha decidido
seguir los pasos de esos jóvenes de aspecto no muy prometedor que le instan a
que vaya con ellos a seguir la juerga en lugar de ir a acostarse. Al principio
puede parecernos un poco inocente e imprudente, hasta que nos damos cuenta de
que ellos son para ella la promesa de salirse de la rutina ya conocida, donde
cada día es igual que el anterior.
‘Victoria’ no es una película hermética ya que en todo momento entendemos lo
que está pasando pero, al final, uno termina tan exhausto como sus personajes.
Confundido por lo que acaba de ver y por la fisicidad y la tensión que Schipper
sabe mantener en todo momento, incluso en los aparentes tiempos muertos. Y es
que Victoria ya no es la misma del principio y, mientras muchos otros dormían sin
enterarse de nada, ha pasado en algo más de dos horas por una serie de ritos
que la han hecho redescubrirse como persona y quizá sentirse más viva de lo que
nunca había estado. El filme puede ser leído como una metáfora de la juventud
europea de nuestros días, un thriller (que algunos no han tenido problema en
destripar), una historia de amor y amistad o un relato sobre la iniciación a la
vida de una Alicia que decide entrar en la madriguera del conejo. Pero eso, al
igual que sus circunstancias previas, lo tendremos que deducir nosotros. Porque
‘Victoria’ se eleva por encima de su premisa argumental para brindarnos una de
esas películas que te dejan pensativo y que una vez vistas dan lugar a ricos
debates. De las que quizá no veamos más allá de un puñado de veces por la
entrega que nos piden, pero que no por ello dejan de ser lecciones de lo que es
el cine y de la capacidad que tiene para crear historias que, sin conocernos,
saben hablarnos de lo que nos pasa.
"Langosta" es la primera película en inglés del director griego Yorgos Lanthimos, que ha llamado la atención de la comunidad cinéfila con "Canino" y "Alps", en las que incidió sobre las rarezas que hay en la condición humana, algo que mantiene en su última propuesta. "Langosta" está ambientada en un mundo distópico, en el que según las
reglas establecidas, los solteros son arrestados y enviados a un lugar donde
tienen que encontrar pareja en un plazo de 45 días. Si pasado ese tiempo no consiguen pareja serán convertidos en un animal a su elección, pues la sociedad en la que viven no tolera la soledad, como por ejemplo le sucede al protagonista (Colin Farrell). Tras romper una larga relación llega al hotel en compañía de su hermano, convertido en perro al no haber encontrado a nadie. En ese hotel será entrenado para no caer en las tentaciones de la masturbación, asistirá a seminarios sobre los beneficios de tener pareja y dispondrá de un amplio repertorio de mujeres con las que tratar de construir lazos antes de que su tiempo se acabe. Otra de las actividades programadas consisten en ir a los bosques cercanos, a cazar con dardos somníferos a los solteros que allí se ocultan de la sociedad que los desprecia. Sin embargo, esta sociedad de solteros tampoco es un ideal, pues rigen las reglas contrarias y aquellos que se emparejen serán los ajusticiados. Lanthimos se sirve de esta premisa para hablar de la
soledad, el temor a morir solo, a vivir solo, y también al temor a vivir con
alguien. Todos somos conscientes de que siempre queda mejor socialmente el estar emparejado, porque si alguien anda solo por ahí es alguien extraño, poco de fiar y quizá homosexual reprimido. Sin embargo, la compañía tiene muchos desafíos y no suele ser tan fácil como en las historias romanticonas, donde dos personas parecen predispuestas a vivir juntas y una vez conseguido pasan toda su vida sin preocupaciones. La vida en pareja es un mecanismo que tiene que engrasarse continuamente para que siga funcionando y también supone algunas renuncias, pues los objetivos que se persiguen muchas veces no coinciden con los de la otra parte. A pesar de todo, quizá por influencia del instinto de supervivencia, es ese el estado que tanta gente considera "natural" en el ser humano, mientras que la individualidad es sospechosa, vista como algo propio de la gente que tiene cosas que esconder, una vida poco constructiva y que no quiere aportar a la supervivencia del grupo. De estas cuestiones nos habla el realizador griego, en una interesante metáfora sobre los resortes tan arbitrarios y ocasionalmente absurdos que nos imponemos para vivir en sociedad. Porque Lanthimos ironiza sobre ambos bandos, tanto a los que no saben estar solos, como a los que no quieren renunciar a estarlo y las conclusiones dan que pensar. Precisamente, sobre la búsqueda de una pareja o la afirmación de la soledad, aunque en otro tono trata la película con la que quiero acabar este repaso a lo mejor que he visto en 2015. Un filme de 1991 que recuperé en DVD hace unos meses y que me dejó muy buenas sensaciones. Se trata de "Frankie & Johnny".
Johnny (Al Pacino)
descubre su vocación de cocinero mientras cumple una condena de dieciocho meses
por falsificar un cheque. Cuando sale de la cárcel, lo contrata el propietario
de una cafetería (Hector Elizondo), un hombre brusco pero de gran corazón. En
el mismo local trabaja Frankie (Michelle Pfeiffer), una bella camarera que
mantiene las distancias. Una relación sentimental traumática la ha convertido
en una mujer que desconfía de los hombres. Ese es el punto de partida de 'Frankie & Johnny', dirigida por el temible Garry Marshall, especializado en cine sensiblero ('Pretty Woman', 'Princesa por sorpresa', 'Novia a la fuga' o 'Historias de San Valentín', entre otras), que aquí me dio una agradable excepción. Había oído hablar bien de esta película y me interesaban sus dos protagonistas, pero me daba miedo la tendencia al almíbar barato de su realizador. Finalmente me decidí y la impresión que me dejó fue muy grata, al tratar con más sensibilidad que sensiblería el tema de las relaciones románticas y la predisposición de unos a querer y la reticencia de otros a ser queridos. Los tópicos y las convenciones nos dicen que suelen ser las mujeres las que buscan el amor y los hombres los que buscamos sobre todo sexo, nada serio y ya si acaso a alguien que nos haga caso. El arquetipo se ha interiorizado precisamente en películas del estilo de las dirigidas por Marshall, pero muchas veces no se cumple o lo hace al revés. Frankie ha sufrido por amor y no quiere volver a pasar por ello, es de las que dicen que bastantes disgustos les han dado ya y que no están para esas cosas. Sin embargo aparecerá Johnny, un tipo que ha pasado por la cárcel y que sin embargo se muestra mucho más vitalista y que no duda en ir por el mundo aprovechando las oportunidades tal como le vienen, por lo que al ver la belleza de Frankie no tardará en ir detrás de ella. Frankie esconde sus inseguridades tras una ironía que le hace parecer distante y esa energía de Johnny le pone nerviosa, pero también le atrae, por esa capacidad de los que son diferentes de llamar nuestra atención con aquello de lo que carecemos o que no tenemos bien desarrollado. Hay cosas de Johnny con las que me identifico, pero en este caso me gusta mucho Frankie por notarme muy cercano a sus tribulaciones y su vulnerabilidad disfrazada de dureza y frialdad. Michelle Pfeiffer luce lo menos glamurosa posible, pero uno no puede evitar sentirse atraído ni enamorarse de su fragilidad, en un personaje al que le insufla autenticidad más allá del trazo grueso o la parodia en la que podía haber caído. Ella está encantadora y muestra una gran química con Pacino, en una cinta sobre gente corriente, algo perdedora, narrada con sentimiento y con estupendas escenas, como la que cierra el filme. Aquí aviso a los que no hayan visto 'Frankie & Johnny' para que dejen de leer si no quieren conocer el final. ¿Siguen conmigo? Bien, pues al final, tras una serie de altibajos parece que no va a fructificar la relación entre los protagonistas. Es entonces cuando empieza a sonar el "Claro de luna" de Debussy, que Johnny había pedido a una emisora de radio para que se la dedicaran a ambos. La música empieza a sonar y antes de que Johnny se vaya Frankie le invita a que se lave los dientes con ella, su particular manera de dejarle pasar a su vida habitual. En ese momento se nos muestra qué ha sucedido con otros de los personajes de la trama y que Frankie sea testigo de cómo una vecina maltratada ha dejado finalmente a su pareja. Ella ha pasado por esa tesitura y le alegra que la mujer haya decidido pasar página, al igual que empieza a hacerlo ella misma. La música de Debussy es un gran acompañamiento para unos minutos que condensan a la perfección el tono de la cinta, sin forzar las tintas para llegar al espectador haciendo trampas. Una película bonita que les recomiendo.