viernes, 27 de abril de 2012

"Bookaholic" o algo parecido



Como todo el mundo ya sabrá, el pasado lunes fue el día del libro y al hilo de ello quiero hablar de los libros, una de mis grandes pasiones, hasta el punto de ser algo sin lo que no puedo pasar. Algo que necesito en dosis diarias.

En inglés se les llama "shopaholic" a aquellas personas adictas a las compras, que no pueden resistir la tentación de adquirir algo cada vez que entran en una tienda, aún a costa de llenarse de cosas que no necesitan o de mermar seriamente sus dineros. Afortunadamente ese no es mi problema, porque a un servidor el tema de la ropa siempre le ha importado bastante poco, pero entiendo ciertas características del fenómeno.

Y es que siguiendo este tipo de denominaciones yo soy un "bookaholic", un adicto a los libros, por lo que me gusta leer y por lo que me pasa cada vez que accedo a una biblioteca o librería.

Desde que me inicié a temprana edad en esto de la lectura con los "chistes" (así llamábamos unos cuantos a los tebeos de Bruguera, es curioso porque no se hace con otros tipo Marvel) y los libros de "Los Cinco" de Enid Blyton, he sido un seguidor ávido. Mi falta de apetencias por el ejercicio físico hizo que dedicara mucho de mi tiempo de ocio a la lectura desde pequeño, cada vez con cosas más profundas. Y sin desdeñar los chistes, que revisito hoy día y siguen haciendo mis delicias.

El caso es que por ello, de vez en cuando me dejo caer por las librerías a ver que últimas novedades y clásicos editados pueden interesarme. Reconozco mi debilidad por los libros de bolsillo, que me parecen el formato más indicado por su precio más económico y porque me atraen esos volúmenes chaparretes llenos de letra pequeña (y cuanto más gordos más me atraen).

Ojeo las encuadernaciones (muchas veces con bellas imágenes), el tamaño de la letra, el estilo de la traducción, que no tenga muchas notas a pie de página (que puede ser un coñazo), si tiene algún prólogo interesante o la primera página para ver como comienza (ha habido libros que he leído porque me atrajo mucho lo que vi en esa primera página, ya fuera por lo que se contaba o por cómo se contaba). Muchas veces me acerco el libro a la nariz para ver cómo huele, que el olor del papel impreso me ha atraído desde chico (y también el de las alfombras nuevas, pero esa es otra historia). Es algo que siempre me ha hecho rechazar los libros y los diarios electrónicos.

Dentro del ramo, hay papeles que huelen mejor que otros y eso a veces pesa a la hora de decidirse por una edición. Qué pensará esa gente que me vea metiendo las narices en el libro, madre mía.

Así que al final, aunque sólo fuera a mirar, siempre me entran ganas de llevarme un libro o dos y pasa lo que pasa. Compras los volúmenes y se suman a la cola de los que tienes pendientes de leer tras el que estás leyendo. De este modo, cuando ando leyendo un libro siempre tengo cinco o seis esperando en la cola porque, aunque suelo leer casi todos los días, mis ocasionales visitas a la librería hacen que la lista de espera no decaiga.

Gracias a Dios que los libros no son tan caros como la ropa y se les puede sacar mucho más partido. Aún así, uno siente que nunca va tener el suficiente tiempo para leer todo lo que le pide el cuerpo. Cosas de las adicciones.

domingo, 22 de abril de 2012

Humorismo


"El mundo es un valle de lágrimas, siempre lo ha sido y siempre lo será. Los que pueden enjugar nuestras lágrimas y hacer que asomen a nuestros labios trémulas sonrisas son más preciosos para nosotros, a decir verdad, que todos los estadistas y generales y sabios, más incluso que los grandes artistas" (Paul Johnson en su libro "Humoristas")


Siempre que oigo a alguien vender algo como un remedio para estos tiempos duros que vivimos me da la risa, porque ese "para estos tiempos duros que vivimos" o "con la que está cayendo" son las excusas perfectas de aquellos que pretenden dar gato por liebre y ofrecen humor de poca categoría, de escasa gracia. Esas expresiones recuerdo oírlas desde que tengo uso de razón, ya fuera por la guerra de los Balcanes, el conflicto de Ruanda, el de Oriente Medio, el 11-S, la guerra de Afganistán, la guerra de Irak y cualquier suceso que no sea de carácter positivo, que ahora es la crisis económica.


