miércoles, 28 de octubre de 2015

Lo racional, lo irracional y el sentido de todo esto

Hace unos días acudí a ver la película “Irrational Man”, lo penúltimo de Woody Allen (siempre tiene otra película en la recámara, rodándose cuando llega a los cines la anterior), que cuenta la historia de un profesor de filosofía (Joaquin Phoenix) amargado por los avatares de su vida. En su día fue un idealista que creyó en la posibilidad de hacer bien las cosas y mejorar el mundo en el que vivía, pero su mujer le abandonó por su mejor amigo y éste falleció en un accidente de guerra, hechos que contribuyeron a su malestar vital, para el que ni la filosofía parecer tener respuesta. En su llegada a una pequeña ciudad en la que imparte unos cursos de verano, el profesor conocerá a dos mujeres, una cuarentona (Parker Posey) y otra veinteañera (Emma Stone), que acabarán prendándose de él, aunque lo que de verdad puede traer equilibrio al alma del torturado profesor es cometer un acto irracional que le haga sentir que puede tomar las riendas de su destino y finalmente hacer algo de por el bien común.




Lo bueno que tiene el cine de Woody Allen es su capacidad de dejar una buena dosis de píldoras filosóficas en sus tramas, por ligeras que parezcan. “Irrational Man” tiene apariencia leve una vez que se ve, pero un fondo dramático bastante potente, en el que se deja patente el caos y el sinsentido que es la vida, a la que todos tratamos de buscar un significado sin hacer otra cosa que engañarnos. La película me ha dejado bastante pensativo y me ha hecho reflexionar sobre temas relacionados con mi propia vida, de hacia donde he llegado y de cuál es mi situación, con conclusiones algo inquietantes. El caso es que si todos analizamos con rigor nuestra existencia las conclusiones no pueden ser de otro modo, pues todos tenemos una fecha de caducidad, al igual que nuestros seres queridos, así que desde ese punto de vista no nos queda otra que consolarnos (o engañarnos, según se mire) con lo que nos vayamos encontrando a nuestro paso.




Es recurrente en mí la idea de que estoy malgastando mi tiempo, haciendo cosas que no me gustan o tratando de retener a gente que no tiene hacia mí la misma consideración. Cada vez que escribo, como en el momento de redactar estas líneas, me ronda la idea de que por fin sea la última vez que tenga que hacerlo, como cuando de chavalines estamos deseando terminar los deberes para ponernos a hacer lo que de verdad queremos hacer. Pero lo malo del asunto es que después de escribir no hay el deseado ocio, simplemente silencio y vacío. Yo vivo en una ciudad en la que no conozco a mucha gente y a los que conozco tampoco les importa mucho mi suerte, pues mis acercamientos en busca de relaciones han sido resueltos con la buena educación (o hipocresía) de hacerme ver que eso no funciona a largo plazo. Tengo un punto asocial y puedo disfrutar de mi soledad, pero estoy cansado de ver a tanta gente a la que quiero tratar bien y que me ignora antes de que pueda demostrarles lo que les puedo dar. Hoy en día, muchas relaciones germinan en redes sociales, donde la gente va a vender una imagen de sí misma y ver si se puede arrimar a otras personas que le interesen (podemos inventar lo que sea, pero todo acaba desembocando en lo mismo, ya lo dijo Freud). Pero a mí me aburre toda la hipocresía que domina en esos ámbitos, donde tienes que ofrecer una imagen idílica de ti mismo, como alguien emprendedor y ocurrente, que publica frases muy motivadoras o proyectos que va a afrontar o viajes que va a hacer o fotos que se ha hecho, para que los demás les digan lo guapos/as que salen. Una hoguera de vanidades a la que tengo que pertenecer porque algunas de las personas que me importan están ahí y es el único medio de hablar con ellas.

Sí, antes podía hablar por teléfono con alguien durante un buen rato y nos contábamos las cosas que nos pasaban o bien nos llamábamos cuando no estábamos bien y nos aliviábamos al comprobar que había una voz que nos escuchaba, que no hablábamos al vacío. La conversación sosegada que podía ser equiparable a una buena comida de las que dejan bien saciado ahora se ha trocado en una serie de pequeñas conversaciones sin mucha sustancia que son como esos aperitivos que por mucho que comas te dejan con hambre y sensación de empacho malo.

 

Leído esto, podrán decirme que tonto soy por esforzarme de esta manera para no sentirme satisfecho. Eso se lo admito, pero yo he sido siempre de pocas amistades y siento el mal del cuento de la lechera cuando se derrama la que era fuente de sus esperanzas. No me sale lo de apostar por mucha gente e ir tirando de unos o de otros según convenga, no me manejo bien en esas hipocresías, porque siento que puedo comprometerme con los que de verdad me interesan y quiero que esos que me interesan me hagan caso. Será por eso por lo que en el fondo no me gustan las redes sociales, aunque no me quede más remedio que estar en ellas, porque si no, no existes. Yo veo unos atardeceres fabulosos desde mi ventana, pero como no los publico en ningún lado pues es como si no los viviera. En ese gallinero, si no cacareas se acaba creando la idea de que no tienes nada que aportar y me parece algo tremebundo, porque conozco gente con mucho que decir que nunca habla por esos medios y palurdos que se alimentan de lugares comunes y frases hechas para vender buena imagen.

 

Y entonces me dirán: “Pues búscate una novia” y yo les diré que para mí eso no es fácil por razones similares a las que he comentado sobre la amistad, porque no sé andar mariposeando por diversas flores, a ver cual me ofrece el mejor polen. Puedo hacerlo, pero no tardaría en abandonar porque acabaría odiándome a mí mismo, es algo que me acaba cansando profundamente. Así que cuando alguien me interesa de verdad una mujer trato de captar su atención, pero luego veo que soy uno más, que hay muchos otros haciendo lo mismo que yo y al fin y al cabo es ella la que decide, casi nunca por mí. Me dirán que no apueste muy alto y que me conforme con la que me haga un poco de caso, aunque no me interese por nada especial, pero eso me parece todavía peor, porque es engañarte a ti mismo y a la otra persona, que podría ser más feliz con alguien a quien de verdad le interese. Podrán decir que soy egoísta al buscar solo lo que mejor me corresponda, pero también me preocupo de no andar jodiéndole la existencia a terceros, que es algo de lo que muchos supuestamente menos egoístas (que lo son más, porque esos sí que piensan exclusivamente en su propio placer) deberían tomar nota. Para arrimarme a alguien para pasar el rato por no estar solo, prefiero estar solo.

Hay días en los que me siento muy derrotado, en los que siento que si me muriera por un infortunio quién sabe cuánto tiempo pasaría hasta que alguien me echara en falta. No es que no me pueda levantar de la cama, pero no tengo grandes ilusiones para hacerlo, porque todo me parece mediocre pero como el preso que se levanta en la cárcel todos los días, allá que voy aunque sea por seguir respirando. Y en esos días todo me parece odioso, porque nadie se está preocupando por mí y el mundo sigue su curso sin que a nadie parezca importarle lo que me pase. La gente entra y sale cual rebaño en las horas puntas, los domingos por la tarde-noche suenan maletas de gente que vuelve de algún sitio, los viernes y sábados (y algún jueves) se sale, se ven los programas de televisión que echen para comentar lo que le hizo Juanita a Manolita o lo bien que cantaba el niño Pepito en aquel reality o que se va a acabar el bipartidismo con los nuevos líderes políticos que salen en esos programas tan molones (no va a cambiar nada, ya se lo aseguro).

Trabajo para tener un techo en el que cobijarme, entro a redes sociales y veo más vanidades en las que participo para no perder lo poco que me queda, escribo cosas para contentar a gente que ni se molesta en responder cuando les mando los resultados y les pregunto qué tal va todo, ignorando las mínimas normas de educación de responder a quién te está hablando, pero hay que perdonarles, porque están muy ocupados (para atenderte a ti, se entiende). Y el día pasa y el teléfono está mudo, ni una llamada ni un mensaje que me diga qué tal estoy. Y no me puedo quejar porque voy a parecer un amargado y nadie quiere acercarse a los amargados y todos tienen sus problemas, pero parecen pasar de todo. Quizá sea esa la clave, pasar de todo y no pensar, simplemente hacer cosas, aunque algunas sean estúpidas y lamentables. Quizá en ello, de forma involuntaria, está la sabiduría de cómo debe vivirse la vida, como una especie de recreo en el que hacer tonterías, porque cuando el recreo se termina todos, los gamberros y los eruditos, los tristes y los bonachones, volvemos a la misma aula de la que salimos. Y entiendo la idea y les envidio por carecer de esa inconsciencia, porque una vez más, aunque eso puedo hacerlo, no está en mi forma de ser como para mantenerlo en el tiempo.

Es en esos días cuando escribo entradas de este tipo, con cansancio, porque no me apetece teclear delante de una pantalla, sino comentarlo con alguien. No sentir que estoy escribiendo mensajes para tirarlos en una botella al mar en espera de que alguien los lea, sino que estoy estableciendo una interacción con otros seres de la isla en la que estamos, algo que me aporte esa saciedad a mi hambre de interacciones con sustancia. Como ya está todo inventado y nada de lo que experimentemos es novedoso, pues mucha gente ha pasado por lo mismo, sea lo que sea, antes que nosotros, en días así me acuerdo de una de las últimas escenas de la serie “Mad Men”, una serie que guardaré siempre en mi memoria por lo bien que ha retratado tantos estados de ánimo por los que he pasado. En esta escena, un hombre cuenta esa misma sensación que estoy describiendo, la de estar en un mundo que parece pasar de él y el protagonista, hundido en su miseria moral acaba abrazándose a ese hombre que no conocía y que le ha dicho exactamente cómo se siente. Una escena emocionante y de las que duelen incluso físicamente.




“Es como si a nadie le importara que me vaya. Deberían quererme. O sea, quizás me quieren, pero yo ni siquiera sé lo que eso. Te pasas la vida pensando que no encajas, que la gente no te da nada y luego te das cuenta de que lo intentan y tú ni siquiera sabes qué es”.

Es en días así, cuando la pulsión de muerte acecha, en los que necesito aferrarme a los recuerdos de momentos en los que me he sentido vivo, en los buenos momentos en los que he estado presente y he sido protagonista. Me vienen a la mente imágenes dispares, como unos pies con uñas pintadas de azul sumergidos en el agua, una casa de campo, la esquina de una calle cualquiera en una ciudad, un hombro desnudo, un plato de lentejas, un cabello acariciado, una taza de chocolate, un parque, unas piernas cruzadas sobre sí mismas, el roce de una piel o unas manos que se aferran a tu cuerpo en un abrazo. Son momentos en los que también necesito algo tangible, que se pueda tocar y oler, como esos libros y esas películas compartidas en su momento, esas cartas que alguien me envió con cariño y que vuelvo a leer con su imagen en mi cabeza, mientras acaricio o incluso beso la escritura, como si ese beso fuera a transmitirse por el éter hasta su destinatario. Se piensa en esa gente que nos ha hecho sentir amados y que se ha ganado nuestro amor, gente que nos ha dado vida y a la que hemos intentado corresponder lo mejor que hemos podido. Porque eso es lo que nos queda cuando el ruido y la furia nos amenazan, el testimonio y la prueba de haber vivido de verdad. Y de seguir viviendo, no por hogueras de vanidades ni por obligaciones sordas, sino para repetir o incluir nuevas pruebas de vida. Ese es para mí el verdadero sentido de todo esto.