viernes, 27 de noviembre de 2015

El hombre que amaba a las mujeres


Las redes sociales, a pesar de ser un avance tecnológico, no dejan de ser una representación de lo que somos, así que en la esencia es algo ya conocido. Un gran patio de vecindad o un gran bar o una gran plaza en la que entra y sale gente y se habla mucho, algunos más que otros. Se hacen comentarios interesantes, se dicen estupideces, los hay que hacen gala de ser libres de todo y juzgan a los demás (a veces sin saber, que la ignorancia siempre es atrevida) con un autoritarismo que contradice sus supuestos ideales. Y también se busca sexo, de modo directo o camuflado (a veces muy torpemente), esa pulsión que Freud señaló como la fuente de todas las cosas que hacemos en nuestra vida. También se busca amor, pero suele ser un objetivo más secundario si lo comparamos a todos aquellos que maniobran para ligotear, del mismo modo que siempre se ha hecho en un gran patio de vecindad, en un gran bar o en una gran plaza en la que entra y sale gente y se habla mucho, algunos más que otros.
 

Unos cuantos días soy testigo de cómo algunos de mis contactos se desviven por ser el pavo más apetitoso para las mujeres (me refiero a mujeres que solo conocen de esas redes sociales, a las que nunca han visto en persona) y ponen en escena su mejor plumaje con frases ocurrentes dirigidas a ellas, menciones más intrascendentes pero citando el nombre de la interesada para que quede claro que ella es el origen de la mención y los que contestan o favoritizan (casi) todas las publicaciones del objeto de su interés. A veces observo este fenómeno con curiosidad antropológica, otras veces con vergüenza ajena y sufriendo por lo que tienen que aguantar algunas mujeres y en ocasiones caigo yo también en lo curioso y lo vergonzoso, ya sea por jugar, por buscar la seducción o por qué no decirlo, por la necesidad de afecto, de gustar a alguien desconocido. Porque la vida nos enseña que construimos buena parte de nuestra existencia gracias a los desconocidos, a aquellos que están fuera del núcleo familiar hasta que se hacen conocidos y cercanos.

Hace unos días, YouTube me hacía una recomendación de un vídeo extraído de la película francesa “El amante del amor”, dirigida por François Truffaut en 1977. Estas recomendaciones se hacen en función de las búsquedas y los visionados que haces en la web y a veces me recomienda vídeos graciosos, otras veces cosas sesudas y combinaciones de ambas, como supongo que a otros les sugerirán vídeos de niños y animales, si es eso con lo que disfrutan. El caso es que vi “El amante del amor” hace pocos años y la disfruté bastante, pero la tenía un poco olvidada hasta que este vídeo la ha traído a mi memoria. En él aparece un monólogo del protagonista, un escritor que reflexiona sobre la atracción que le producen las mujeres, especialmente las guapas, dándole un toque poético y reflexivo al asunto.
 
Siempre se ha dicho que el protagonista es un álter ego del propio François Truffaut y que el título original de la cinta (“El hombre que amaba a las mujeres”) no deja de ser una declaración de la filosofía vital de un hombre que consagró su obra al amor y especialmente al amor romántico, como búsqueda de algo que le había faltado en una niñez marcada por el abandono paterno y por una madre distante. Un vacío que luego trató de llenar con numerosas conquistas (algunas de ellas actrices en sus películas, como Catherine Deneuve o Fanny Ardant) en una filmografía en la que siempre se reflejó a sí mismo y sus anhelos.


El escritor de “El amante del amor” podría ser tomado como un obseso, un salido o un tío chabacano, pero bajo la óptica que le da Truffaut no deja de ser alguien soñador, que trata de liberarse de las angustias vitales con la adoración al otro sexo, aunque luego es incapaz de establecer relaciones duraderas con las mujeres a las que dedica su atención. Es un hombre que se siente cómodo entre mujeres y disfruta cortejándolas, tratando de atender sus necesidades.
 
El escritor podría ser interpretado como un canalla, pero es alguien que es feliz buscando ser apreciado por las mujeres, su forma de dar un sentido a la vida. Y es un concepto que me ha hecho pensar, porque en cierto sentido me he identificado mucho con ese escritor ahora que he vuelto a ver sus andanzas, más que la vez primera, donde lo vi como una suerte de donjuán lejano a mí.

 
Cuando yo tenía 13 ó 14 años aún no me había llegado la edad del pavo. Fui de desarrollo tardío y mientras otros chicos de mi clase ya tenían pelos en todas partes y las voces se agravaban, yo aún seguía siendo un crío casi la mitad de alto que ahora. Entonces empezaban los flirteos con las chicas, mucho más desarrolladas, y las bromas y las cábalas sobre quién le gustaba a quién. Yo aún pasaba de esos temas, pero cuando estás en un grupo es posible que acaben fijándose en ti y un día un chaval dijo en voz alta durante un descanso entre asignaturas que a mí me gustaba una chica, solo para tocar las narices. Nunca, mientras me dure la memoria, olvidaré la vergüenza que pasé cuando se hizo el enunciado y la interpelada se giró, me miró un instante y dijo riéndose: “¿Yo? ¿Con éste? Ni de coña”, de un modo que no necesitó ni decir un adjetivo hiriente para dejarme hecho polvo. Yo entonces tenía unas gafas enormes para mi cabeza no desarrollada y una ropa formal (nunca he salido a la calle vestido con ropa deportiva) que me daban un aspecto de empollón bastante importante, algo que sumado a mi natural timidez y mi cuerpo aún enjuto y de apariencia enclenque no me convertían precisamente en el botín más apetitoso de la manada. Esto lo veo ahora, pero durante años odié mucho a esa chica que me degradó con sus palabras y gestos, incluso cuando mi altura y presencia física ya eran mayores que los suyos (ella se quedó bajita y gordita, algo que celebré como venganza a mi humillación) y no pude notar entonces que sus palabras me habían dejado más huellas que la rabia del momento. Porque lo cierto es que durante mucho tiempo me he visto como un tipo feo y de aspecto estúpido, incapaz de atraer a ninguna mujer. Ahora me veo y compruebo que mi cara y mi cuerpo no tienen nada que envidiar al de muchos otros y que hay gente más fea que yo, pero me costó que fuera así y en parte me han ayudado otras mujeres, que me han hecho sentirme atractivo, ya fuera por halagos o por su forma de tratarme.

 
Truffaut tuvo problemas de atención de sus padres, algo que no me ha pasado a mí, especialmente en el caso de mi madre, siempre bastante controladora de mis actos en los años en los que viví con ella. Pero sin embargo, me noto cercano a él y al protagonista de “El amante del amor” en la búsqueda del cariño y la aprobación de otras mujeres, pues las primeras descalificaciones femeninas las experimenté en casa. Sé que siempre he sido muy importante para ella, pero en ocasiones tuvo una forma extraña de demostrarlo y me hizo sentir muy inseguro acerca de mis capacidades al cuestionar muchas de las cosas que yo hacía o que me gustaban, al estilo de esos maridos “calzonazos” de los sainetes, que viven arrinconados por las broncas de sus mujeres. Quizá por eso me volví reacio al contacto físico y ya se sabe que para muchos hombres la madre es el modelo a través del que perciben al otro sexo, por lo que ese aspecto, unido al inicial rechazo causado entre mis compañeras de clase, me hizo convertirme en alguien que se sentía a disgusto entre las mujeres, al verlas como fuente de dolor. Y quizá entonces fue cuando desarrollé ese deseo de ser aceptado y querido por ellas, del que no fui consciente hasta tiempo después.

Mis primeros flirteos con mujeres fueron en los años universitarios y ahora me recuerdo como un chaval especialmente torpe, incapaz de leer las señales que ellas mandaban en positivo, siempre temeroso de que en el fondo me despreciaran aun cuando se mostraban simpáticas conmigo. Recuerdo una anécdota del primer año de carrera en el que se hizo una fiesta universitaria y al día siguiente me tenía que ir a primera hora a casa de mis padres, a cierta distancia de la ciudad en la que estudiaba. Tenía el problema de donde dejar la maleta, pues la residencia en la que me hospedaba cerraba por las noches y no podía ir cargando con la maleta mientras iba de fiesta por ahí. Una chica se ofreció a que la dejara en su casa y que volviera con ella a recogerla horas más tarde, algo que acepté porque me quitaba el marrón de encima, sin sospechar que esa invitación escondía otros motivos una vez que volviera con ella a su casa después. Finalmente, al ver que conmigo no iba a atar cabos (yo, a mis 18 años, seguía sin creerme que una mujer estuviera interesada en mí) se lió con otro compañero avanzada la noche y tuve que interrumpir la situación para pedirle que fuéramos a buscar la maleta, que el autobús se iba a ir. Algo cómico-patético (como tantas peripecias en mi vida) que me hizo sentir que le había fastidiado la noche a la chica y que seguro que me odiaría a partir de ahí. El caso es que no, porque aunque después no hablamos mucho, ella lo hizo de modo cordial y años más tarde fue ella la que me buscó en las redes sociales, aunque lo cierto es que no hemos vuelto a hablar. Tampoco llegamos a tener un pasado muy concreto que nos uniera más allá de esta anécdota burlesca.
Meses después descubrí el amor romántico de mano de una chica a la que conocí en una discoteca y con la que empecé a salir. Apenas unos pocos meses en los que hubo tiempo para que me dijera que me quería y para que no mucho después me dejara por otro que le gustó más. Si sentirme feo y estúpido para aquella compañera de clase en el colegio me sentó como un tiro, esta otra relación estuvo cerca de costarme la vida. Durante meses sufrí crisis de ansiedad hasta un amago de infarto que me hizo pensar que mi vida se acababa ahí, algo que por otra parte había deseado en las semanas previas, por el dolor que me había causado la pérdida de aquella chica, unido a la natural irracionalidad de los años juveniles. Resulta curioso cómo en el despertar de la vida es cuando estamos más dispuestos a acabar con ella, como si nos quemara el alma, hasta que nos acostumbramos a ella y luego ya no queremos irnos de ninguna manera. Pasaron años hasta que pudiera sentir algo por otra mujer, tentado como estaba de no volver a pasar por ese calvario al que llamaban amor. Pero dicen que Dios aprieta pero no ahoga y en mi caso ha sucedido algo así, pues he vuelto a amar. He conocido a diversas mujeres por las que he desarrollado varios tipos de amor y cariño y que me han ayudado a construir lo bueno que hay en mí, a afrontar mi parte más emocional y que me han enseñado a decir "te quiero", porque así me han hecho sentir. He comprobado que no debía tener miedo de las mujeres y que al fin y al cabo, todos buscamos afecto, así que he querido ofrecerles toda mi capacidad emocional y he tratado de hacerlas felices para devolverles todo lo bueno que me han aportado.
 
No se crean que ha sido todo de color de rosa en los últimos años, pues he querido brindar mi afecto a mujeres que se han reído de mí, a mis espaldas o directamente en mi cara, aprovechándose de mí, tomándome por un panoli o creyendo que buscaba cosas raras al interesarme por ellas (mientras algunas se dejaban querer por tiburones que solo buscaban una cosa, pero ya se sabe que el peor ciego es el que no quiere ver). En esos momentos ha vuelto esa sensación de vacío, de considerarme un idiota feo y enclenque incapaz de resultar atractivo, algo que no me sucede si los disgustos vienen por parte de un hombre. Por mucho que las culpara  y tuviera claro que se habían portado como unas miserables, siempre me culpaba más a mí, porque seguía esa búsqueda de la aprobación femenina de los primeros años y cada fracaso lo veía como una afirmación de esas desazones infantiles, otra vez oía a mi madre diciéndome que era un atontado y a la compañera diciendo que conmigo ni de coña. Yo quería que me quisieran y quererlas a ellas, en una suerte de mezcla egoísta (de sentirme reforzado y de que dijeran lo bueno que yo era)-altruista (de dar a cambio la felicidad que me daban a mí). Y el deseo se mantiene, de hecho a veces pienso que si algún día soy padre me gustaría tener una hija para tratar de hacerla feliz y sentirse amada. Será por eso que siempre me emociona tanto esta escena de "Somewhere", dirigida por Sofia Coppola y que habla del reencuentro de un actor famoso (Stephen Dorff) con su hija (Elle Fanning), a la que tenía medio olvidada y que finalmente conquistará su corazón

 
Y el deseo supongo que también se manifiesta en la elaboración de este blog, que trato de mantener vivo por las peticiones de algunas mujeres que son lectoras y que prestan atención a mis historias y que se interesan por lo que digo, sin pensar que soy un atontado (al menos que yo sepa, jajaja). Y supongo que también se manifiesta en mi deseo de conocer más del mundo de las mujeres y en explorar mi propio "girly side", mis afinidades con ellas y los intereses que compartimos. Una manera de comprender a ese sexo por el que he querido ser aceptado. Una exploración que ha sido muy placentera, pues he logrado comprenderme a mí mismo en muchas cosas a través de ellas, así que es como una rueda que se retroalimenta a sí misma en sus giros. Quiero saber más de ellas y me siento a gusto entre ellas, como "El amante del amor". Y las veces que he sido poco considerado con alguna de ellas ha sido más que nada porque sentía que yo tampoco podría darle lo que ella necesitaba, así que he preferido dejarlo correr desde el principio y mejor no engañarla con falsas promesas, como se engañan y sufren tantas personas. Porque prefiero aparentar ser frío en un primer momento y ahorrar disgustos futuros a encandilar a alguien solo por mi beneficio y luego hacerla infeliz, es algo que no me sienta bien.

Empezaba hablando de redes sociales y quiero acabar también en esa órbita, con el final de la película "La red social", donde se narra la tortuosa creación de Facebook y donde se expone la teoría de que su creador siempre tuvo la espina clavada de la chica que lo mandó a la porra en los años universitarios y que seguramente lo hizo todo por demostrarle a ella de lo que era capaz, de que no era un perdedor, aunque no tuviera las mejores maneras de comunicarse con ella (no tuvo ese aprendizaje del mundo femenino tan necesario para los hombres). Y tras muchos dimes y diretes, la cinta termina con ese creador, ya millonario, solo en un despacho, mandando una solicitud de amistad a aquella chica. Una actitud que recuerda a la de muchos otros que estamos pendientes de las mujeres que apreciamos o amamos, en la búsqueda de una interacción que nos dé sentido y que nos muestre que esto vale la pena.



martes, 10 de noviembre de 2015

De capullos a mariposas

Cada generación tiende a pensar que la anterior es más estúpida que la suya, lo que es un gran error. A medida que cumplimos años tendemos a madurar y de un modo u otro, acabamos tomando distancia sobre lo que un día fueron para nosotros las cosas más importantes del mundo y nuestros pensamientos y nos damos cuenta de que, a nuestra manera, hemos sido estúpidos. No lo digo porque considere que todo el mundo es idiota, pero todos sabemos que hemos hecho y dicho idioteces cuando miramos a nuestra espalda. Y las seguiremos diciendo y haciendo a medida que sigamos mirando, quizá algún día mire esta entrada y mi yo del futuro concluya diciendo "mira que decías tonterías". Es parte del tiempo, que lo cambia todo, nos guste o no.