Y digo que me da la risa y detecto ya el humor infame y de baja calidad en los que usan esas coletillas, porque es algo ridículo si alguien tiene algún conocimiento de historia y literatura. Si se tienen esos conocimientos se verá que el mundo nunca ha sido un lugar fácil, que cada época ha tenido sus partes negativas, que el mundo de la piruleta solamente existe en algunos cuentos. Así que cuando oigo cosas sobre lo dura que es la vida hoy en día me acuerdo de la esclavitud, de la Inquisición, de las hambrunas, de la mortalidad infantil, de la media de edad en los 40 años, de las pestes, de la falta de agua corriente, de calefacción y de luz, de los desperdicios tirados por las calles y de muchas más cosas que hoy en día resultan desconocidas en el Primer Mundo y que eran moneda de cambio habitual "antes", cuando para algunos agoreros recalcitrantes todo era mejor que ahora.


Y eso sin contar los problemas personales, sentimentales o familiares, que esos no entienden de época ni de usos sociales. Basta abrir cualquier novela de décadas y siglos anteriores y darse cuenta de que las cuitas y preocupaciones en esos ámbitos han sido siempre muy similares. Por eso el humor existe desde el principio de los tiempos, porque es una vía de escape a los golpes de la vida. Por eso la gente que nos hace la vida un poco más feliz, ya sean humoristas o personas que tenemos a nuestro alrededor y que nos reconfortan el alma, es tan valiosa. Porque nos hacen creer en la felicidad, sentir la felicidad siempre que están ahí presentes.


Así que ya saben, cuando vean a alguien que venda su programa de televisión, su libro o su película como un remedio para superar "la que está cayendo" probablemente les está vendiendo algo tan malo que no sabe a lo que agarrarse para justificarlo. La foto de esta entrada es para el insigne Charles Chaplin, alguien que supo reírse de todo con buen tino porque conocía muy bien los males que siempre aquejan a la vida.

miércoles, 18 de abril de 2012

La magia del cine


Este fin de semana pude ver por fin una película a la que le tenía muchas ganas y que casi me pierdo en su emisión en cines. Se trata de "La invención de Hugo", la nueva película de Martin Scorsese, que explora terrenos hasta ahora desconocidos en la filmografía del director italoamericano: el cine familiar y las tres dimensiones.

"La invención de Hugo" cuenta la historia de Hugo Cabret (Asa Butterfield), un jovencito huérfano que vive en la estación de trenes de Montparnasse manteniendo en hora los relojes del recinto. Un día se verá envuelto en una misteriosa aventura cuando intente reparar un robot estropeado que había sido descubierto por su padre (Jude Law), ya que será una chica (Chloë Moretz) la dueña de la llave que podría resolver el misterio del robot y que además le permitirá conocer a George Meliés (Ben Kingsley), un cineasta que malvive como vendedor de juguetes en esa misma estación.

El nuevo filme es todo un canto al cine por parte de Martin Scorsese, con un gran homenaje a los orígenes del séptimo arte en la fugura de Meliés, un hombre que con sus películas a principios del siglo XX contribuyó a la creación de la narrativa cinematográfica y originó una serie de influencias que se hicieron patentes con el paso de los años. Cuando el cinematógrafo de los hermanos Lumiére era un invento aún poco apreciado, gente como Meliés le dio un aura de magia que ha acompañado desde entonces a la historia del cine. El homenaje a Meliés es la principal subtrama de una película que usa el "mcguffin", el pretexto de la peripecia de Hugo Cabret para dar a conocer las frustraciones reales de un hombre que fue visionario del cine y acabó sus días en una humilde juguetería cuando todo el mundo le había olvidado. De este modo, la aventura de los dos jóvenes para tratar de reactivar el robot que el padre de Hugo dejó incompleto acaba pesando en el resultado final de la película, al no tener tanto poderío emocional.

Por primera vez, Scorsese ha jugado a hacer un filme como su amigo Spielberg usando algunos de sus temas (niños sin figuras paternas, fantasía, homenaje al mundo del cine) y logrando su primera muestra de cine familiar en un realizador que siempre se ha caracterizado por un cine realista y poco apto para tiernos infantes. Un cine que aquí sabe llegar a todas las almas y que sabe quedarse con el corazoncito de los más mayores, demostrando que quien sabe, sabe. Otra de las experimentaciones de Scorsese es el uso de las tres dimensiones, que hoy son moneda de cambio habitual en cualquier producción con ganas de hacer taquilla. Yo como no soy muy fan del sistema la ví en proyección normal y no puedo juzgar de la calidad de un 3D que ha recibido halagos por parte de quienes lo han visto.

Con todo ello, nos hallamos ante una película que se deja ver con sumo agrado y aún más si se tiene un mínimo de cinefilia. Aunque no se sepa quién es George Meliés, enseguida se reconocerá su faceta de creador de sueños, de creador de imágenes cinematográficas en unos años en los que solamente se grababa a gente dándose mamaporros delante de la cámara. De hecho, existe algo de metatextualidad, de guiño, en ese uso de las tres dimensiones, una idea tan novedosa al cine actual como lo fueron las imágenes de Meliés en los primeros años del cine. Una manera de hacer un cine moderno sin perder de vista los referentes.

A todo ello ayuda el buen hacer de su elenco interpretativo, con especial mención para Ben Kingsley en su papel de Meliés y los niños Butterfield y Moretz (tras verla en "Kick Ass" y "Déjame entrar" esta muchacha confirma que promete mucho), con un Sacha Baron Cohen ("Ali G anda suelto", "Borat") que tiene la mayor parte de momentos cómicos del filme como el revisor de la estación y con breves papeles para la deliciosa Emily Mortimer como florista y el mítico Christopher Lee como librero.

Tampoco se puede olvidar la estupenda labor de Scorsese tras la cámara, que narra con su habitual dominio de la técnica cinematográfica y dota de un encanto especial a todo lo que se ve en pantalla, a tono con el aire de cuento que tiene la historia. Una película estupenda, con pocas cosas para olvidar y muchas para recordar, que da lugar a una curiosa paradoja. Este año ha ganado los Oscar "The artist", una película francesa que homenajea al Hollywood de los años 20 y que ha competido contra "La invención de Hugo" (que no ganó porque sólo podía ganar una, pero que hubiera sido una digna vencedora), un homenaje de Hollywood al primer gran cineasta francés. Muy recomendable.

sábado, 14 de abril de 2012

Esclavitud tecnológica


El otro día fui testigo del comentario de una persona que mostraba su inquietud por no tener Whatsapp, el invento este de mensajería que viene a ser una especie de Messenger en el teléfono móvil y que permite tener conversaciones con tus contactos sin necesidad de SMS, una creación que ahora hace furor. El miedo venía por quedarse fuera del mundo, por sentirse desplazada de lo que hacía el resto, un miedo ancestral que se repite siempre en el ser humano más allá de toda época.

Este tema me hizo pensar sobre la dependencia tecnológica que se está generando en nuestros días, sobre cómo los avances están creando servidumbres y esclavitudes a la manera del "Fahrenheit 451" de Ray Bradbury. Si en esa novela todo el mundo estaba obsesionado con tener el mayor número de pantallas en su casa para no quedarse fuera (el libro fue escrito en los años 50, cuando comenzó el auge de la televisión) y embobarse del mismo modo que los demás, hoy parece verse un fenómeno similar con las novedades cibernéticas. Parece que si no tienes Whatsapp, Facebook y Twitter estás muerto, no merece la pena nada de lo que hagas o digas.

He tenido la ocasión de comprobar cómo mucha gente no despega la vista de su portátil o de su teléfono móvil porque anda escribiendo tuits, leyendo otros y actualizando su Facebook, al tiempo que mantiene varias conversaciones simultáneas por Whatsapp. Gente abducida por su pantalla, que ni siente ni padece más allá de esos límites, que parece vivir en función de la batería de su dispositivo, que parece despreciar con su indiferencia a la gente que tiene a su alrededor.

No voy a ponerme en plan dinosaurio a decir que las novedades tecnológicas son el demonio y que deberíamos vivir como los amish. Yo también uso nuevas tecnologías y escribo estas líneas para que ustedes las vean gracias a uno de esos adelantos, que me permiten acceder a ese complejo mundo de la blogosfera. También escribo correos electrónicos y siento la punzada de alegría cuando recibo alguno especial, al modo en el que antes se celebraba la llegada de una carta de alguien apreciado y uso el móvil para llamar y mandar mensajes y fotos a la gente que me hace feliz. Pero al mismo tiempo no me gusta sentirme esclavo de la técnica, no me gusta que a veces tenga que ver a la gente únicamente en modo virtual, sigo siendo un gran defensor del cara a cara, del contacto directo. Por ello me fastidia esa tecnología que nos comunica y también nos aleja cuando dependemos mucho de ella, que nos hace hablar a una pantalla sin que iguale el placer de ver a alguien, de besar y abrazar a alguien, de disfrutar de los pequeños placeres del mundo con un ser humano a tu lado.

Los que hayan visto la película "La red social", esa (interesante pero sobrevalorada) crónica cinematográfica sobre los orígenes de Facebook quizá recuerden esa escena final con su fundador, Mark Zuckerberg, sólo delante de un ordenador mandando una petición de amistad a una antigua novia que le abandonó y esperando a que responda. Un hombre que ha creado algo que revoluciona el mundo de Internet y las relaciones humanas está preocupado por tratar de recuperar a esa muchacha que se fue hace tiempo. Una red social que pueda suplir la sensación de abandono con 300 amigos virtuales, un placebo para unas frustraciones que siguen estando ahí presentes. Todo cambia para seguir igual.

miércoles, 11 de abril de 2012

El gran Fitzgerald


"Ya no tengo una virtud que perder. Así como un puchero que se enfría despide calor, así a lo largo de nuestra juventud y adolescencia despedimos calorías de virtud. Es lo que se llama ingenuidad. Por esa razón “un hombre descarriado” atrae a la gente. Se sitúan a su alrededor y literalmente “se calientan” con las calorías de virtud que despide. Sarah hace una observación muy normal y todas las caras sonríen encantadas: “¡Qué inocente es esta pobre chica!”. Todos se calientan con su virtud. Pero Sarah, que ha visto la sonrisa, nunca volverá a hacer una afirmación parecida. Después de eso se siente un poco más fría."


"La juventud es como una gran fuente de dulces. Los sentimentalistas creen que quieren volver a aquel estado puro y simple, antes de comerse los dulces. No es así. Lo que añoran es el placer de volverlos a comer. La matrona no desea volver a sus años de soltera sino repetir su luna de miel. Yo no quiero reincidir en mi inocencia. Yo quiero el placer de volverla a perder."


Los dos párrafos que abren la entrada pertenecen a la novela "A este lado del paraíso", el debut narrativo de Francis Scott Fitzgerald que acabo de terminar de leer. Hace unos años descubrí a Fitzgerald a través de "El gran Gatsby", que me pareció sensacional y un tiempo después leí "Hermosos y malditos", que aumentó la fascinación por un escritor al que me he vuelto a acercar por tercera vez con igual deleite. Me gusta mucho Fitzgerald por como trata temas como el desencanto y la melancolía, con una visión que coincide mucho con la mía, me he sentido radiografiado en muchos pensamientos durante la lectura de sus páginas.

Durante mucho tiempo pensé que la novela americana no merecía mucho la pena, que era más simple y menos rica que la europea, pero como en tantas ocasiones, se tiene una opinión determinada hasta que se ve que se está equivocado. Aún no he leído a clásicos yanquis como Hemingway o Faulkner, pero por lo que he leído de gente como Poe, Philip Roth o el propio Fitzgerald, me he dado cuenta de que no tienen de que avergonzarse al ser comparados con autores europeos.

Y en este sentido, me gusta mucho Fitzgerald por como supo hacer de su propia vida material de narración, ya que todas sus novelas contienen elementos autobiográficos (su juventud despreocupada, sus escarceos amorosos, los disgustos de la relación con su amante Zelda, su experiencia vendiendo cuentos para sobrevivir o como guionista en Hollywood), todo ello con esa pátina tan personal suya, que al principio del libro siempre es irónica y burlona y termina siendo desencantada y triste.

Hay que leer a Fitzgerald, un hombre que escribió en los años 20 y 30 y cuya obra se mantiene tan viva como el primer día, por hablar de cosas que nunca pasan de moda. Ya tengo apuntadas para el futuro "Suave es la noche" y "El último magnate", las dos novelas que me quedan por leer del autor.

lunes, 2 de abril de 2012

Sensaciones


"El frío encoge el corazón; el calor lo dilata y afloja los lazos opresores, libera el pensamiento. Se es uno mismo, se atreve a serlo, sin que se lo impidan cien mil consideraciones inculcadas"
(Hans Christian Andersen)



Ella vestía una camisa blanca, semitransparente, con encaje en el cuello y las muñecas. Era una blusa que dejaba ver un sujetador blanco, que se confundía con el color de la tela. Su pelo era castaño, más clareado en esa época por el efecto del Sol. Durante un rato lo tuvo suelto, pero al cabo de unos minutos se lo recogió en una coleta y se le quedó fino y tirante. De este modo él descubrió que aquella camisa tenía los botones por detrás y estaban abrochados casi en su totalidad. El último, que era el que hacía desembocar la camisa en la nuca, estaba abierto, dejando al descubierto la suave piel que la coleta había dejado al aire.

Las formas de su cuerpo se intuían bajo la camisa: el arco de los hombros, los delgados brazos, algunos lunares que salpicaban su espalda. Ella empezó a juguetear con los pelillos de la nuca que no habían sido recogidos por la coleta. Los enrollaba entre sus dedos y les daba pequeños tirones. Al tiempo que hacía eso se quitó una de sus zapatillas de bailarina y acarició con el pie desnudo el que había quedado calzado. