jueves, 25 de septiembre de 2014

Quién sabe lo que traerá la marea



Estos días ha llegado a los cines “El hombre más buscado”, la penúltima película que rodó el actor Philip Seymour Hoffman antes de morir por sobredosis de drogas mientras todavía no había acabado su participación en la saga de “Los juegos del hambre”. No he visto aún la película, pero he leído comentarios acerca del mal aspecto que luce Seymour Hoffman, más gordo que nunca, con la voz rota y aspecto demacrado y tristón, en parte por exigencias del personaje y en parte porque ya se intuía el infierno que atravesaba el intérprete y que le llevó a la muerte unos meses más tarde.


Este verano conocíamos también el suicidio de otro actor, Robin Williams, que se ahorcaba con un cinturón al no poder superar una depresión que le había carcomido el alma y le había dejado sin fuerzas para vivir. Un actor que fue muy conocido por sus papeles cómicos en varias películas y al que la mayoría del público identificaba como un payasete muy eficaz. Un actor que sin embargo también supo brillar en papeles dramáticos y mostró que el payaso podía estar más triste de lo que parecía.

 
Y no acaba aquí la cosa en lo que respecta al mundo actoral, pues hace pocas semanas salía publicada una entrevista con George Clooney (un actor que siempre ha hecho gala del humor en muchos de sus papeles y apariciones públicas) en la que hablaba de las veces que se había planteado el suicidio a causa de una insatisfacción vital que no se le iba.


Ni Seymour Hoffman, ni Williams ni Clooney han sido unos fracasados, si acaso Williams ya había dejado atrás sus años de gloria, pero aún seguía haciendo cine. Los tres han sido intérpretes de fama, cada uno en su estilo, algo que no parece haberles llenado del todo, algo que a la gente de a pie le cuesta entender porque no conciben que gente que lo tiene todo pueda llegar a sufrir, porque si lo pasan mal los que parecen tenerlo todo qué se supone que deben hacer los menos favorecidos. Y esa es una pregunta entendible, pero el carácter humano siempre se caracteriza por buscar algo más y esa búsqueda, unida a un carácter con una mayor sensibilidad, común a las profesiones artísticas, puede producir resultados nefastos de descontento, que tratan de ahogarse con cosas que produzcan bienestar. Seymour Hoffman y Williams ya habían estado implicados en casos de adicción al alcohol y las drogas, algo que dejaron atrás por un tiempo y en lo que volvieron a recaer para tratar de buscar un consuelo a unas penurias que habían reaparecido con fuerza y que les costaron la vida, porque decidieron huir en lugar de enfrentarse a todo ello.

Yo tengo una personalidad que tiende a la melancolía y suelo pasar por ocasionales dientes de sierra emocionales, por etapas donde lo veo todo bastante mal y sin solución satisfactoria. Etapas en la que pienso que soy un fraude, un pobre idiota que no hará nada con su vida y que morirá solo y sin tener donde caerse, sin que a nadie le importe. Estos momentos suelen ser temporales, de pocos días y suelen ser superados a través de la resistencia propia y la que me da la gente a la que quiero y que me gusta sentir cerca, especialmente en esos malos tragos. Pero ha habido ocasiones donde esos dientes de sierra se han convertido en oscuros pozos negros en los que creía que me iba a volver loco y de los que he salido de milagro, quizá por puro instinto de supervivencia. Recuerdo mis 16,17 años y lo cabreado que estaba con todo, cuando me vino el pavo de la adolescencia y empecé a suspender en el colegio, a discutir con todo el mundo y la de veces que me asomaba a la ventana de mi cuarto pensando en lo fácil que sería dar un saltito y acabar con todo. En mis años universitarios, cuando aún no había cumplido los 20, tuve otra de esas crisis a causa de un cruel desengaño amoroso y la ansiedad que aquello generó me llegó a repercutir incluso a nivel físico, con ataques de pánico que me hicieron ingresar en urgencias con un amago de infarto. Aún recuerdo las palabras del médico que me atendió, que me hizo de improvisado psicólogo pues fue el primero al que conté aquel problema que me ahogaba, recomendándome que me tomara la vida con más calma o no iba a llegar muy lejos. 


Bien sabe Dios que aquello fue un punto de inflexión en mi vida y aunque me dejó cierto miedo a querer por temor a sufrir daños así, aprendí a tomarme las cosas con más filosofía. Sin embargo, esos fantasmas siempre están al acecho esperando colarse por alguna rendija que les abras y recuerdo la última vez que me pasó, hará cosa de unos 4 años, cuando el trabajo que entonces tenía había empezado a parecerme lo peor y detestaba las dobleces y el carácter falsario de muchos de mis compañeros. Una parte de mí estaba pidiéndome salir de allí, pero sin saber a dónde dirigirme, que es la peor de las situaciones. Empecé a dormir poco y a descuidar mi aspecto, engordé y perdí pelo y fue viéndome un día en el espejo donde comprobé a donde estaba llegando y fue mi instinto de conservación el que me avisó de que saliera de ahí. Afortunadamente, la crisis ya había llegado y perdí mi trabajo por un recorte de plantilla, de modo que ese fue el impulso para dejar aquella ciudad y aquel entorno y empezar de cero en la gran ciudad donde ahora me encuentro, sin que haya vuelto a poner los pies en la ciudad que dejé ni haya hablado con nadie de los que quedaron atrás, que mostraron su verdadera catadura al no mostrar el más mínimo interés de hacia donde me iba. Yo no soy un pejiguero que necesite que me pasen la mano por la cabeza todo el día, de hecho nunca me ha gustado, pero sé que soy inseguro y demasiado autocrítico y necesito que de vez en cuando me echen un capote por encima y que me digan que todo está bien, algo que trato de hacer con la gente a la que quiero cuando ellos están mal, porque me ha ayudado a salir de esos malos momentos. En el momento de escribir estas líneas pienso en ellos y debo admitir que si sigo aquí es gracias a su contribución, a veces sin que ellos lo supieran me estaban dando la vida. Como ese "With a little help of my friends" que compusieron los Beatles y versionó Joe Cocker y que hizo famosa por su uso como sintonía de la serie "Aquellos maravillosos años".


Imagino que un consuelo así es lo que les faltó a Seymour Hoffman o Williams, que buscaron refugio en unas sustancias que solo dan un placer pasajero antes  que pasen sus efectos y te devuelvan con intereses la mierda que creías haber dejado atrás, por eso los alcohólicos y drogadictos necesitan siempre la siguiente dosis. No obstante, ante el drama cotidiano existe la posibilidad de penar hasta purgar todo lo que te hace daño o seguir la vía inconsciente y engañosa de tirar hacia adelante y no dejar espacio para el dolor, algo en lo que la vida también nos da ejemplos en todos sus estratos. Por ejemplo, me acuerdo ahora de la presentadora televisiva Raquel Sánchez Silva, que hace menos de año y medio perdió a su marido después de que este se suicidara y tras el dolor de la pérdida y de una serie de acusaciones en las que se especulaba sobre su culpabilidad en el caso ahora vuelve a estar emparejada y “con nuevo amor” si parafraseamos los melosos (y absurdos) adjetivos con que las revistas del corazón empaquetan a todas las relaciones que surgen, aunque no se trate más que de cuatro polvos que duran una temporada. 


El caso de Sánchez Silva siempre me ha interesado, por esa capacidad de sobreponerse con tanta rapidez y ha sido a través de entrevistas suyas donde he visto que ella es de esas personas que prefieren pasar tres días encerradas llorando y al cuarto salen a la calle y tratan de esconder los restos para empezar de nuevo, como si nada hubiera pasado para no dejar más espacio al dolor, aunque este siga ahí. Algo parecido está sucediendo con la actriz María Valverde, que ha roto su relación con el actor Mario Casas años después de empezarla con la película juvenil aquella de “A tres metros sobre el cielo”, que hizo que mucha gente conociera a la actriz, a pesar de que esta llevaba ya años haciendo cine y había ganado incluso un Goya por “La flaqueza del bolchevique”. Cosas del público masivo, que hasta que un actor no sale en un taquillazo o una serie de televisión parece que no existe. 

 
El caso es que la relación de Casas y Valverde parece ser que se había acabado hacía meses aunque se haya dado a conocer ahora y no por ello la actriz ha dejado de colgar en sus redes sociales fotos de lugares donde ha estado en verano y asegura que ha sido el mejor verano de su vida. Todo ello mientras en algunas de esas instantáneas quedaba claro que su aspecto había empeorado y se la veía más delgada y demacrada, producto seguramente de muchos momentos de dolor que quedaban fuera de las fotos, por esa función de marketing de uno mismo que parecen haber ganado las redes sociales, donde siempre hay que vender marca e imagen positiva para que no te consideren un muermo.


 
La forma de actuar de Sánchez Silva y Valverde desde el punto de vista del melancólico da un poco de rabia por su falsedad, pues la pena no es como una basura de la que te desprendes y a otra cosa mariposa, porque sigue ahí, pero quizá es más inteligente que la de rumiar la pena hasta que esta te haya devorado. Yo siempre siento esa contradicción ante aquellos que actúan ante los problemas como si no existieran, les acuso y a la vez les admiro porque nunca he sido capaz de actuar así, de hecho la única vez que he podido esconder el dolor de la vista de los otros y fingir que todo iba bien ha sido en la crisis de los años universitarios que comentaba párrafos atrás y ya ven como terminó.

Sea como fuere, parece claro que estas mujeres, como tantas otras personas que ven las cosas de ese modo, luchan por salir adelante aunque sea a costa de engañarse a sí mismas, en una huida incesante hasta el momento donde todo lo negativo deje de perseguirlas y se quede atrás. Quizá es lo que hice yo mismo en ocasiones pasadas, lo que habrá tratado de hacer George Clooney y lo que debieron hacer Philip Seymour Hoffman y Robin Williams y tantos otros que decidieron acabar con su vida cuando les pareció insoportable. Al final se trata de salir adelante, de la manera que sea, como muy bien quedaba reflejado en la excelente película “Náufrago” (que tantas veces he visto en los momentos bajos), donde el personaje de Tom Hanks regresaba a casa tras años de soledad en una isla desierta y se encontraba con que, tras el sufrimiento pasado, había perdido su vida anterior y debía recomponerse para seguir respirando y afrontar lo que traiga la marea. Toda una metáfora vital de la que siempre se puede aprender.


viernes, 19 de septiembre de 2014

"El niño", "Amigos de más", "Boyhood" y "Jersey Boys". Popurrí cinéfilo

En las últimas semanas he tenido la oportunidad de ver algunas películas en las que estaba interesado y al no tener mucho tiempo para hablar de ellas a medida que las veía y por no ir desperdigando las críticas de forma cansina, he optado por hacer una entrada tamaño XXL en la que recopilo mis impresiones de todas ellas. Hoy les hablaré de “El niño, “Amigos de más”, “Boyhood” y “Jersey Boys”.

Siempre se dice que un crítico de cine es un cineasta frustrado, del mismo modo que existe el dicho de que quien no sabe hacer se dedica a enseñar. A veces es un dicho injusto, pero en otras ocasiones es muy real y existen varios ejemplos de críticos de cine que en su momento aspiraron a hacer películas y que al no tener el talento o la disposición de hacerlas, se conformaron con hablar de otros y ejercer una profesión en la que podían disfrutar de su pasión por el séptimo arte desde el lado del espectador. Por eso los críticos critican, valga la redundancia, porque a la hora de analizarla ellos ven la película como les gustaría que fuese, como lo que ellos harían de ser el director, yo mismo siento esa sensación cuando hablo por aquí de películas a pesar de no dedicarme a la crítica de cine. Por eso creo que no hay que santificar al crítico, porque todo acaba siendo cuestión de gustos y opiniones y te puede pasar que al crítico le guste un tipo de cine que a ti no y vayas a ver alguna de las películas que recomienda y te sientas cabreado por perder el tiempo y el dinero o estúpido por no saber apreciarla del mismo modo. Así, hay gente flipada con el terror y el fantástico que pondera con entusiasmo cualquier película de ese género aunque luego las veas y compruebes que muchas son deleznables y otros que no pueden ver las comedias americanas o las películas de época y nunca hablarán bien de filmes destacables en ambos ámbitos. Yo pequé de esa inocencia en mis arranques como cinéfilo y vi películas que decía este y aquel que eran maravillosas y a mí me parecían lo peor, antes de comprender de que lo que realmente necesitaba era formarme un criterio sólido y saber de quién fiarme y de quién no, sabiendo de qué pie cojea cada uno.



A pesar de todo, hay críticos que han conseguido saltar la barrera y convertirse en cineastas. En Francia, la famosa “nouvelle vague” apareció a través de una serie de personas como François Truffaut, Jean Luc Godard, Claude Chabrol o Eric Rohmer, que empezaron escribiendo sobre cine y acabaron renovándolo usando códigos ya conocidos junto a otros que ellos creían convenientes, en el sueño del crítico pudiendo rehacer las películas a su antojo. En España tenemos como caso más destacado el del mallorquín Daniel Monzón, que en los 90 fue crítico en revistas como “Fotogramas” y programas como “Días de cine” antes de dar el salto tras la cámara con “El corazón de guerrero” y seguir su carrera como director con “El robo más grande jamás contado”, “La caja Kovak” y “Celda 211”, que le consolidó con un gran éxito de crítica y público. Ahora promete dar que hablar de nuevo con “El niño”.


Dos jóvenes, El Niño (Jesús Castro) y El Compi (Jesús Carroza), quieren iniciarse en el mundo del narcotráfico en el estrecho de Gibraltar. Riesgo, adrenalina y dinero al alcance de cualquiera capaz de atravesar esa distancia en una lancha cargada de hachís volando sobre las olas. Por su parte Jesús (Luis Tosar) y Eva (Bárbara Lennie) son dos agentes de Policía antidroga que llevan años tratando de demostrar que la ruta del hachís es ahora uno de los principales coladeros de la cocaína en Europa. Su objetivo es El Inglés (Ian McShane), el hombre que mueve los hilos desde Gibraltar, su base de operaciones. Los destinos de estos personajes a ambos lados de la ley terminan por cruzarse para descubrir que el enfrentamiento de sus respectivos mundos era más peligroso, complejo y moralmente ambiguo de lo que hubieran imaginado.



Cuando el estrecho de Gibraltar ocupa las portadas de los medios informativos suele ser por temas de inmigración ilegal y de africanos que tratan de cruzar como sea los kilómetros que separan su continente de Europa, para ellos tierra de abundancia y donde empezar una nueva vida. Sin embargo, como puerta de Europa, el estrecho también es lugar de tráfico de mercancías de todo tipo, entre ellas de drogas. Un escenario en el que muchos se ponen las botas gracias a la audacia de tipos que no dudan en jugarse la vida pasando las sustancias ilegales a pesar de la persecución de la que son objeto por parte de los policías. 

 

El dinero rápido y el espíritu de aventura es lo que mueve a jóvenes como El Niño y El Compi. Los dos pasan de ser unos parias del escalafón social a triunfar gracias a la pericia de El Niño conduciendo lanchas motoras para transportar la droga. Por el otro lado están los agentes de la autoridad que luchan contra algo que, como muestra la película, es como el mito de Sísifo, una labor condenada a tener que repetirse hasta el infinito porque el crimen siempre está ahí presente, incluso contaminando a algunos de sus miembros, que optan por el camino fácil y al no poder vencer al enemigo se unen a él. Los personajes luchan contra algo más grande que ellos, que es un mar de corrupción tan inabarcable como el océano que todos ellos pueden contemplar desde ambos lados del Estrecho.


Monzón dirige con pulso esta historia que mantiene el interés durante las dos horas largas que dura, uniendo adecuadamente los momentos de acción con la exploración psicológica de sus protagonistas. Sin embargo, a veces la atención se centra demasiado en los chavales y se puede echar en falta algo más de introspección en algunos de los policías, como el que interpreta Bárbara Lennie, de la que no sabemos mucho más aparte de que es la compañera de fatigas del personaje de Tosar (que aquí luce un bisoñé que tampoco tiene mucho sentido). Todos los actores cumplen en su labor y la película nos deja el descubrimiento de Jesús Castro, debutante en el mundo del cine y que muestra presencia aunque se le nota algo verde a la hora de interpretar. Mucho mejor está Jesús Carroza, que interpreta a su compañero de fatigas y que con este papel supera los años de olvido, haciendo papeles de poco fuste, en los que se había sumido tras ganar el Goya al actor revelación por su intervención en “Siete vírgenes” junto a Juan José Ballesta (otro semiolvidado que parecía que se iba a comer el mundo).



El niño” es una película que ha logrado un gran éxito de taquilla gracias a la promoción del Grupo Mediaset, productora de la película que este año se ha coronado como una gran maquinaria de publicidad, ayudada por el alto número de canales televisivos que posee y que en su momento ya contribuyó al éxito de “Ocho apellidos vascos”. Si aquella no dejaba de ser una comedia que apostaba por el sainete más populachero para agradar a todo el mundo, “El niño” es un thriller donde se usan códigos del cine americano aplicados a realidades que nos son más cercanas, algo que Monzón ya hizo con acierto en la celebrada “Celda 211”. Los casos de ambas películas demuestran que la gente está dispuesta a ir al cine si el producto les atrae y está dispuesta a ver cine español, un cine que produce películas buenas, regulares y horrorosas, pero que no merece la crítica gratuita de aquellos que demuestran con orgullo su ignorancia diciendo que solo vive de la Guerra Civil y los desnudos.


Me van a permitir que ahora cruce el Atlántico y me vaya a la ciudad canadiense de Toronto, esa Nueva York en versión reducida y que uno de esos lugares que alguna vez me gustaría visitar. En Toronto se desarrolla la acción de “Amigos de más”, una nueva aproximación a las historias de dos personas que se conocen y que se gustan, pero que por diversas circunstancias no pueden ser nada más que amigos.


Wallace (Daniel Radcliffe) y Chantry (Zoe Kazan) se conocen en una fiesta mientras leen poesía escrita con imanes de nevera y descubren que poseen una química excelente... como amigos. Entre ellos se crea una relación en la que hablan de todo, desde películas a enfermedades o regalos de Navidad decepcionantes. Parece la amistad perfecta, pero hay un problema: Chantry tiene novio formal y Wallace está locamente enamorado de ella.


Amigos de más” viene dirigida por el canadiense Michael Dowse y supone un nuevo modo de ver a Daniel Radcliffe, que siempre estará unido a su rol de Harry Potter en las películas que se hicieron del niño mago y que sin embargo ya ha crecido y es un hombre hecho y derecho, aquejado de problemas amorosos. A simple vista, su personaje de Wallace es un perdedor de libro, que renunció a su vocación como médico por un desengaño sentimental, aguanta con resignación las numerosas conquistas de su amigo Allan, vive con su hermana , se sienta en el tejado de casa a pensar sobre sus frustraciones vitales y aunque se muestra resentido con el sentimiento amoroso va al cine a ver historias románticas como “La princesa prometida”, algo que le convierte en un “fracasado total”, en palabras de Chantry, su nuevo objeto de interés. Ella es una joven que se dedica al mundo de la ilustración y que en ocasiones proyecta sus pensamientos a través de un trasunto de ella misma en versión animada. Tiene un novio de hace años y empieza apreciando su nueva amistad con Wallace, al que conoce en una fiesta. Una amistad que será puesta a prueba cuando su novio se traslade a Dublín por cuestiones de trabajo y Wallace acabe siendo una especie de sustituto que le dé el cariño que le falta en su día a día.


En la película se habla de esos sentimientos tan universales de las fronteras entre amistad y amor entre hombres y mujeres, de cuando el amor más candoroso empieza a tomar un cariz diferente y una de las partes no puede dejar de ver a la otra como una amistad. Siempre se habla de la imposibilidad de la amistad entre gente de distinto sexo porque la atracción siempre va a surgir, algo en lo que no estoy de acuerdo, pues he experimentado relaciones amistosas con otras mujeres por las que no he sentido la necesidad de convertirme en su novio, de quererlas pero no de verme como su pareja. Creo que la clave es no engañarse, saber distinguir los sentimientos, el modo en que te atrae la otra persona y saber que si quieres algo más que amistad no te engañes tratando de ser su amigo, porque lo que deseas es otra cosa y la frustración solo te traerá dolor.


En “Amigos de más” me sorprende para bien el buen trabajo de Daniel Radcliffe, que muestra que más allá de ser Potter para los restos, puede desenvolverse bien en otros roles y compone con acierto su papel de perdedor con buen fondo. Zoe Kazan muestra una vez más su encanto algo naif, tal como hizo en sus intervenciones en “Revolutionary Road” o “Ruby Sparks” y Adam Driver pone el contrapunto extravagante, algo en lo que se ha especializado desde su revelación en la serie “Girls”. Una película agradable de ver y que nos habla de esas pequeñas cosas que forman finalmente nuestra vida.




De las pequeñas grandes cosas sabe bastante Richard Linklater, uno de esos directores que se ha construido una carrera mucho más apreciada por el público cinéfilo que por las grandes masas. Su cine nunca ha sido experimental ni especialmente arriesgado, pero sin embargo sus películas han estado lejos de ser grandes éxitos de taquilla y han tenido un toque personal. Por ejemplo, su obra más famosa es la trilogía “Antes de…”, en la que Ethan Hawke y Julie Delpy se enamoran y se desenamoran en el amanecer, el atardecer y el anochecer, una obra de tono romántico que está lejos del calado popular de tantas comedias románticas protagonizadas por las Julia Roberts, Sandra Bullock y Jennifer Aniston de turno, a pesar de que su calidad y su realismo es mucho mayor. Quizá sea por eso mismo, que hay no poca gente que busca las películas lo más pastelosas posible para no pensar en sus problemas y en que otro mundo es posible.

 
Mientras tanto, Linklater sigue a lo suyo y ahora ha estrenado “Boyhood”, una película de apariencia convencional que tiene mucho de experimental en su elaboración. Y es que a lo largo de 12 años el director ha ido filmando a un pequeño grupo de actores durante unos días cada año para mostrar el crecimiento y la evolución de un joven, desde los 6 a los 18 años.


Uno de los problemas que suele tener el aficionado al cine es la creación de expectativas, cuando los trailers de las películas o los comentarios de las primeras personas que las han visto generan un gran entusiasmo y uno cree que se va a encontrar con una de esas películas acontecimiento que le llegarán muy dentro y le cambiarán la vida. En varias ocasiones se cumple ese refrán que asegura que “vísperas de mucho, días de nada” y las ilusiones que se habían puesto se ven decepcionadas, como en tantos aspectos de la vida. Algo así ocurre con esta “Boyhood”, que desde su estreno en el festival de Berlín hace unos meses generó un gran revuelo y muchos hablaban de la película definitiva a la hora de mostrar el crecimiento humano y que era una obra maestra como no había habido otra en el cine. Lo que da la experiencia es que la piel se endurece y las ilusiones se controlan mejor cuando se ha experimentado la decepción, así que yo cojo con pinzas los comentarios entusiastas y me dejo influir lo justo por ellos, a sabiendas de las otras veces que muchos han visto una maravilla donde yo no veía gran cosa. Porque “Boyhood” tiene la cosa novedosa de mostrar al mismo personaje creciendo año a año, sin tener que usar a otros actores para darle vida a lo largo de sus diversas etapas, pero más allá de eso no deja de ser la clásica historia de aprendizaje vital que el cine nos ha contado tantas veces, así que nada nuevo bajo el Sol.

Linklater nos va mostrando el crecimiento del pequeño Mason a través de sus vivencias junto a su madre, su hermana mayor, sus amigos, sus primeros amores, su padre y los diversos padres políticos que va teniendo, que nunca hacen feliz a su madre. Uno de los problemas de la historia es focalizar demasiado la atención en Mason, que, como le dicen en un momento de la película, es “un muermo” y cualquiera que comparta plano con él tiene un mayor interés. Mason puede ser interesante como un trasunto del espectador, que va observando lo que le rodea, pero no resulta tan convincente cuando se trata de sus propias aventuras. En ello influye también que Ellar Coltrane, el joven protagonista, no se dedique a la actuación y su relación con la cámara se limita a haber interpretado a Mason durante unos días cada año, al igual que sucede con Lorelei Linklater, hija del director, que pasa de ser una niña pizpireta e inquieta a una adolescente callada y reconcentrada que va perdiendo protagonismo a medida que avanza el metraje porque estaba harta de grabar la película, según ha confesado Linklater. Por eso la película sube muchos enteros cuando están en pantalla Patricia Arquette o Ethan Hawke, para mí el verdadero sostén de esta película. Cuando Hawke aparece la película sube enteros y cuando no, se le echa en falta en su papel de padre que aparece de forma eventual en la vida de Mason. El otro gran problema de “Boyhood” es su ritmo, a veces irregular y que hace que sus 165 minutos de duración se hagan largos y que se mire el reloj de vez en cuando (en este sentido, no pude dejar de pensar en “La vida de Adele”, otra historia de aprendizaje vital que duraba 3 horas y hasta se me hizo corta, ya se sabe que el tiempo es relativo).
 

Pero más allá de estos problemas, “Boyhood” es una buena película, ambientada en el estado de Texas, del cual son nativos Linklater y Hawke y que representa con ironía a esos Estados Unidos tradicionales que tenemos en mente en Europa, con sus gentes jurando lealtad a la bandera de Texas, con el conservadurismo político y social o las armas y la Biblia como regalos para el cumpleaños de un chaval de 15 años. El mayor acierto del filme es mostrar la fugacidad y el descolocamiento de la experiencia vital, lo rápido que pasa todo y lo poco que se ajustan nuestras aspiraciones a nuestras realidades, siempre sujetas a una serie de vaivenes que muchas veces escapan a nuestro control. Mason se pregunta en un momento dado cuál es el sentido de la vida y su madre llora cuando Mason se va a la universidad porque considera que una vez criados sus hijos ya no le queda otra cosa que esperar la muerte y siente que el tiempo se le ha escapado entre los dedos.

Con todo ello, a pesar de que “Boyhood” me deja buenas sensaciones, no deja de ser una de estas películas-río en las que pasan muchas cosas a lo largo de los años y unas interesan más y otras menos, con un resultado desigual. Yo me sigo quedando con la trilogía “Antes de…”, que me parece más redonda en su conjunción de cine arriesgado y comercial.

Y si “Boyhood” habla del paso del tiempo y del cambio en las relaciones humanas, también lo hace “Jersey Boys”, la penúltima película de Clint Eastwood como director (porque ya tiene otra en fase de montaje), en el que es su regreso tras la cámara tres años después de “J.Edgar”, su biografía sobre la controvertida personalidad del fundador del FBI, Edgar Hoover, que pasó injustamente sin pena ni gloria. Ahora, el veterano Eastwood adapta el musical “Jersey Boys”, inspirado en la vida de Frankie Valli y los Four Seasons, un grupo surgido en los 60 y que hizo canciones aún hoy recordadas como “Big girls don´t cry” o “Can´t take my eyes off you”




Eastwood hace gala una vez más de su clasicismo a la hora de plantear la historia y nos ofrece un musical en el que, salvo al final, no hay grandes coreografías de gente que se arranca a bailar y todos conocen los pasos y los bailan al mismo tiempo. Aquí son las canciones de Frankie Valli y los Four Seasons las que copan la atención y se interpretan a su debido tiempo, en grabaciones o conciertos, mientras entre medias vamos conociendo las entretelas de los miembros del grupo, surgidos de la comunidad italoamericana de Nueva Jersey y que hacen gala de los fuertes códigos de amistad y familiaridad con los que siempre se ha retratado a ese grupo social y no en vano tuvieron sus relaciones con la mafia de la zona, con el gangster Gyp de Carlo, que fue una especie de Padrino para ellos.


El gran defecto que podemos achacar a “Jersey Boys” es similar al que podíamos encontrar en “Boyhood”, el hecho de ir narrando varias cosas que se van sucediendo con los años y que por su ocasional superficialidad a veces no calan en el espectador. El problema con las películas biográficas es que sus protagonistas tengan que seguir la habitual senda de iniciación-éxito-fracaso-redención y condensar una vida en unas dos horas de metraje, algo que se queda muy corto y que deja fuera muchos hechos destacables y a eso no es ajeno “Jersey Boys”. Así, vemos a personajes que parece que van a tener su importancia y desaparecen del mapa y otros que están más tiempo en pantalla pero de los que desconocemos muchos detalles. Un caso bien claro se comprueba en la relación de Frankie Valli con su familia, a la que apenas vemos y en un momento dado Eastwood nos muestra que tiene a 3 hijas bien crecidas que casi dan susto porque no sabemos de dónde han salido, ni se ha mostrado su nacimiento ni se habla de ellas. Será con una de ellas con la que Valli tendrá una relación especial que en la película queda muy impostada, mostrando a la muchacha de golpe y porrazo y sacándola con igual rapidez, sin que el espectador sienta lo más mínimo. Puede ser válido como metáfora de lo poco que Valli veía a su familia a causa de su exitosa carrera, pero aún pensando eso no deja de haber cierta torpeza narrativa, algo raro siendo el tema de la relación paterno-filial un asunto recurrente en la filmografía de Eastwood.



Lo que es de agradecer es que el director no se haya dejado llevar por la corriente de poner a grandes estrellas como protagonistas y haya optado por un reparto de nombres anónimos para el gran público, siendo Christopher Walken el único conocido. Todos ellos cumplen con su papel sin grandes alardes, en conjunción con una película que se deja ver pero que tampoco será recordada como una de las mejores de su director. Un director que a sus 84 años se niega a jubilarse y que sigue haciendo las historias que le interesan a su manera, porque ya no tiene que andar demostrando nada al resto del mundo.

martes, 9 de septiembre de 2014

Necesidad de compañía

Una cosa que siempre me ha llamado la atención es la capacidad de algunas personas para los extremismos sentimentales/amorosos, es decir, para cambiar de pareja con la misma rapidez que se cambian de ropa o para engancharse a una media naranja de la que no se separan nunca aunque no les falten motivos. En ambos casos me parece que hay algo de engaño, a la otra persona y a uno mismo. En el caso de la gente que deja una relación y enseguida está con otra hay un engaño en esa rapidez en encontrar de nuevo el amor, algo dificil de creer, porque si lo encuentra tan rápido es porque realmente no quería tanto a su anterior pareja o porque quiere engañarse y autoconvencerse de que lo que nuevo que consigue es mucho mejor que lo que tenía. Y si hablamos de la gente que no está a gusto con su pareja pero no la deja por miedo a la soledad o al qué dirán los que los rodean (algo habitual en las relaciones largas, donde se ha creado un vínculo con personas cercanas al otro miembro de la pareja), con lo que también se engañan a sí mismas, asumiendo su relación como una condena que hay que aguantar y engañan a los demás fingiendo un amor que no existe del modo en que se cree.


Está claro que yo veo las cosas desde un punto de vista que no es el mismo de los que están implicados, porque desde dentro siempre se ven las cosas de otro modo y los sentimientos llevan a cometer ciertas locuras, porque la madre del hombre más malo del mundo siempre le seguirá queriendo como su hijo. Y será por eso por lo que me llama la atención mucho el fenómeno de la gente que no puede o no sabe estar sola, un hecho que me ha venido a la cabeza al leer un artículo aparecido en la revista "Mujer Hoy" y que reza del modo que sigue.

"Ser soltera en el año 2014 no es un problema, sino un estado civil. Según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), el 27,3% de los españoles lo son y la cifra no ha parado de aumentar en las dos últimas décadas. Según la Encuesta de Población Activa, de los 15 millones de solteros, separados, divorciados y viudos que existían en 2005 hemos pasado a poco más de 17 millones. Y los que han roto con la pareja han aumentado un 54% y representan ya al 5,5% de la población española (2,1 millones de personas). 

La situación arrastra, además, un boyante negocio para dar respuesta a las necesidades de los que viven solos. Ni siquiera el lenguaje es el mismo: se llaman “singles” o impares; ya no hay solterones. Pero las cosas no siempre fueron así. Seguro que todavía muchas hemos escuchado expresiones como “quedarse para vestir santos”, “se le ha pasado el arroz”, “es una solterona”… Hubo un tiempo en que no casarse era una maldición para las mujeres. Hoy hablamos del reloj biológico, el de la maternidad, precisamente porque las mujeres hacen muchas cosas antes de pensar en casarse o tener hijos: estudiar, viajar, desarrollar su carrera profesional, tener muchas relaciones…  
La salvaguarda del matrimonio 

Pero en la época de nuestras abuelas –e incluso de nuestras madres— una mujer sin novio a los 25 años era un caso perdido. Las solteras no solo no tenían futuro como mujeres –sin hijos, en un tiempo en el que la maternidad era imprescindible–, tampoco capacidad de supervivencia: era frecuente que dependieran económicamente de otros parientes, porque nadie educaba a las chicas para que tuvieran una profesión. El matrimonio era una salvaguarda. Lo más a lo que podían aspirar era a ser institutrices, maestras o subalternas en el servicio doméstico. Y en otras ocasiones, su papel era de cuidadoras de todos los miembros de la familia que envejecían o enfermeban. Las novelas de Jane Austen, las hermanas Bronté, Clarín o Benito Pérez Galdós están pobladas de estos personajes llenos de patetismo, descritos a menudos con crueldad, que inspiran conmiseración y simbolizan lo que ninguna mujer quería ser. 

Sin embargo, la presión por encontrar pareja ha quedado marcada a fuego en la identidad de muchas mujeres: la idea de que las solteras eran pobres y feas, que tenían algo de criaturas desnaturalizadas, poco femeninas, sumidas en una existencia gris alejada del placer, la sensualidad y la atención masculina, siguen aterrorizando a muchas chicas. “Para algunas mujeres, su identidad femenina depende aún de la mirada masculina. Si un hombre no mira, es como si ellas no existieran”, asegura la psicóloga Mariela Michelena, autora de Me cuesta tanto olvidarte (Temas de Hoy). 

La independencia es soledad y la temen más que a la muerte. Por eso, buscan como sea, evitar, primero, la ruptura, y luego estar sin pareja. Enlazan una relación con otra. O soportan relaciones inanes, dañinas; se engañan con una atracción que, en realidad, no sienten, con tal de no deambular por ahí por sí mismas. 

Sin embargo, hay varios tipos de alérgicas a la soltería y esta incapacidad, supuestamente una decisión voluntaria, para ser “single”, esconde gran número de matices y conflictos, a veces difíciles de sacar a la luz sin un análisis profesional. Están, en primer lugar, las que comenzaron su relación siendo adolescentes con el compañero de colegio y, 20 años y varios hijos después, siguen aparentemente igual de enamoradas. Aparentemente. Porque, sí, hay parejas que evolucionan al mismo ritmo, seres que encuentran esa “media naranja” a la primera y llegan a los 90 con ella. 

Pero, en general, cabría preguntarse si un novio adolescente se transforma con tanta facilidad en una pareja adulta y compenetrada cuando la niña que éramos se ha convertido en una mujer hecha y derecha. Y si ambos caminan por el mismo carril, al mismo ritmo y con los mismos objetivos. El segundo prototipo es el de aquellas chicas que afirman que “tienen una necesidad enorme de afecto” y no se recuerdan solas salvo un corto intervalo de unos meses. “En cuanto siento que mi relación se tambalea, me pongo manos a la obra, casi de manera inconsciente, para encontrar otra”, confiesa Natalia, de 32 años. Muchas presumen, además, de conservar lazos estrechos (incluso con derecho a roce) con sus ex. Más que encadenar, acumulan relaciones. ¿Cómo si necesitaran estar rodeadas de una cohorte de admiradores? 

¿O porque solo se sienten a gusto en plena efervescencia pasional, y cuando esta desaparece, huyen? Hay un tercer tipo basado en la permanente relación “ni contigo, ni sin ti”, que nunca acaba, nunca mejora, pero siempre sobrevive a lo largo de los años. Y, por fin, un cuarto, quizá el más problemático: las mujeres que tienen pavor a estar solas. “Este miedo tiene un nombre incluso: los expertos lo llaman “anuptafobia”, explica el psicólogo Yvon Dallaire. Más allá de la soledad, temen el abandono. Por eso, permanecen en pareja por defecto o se lanzan a los brazos del primero que aparece, para huir de una situación que no pueden soportar. En el origen de estos miedos puede haber una ruptura familiar o una separación vivida de forma traumática. En estos casos es necesario ayuda profesional, para objetivar ese miedo y salir de la dependencia. 

Necesidad de seguridad 

Es cierto que nos movemos en un mundo de parejas. Parece que vivir solo no tiene buena fama. Los expertos le atribuyen a la pareja ventajas sobre la salud, la felicidad, la estabilidad emocional y la esperanza de vida. Vivir en pareja es también más “barato”, aunque este no sea un argumento romántico y no funcione como motor de una relación, pero es posible que sí otorgue cierta tranquilidad en el trasfondo de nuestra mente, conectada con una necesidad de seguridad más profunda. La clave, una vez más, está en elegir libremente. Nada hay más dañino para la salud y la felicidad que una relación aburrida, agresiva o llena de hipócritas convencionalismos. Vamos, aquello que nuestras abuelas, abocadas al matrimonio sí o sí, expresaban con el clásico “más vale solo que mal acompañado”.

¿Por qué siguen unidas las parejas? 

“Para que el amor se produzca hay que haber recorrido un proceso determinado y tener una maduración psicológica que no se da de entrada”, dice la psicoanalista Isabel Menéndez, en su libro La construcción del amor (Espasa). Estos son algunos elementos necesarios para mantener una relación de largo aliento: Que una pareja dure no es cuestión suerte. Se trata de sacar adelante un proyecto común, basado en una misma filosofía de vida. Son necesarias cualidades relacionadas con la madurez emocional: sentido de responsabilidad y cierta inteligencia emocional. La pareja genera crisis y nos enfrenta a problemas que tienen que ver con la forma de ser del otro. La convivencia a lo largo plazo es un desafío y es necesario tener destreza y capacidad para superar las pruebas: perdonar, transigir, ceder… Hay que tener sentido de equipo y saber negociar. 

De la depresión al sentido del humor 

Existe un grupo especialmente vulnerable a la depresión entre las mujeres mayores de 40 años, en ocasiones con hijos pero sin pareja estable, aunque sean independientes económicamente y hayan desarrollado una carrera profesional con éxito, según aseguran desde la Asociación de Mujeres para la Salud, especializada en la atención psicológica desde la perspectiva de género. Muchas de esas mujeres son profesionales que postergaron la creación de una familia, pero otras muchas son divorciadas o separadas, que tomaron la iniciativa en romper con su pareja y viven solas por primera vez. 

La presión social sigue funcionando en este aspecto: separadas o solteras suscitan cierta admiración por su independencia, pero no pueden librarse de su propia autocrítica, en un caso por no haber sido capaces de fundar una familia y tener hijos (“tenerlo todo”) y en el otro, por una sobrecarga de responsabilidades familiares, al ocuparse de sus sus hijos y sus padres. Además, aunque hayan tomado la decisión de romper un matrimonio que no les satisfacía, siguen considerando la soledad como fracaso. Muchas tienden a encadenar relaciones poco enriquecedoras para su autoestima, sin tener tiempo de pararse a pensar y cuidarse. Junto a esta realidad, surge un tipo de mujeres cuya arma es el sentido del humor. 

Es el caso de la empresaria y conferenciante estadounidense Melanie Notkin, de 50 años. Su blog, publicado en el Huffingtonpost norteamericano, ha dado la vuelta al mundo. “Sé lo que estás pensando –escribe–, puedo leerlo en tu cara… Estás tratando de averiguar si hay algo malo en mí. La pregunta que te has hecho cuando has descubierto que era soltera y que no tenía hijos es: ¿Qué problema tendrá?”.


Este es un artículo que a pesar de salir publicado en una revista dirigida en principio a un público femenino también nos puede dar pistas de esos hombres que tampoco saben estar solos, que sin duda los hay. No pocos hombres son niños grandes que necesitan a una "mami" a la que recurrir cuando lo necesitan, aún en el caso de que sean infieles por naturaleza y convicción. Todos hemos visto a hombres con novia a la que le ponen los cuernos cada dos por tres y en algunos casos hasta de forma consentida por la otra parte, como un acuerdo tácito en el que el hombre (y a veces también la mujer) tiene sus aventurillas por ahí y al final del día vuelve al hogar donde le espera la doncella que le dé su descanso del guerrero. Esos son los casos más flagrantes de hombres temerosos de la soledad, que necesitan atrapar toda la compañía que surge a su alrededor para llenar un vacío que apenas puede ser consolado porque nace de algo mucho más profundo, de un sentimiento de desamparo imposible de ocupar, de una falta de adaptación a la vida. Una vez más vuelvo a acordarme del Don Draper de la serie "Mad Men", ese personaje egoísta y aparentemente triunfador que en el fondo no tiene nada y que es de lo más fascinante que ha parido la ficción reciente.


Ya he comentado alguna vez que la soledad forzosa es una de las peores condenas que pueden caerle a cualquier persona, pero la soledad es algo con lo que tenemos que aprender a convivir, aprender a lidiar con nosotros mismos y saber qué es lo que somos en lugar de huir de ello buscando la compañía de forma desesperada y fastidiando a terceras personas. Porque es cuando sabemos estar solos cuando de verdad podemos encontrar y disfrutar una buena compañía y cuando también nos convertimos en buena compañía para los demás, cuando sabemos lo que nos gusta que nos den y lo que no, así como lo que podemos dar y lo que no.