Hace unas semanas hablaba de mi viaje de hace unos años a la Toscana italiana y lo ilustraba con varias imágenes fotografiadas por mí. A mí me parece bien que la gente quiera salir en sus fotos y que quiera demostrar que ha estado en tal o cual sitio, pero se tiende a abusar de exposición mediática, quién sabe por qué motivos psicológicos (que los habrá, aunque ni sus protagonistas lo sepan). He tenido la oportunidad de leer un artículo de Javier Marías en el que cuenta una experiencia suya siendo víctima de la obsesión de algunos por su propia imagen y no he podido resistir la tentación de compartirlo por aquí, por identificarme con muchas de sus ideas y creerme capaz de vivir una experiencia similar a la que Marías tuvo con un impertinente fotógrafo.



"Estaba unos días en Fráncfort y me acerqué a ver la Casa-Museo de Goethe. Ya saben ustedes lo que pasa a menudo en esos recorridos por los museos, exposiciones y demás: uno empieza más o menos a la vez que otro u otros visitantes y ya no hay forma de quitárselos de encima, o de que ellos se lo quiten a uno, que a lo mejor es el que molesta y estorba. Aquí me tocó coincidir con un individuo menudo, con bigotito y aspecto vagamente árabe. La casa familiar de Goethe no está nada mal (un abuelo burgomaestre ayuda, supongo): cuatro pisos de planta generosa, con pequeño salón de baile incluido y un agradabilísimo jardincito en el que hay un par de bancos y –oh milagro de tolerancia– un par de ceniceros. No sé hasta qué punto se corresponde con la original (casi todos los carteles figuran sólo en alemán), pero en todo caso está muy cuidada y se siente uno a gusto en ella. O yo podría haberme sentido así, porque, nada más iniciar el paso, el sujeto mencionado me pidió que le hiciera una foto con su móvil delante de unos cacharros, es decir, en la cocina de Goethe. Accedí, claro; el hombre comprobó que había salido bien y a continuación me pidió que le hiciera otra delante del fogón. Bueno, foto bigotito con fogón. Salí de allí y pasé a otra habitación, no recuerdo cuál, sólo que en ella había muebles anodinos, una alacena, qué sé yo. Al poco el hombre apareció y me pidió foto ante la alacena. Bueno, en fin.

“Santo cielo”, pensé, “cuando lleguemos a las zonas más nobles –el estudio, la biblioteca, el salón–, no me lo quiero ni imaginar”. Así que, en vez de seguir en la planta baja, me salté varias estancias y subí a la primera, para despistarlo. Pero el hombre se las ingenió para acoplarse a mi ritmo, no había forma de darle esquinazo, y quería tener un retrato de sí mismo no ya en todas las habitaciones, sino delante de cada mueble, cuadro u objeto. Me había tomado por su fotógrafo particular. Mi recorrido enloqueció, se hizo zigzagueante, lleno de subidas y bajadas absurdas: visitaba un cuarto del segundo piso, luego uno del tercero, luego me iba otra vez al segundo y entonces ascendía al último, desde donde regresaba a la cocina, el individuo ya había sido inmortalizado allí hasta la saciedad. Daba lo mismo: apenas me creía liberado de él, reaparecía con su móvil y su insistencia. Aunque quizá no lo crean, soy enormemente paciente en el trato personal, sobre todo cuando se me piden cosas por favor. El árabe (o lo que fuera, hablaba un rudimentario inglés con fuerte acento) se acercaba cada vez con la misma sonrisa amable e ilusionada de la primera, de hecho como si fuera la primerísima que me hacía su petición, aunque fuera la enésima y todo resultara abusivo. Sólo me libré gracias al cigarrillo que salí a fumarme al jardincito: quizá espantado por mi vicio, hasta allí no me siguió. Me aguardaban quehaceres, no pude repetir la visita en su orden, me quedó una idea de casa caótica, en la que la cocina albergaba la pinacoteca y el dormitorio la biblioteca, y el escritorio estaba en el salón de baile.

Nada se ha hecho más sagrado que las fotos obsesivas que todo el mundo hace todo el rato de todo. Si uno va por la calle y alguien está en trance de sacar una de algo, ese alguien lo fulmina con la mirada o le chilla si uno sigue adelante y no se detiene hasta que el fotógrafo decida darle al botón (lo cual puede llevar medio minuto). Si entre él y su presa hay cinco metros, pretende que ese espacio se mantenga libre y despejado hasta que haya dado con el encuadre justo, que la circulación se paralice y nadie le estropee su “creación”. El problema es que hoy todo transeúnte anda con móvil-cámara en mano, y que fotografía cuanto se le ofrece, tenga o no interés, y como además no hay límite, todos tiran diez instantáneas de cada capricho, luego ya las borrarán. He visto a gentes retratando no ya a un músico callejero o a una estatua humana, no ya un edificio o un cartel, no ya a sus niños o amistades, sino una pared vacía o una baldosa como las demás. Uno se pregunta qué diablos les habrá llamado la atención de un suelo repugnante como los del centro de Madrid. Quizá los churretones de meadas (o vaya usted a saber de qué) que los jalonan, lo mismo en época de Manzano que de Gallardón que de Botella que de Carmena, alcaldes y alcaldesas sucísimos por igual. Caminar por mi ciudad siempre ha sido imposible: las aceras tomadas por bicis y motos, dueños de perros con largas correas, contenedores, pivotes, escombros, andamios, manteros, procesionarios, manifestantes, puestos de feria municipales, escenarios con altavoces, maratones, “perrotones”, ovejas, chiringuitos y terrazas invasoras, bloques de granito que figuran ser bancos, grupos de cuarenta turistas o más. Sólo faltaba añadir esta moda, por lo demás universal. ¿Para qué fotografían ustedes tanto, lo que ni siquiera ven con sus ojos, sólo a través de sus pantallas? ¿Miran alguna vez las fotos que han hecho? ¿Se las envían a sus conocidos sin más? ¿Para qué, para molestarlos? Detesto en particular las de platos, costumbre espantosamente extendida. “Mira lo que me voy a comer”, dicen. Al parecer nadie responde lo debido: “¿Y a mí qué?” La comida, eso además, en foto se ve siempre asquerosa. ¿Pueden no fotografiar algo? Por favor."

http://elpais.com/elpais/2015/11/03/eps/1446555667_560848.html


En los últimos meses se ha podido escuchar una canción que hace referencia a la moda de los "selfies", que, quieran sus responsables o no, funciona tanto como glorificación de ese movimiento como crítica del mismo y del vacío que entraña.




Un lugar común al hablar de la juventud de hoy día es decir que están anestesiados por sus dispositivos móviles y hay muchos casos en los que eso sucede, cierto, pero también hay honrosas excepciones. Uno puede encontrarse en redes sociales a gente que apenas supera los 20 años y que cuando viaja a un sitio hace fotos del lugar y casi ni aparece su persona, desafiando a la moda del "selfie" y de sacar a pasear el careto en todo momento. Cuando yo era un adolescente se decía que los jóvenes solo estábamos preocupados por hacer botellón y jugar a la consola y yo no empecé a salir hasta los 18 años y los videojuegos ya los había dejado atrás, mientras dedicaba mi tiempo libre a leer literatura e historia. Y como yo estoy seguro de que habría más gente que dedicara su ocio a cosas que no fueran beber alcohol o jugar a la videoconsola y, en caso de hacerlo, quizá lo harían sabiendo cómo repartir los tiempos. El problema es que se suele tomar la parte por el todo y meter en el mismo saco a todo el mundo, que siempre es más fácil que andar distinguiendo los casos. Zopencos los ha habido siempre y los seguirá habiendo y nosotros también hemos sido zopencos en algún momento o lo estamos siendo. Lo bueno es que lleguemos un día y lo sepamos ver y nos demos cuenta de que fue un momento vital que teníamos que vivir y nos ayudó a aprender, una fase de capullo antes de ser mariposa.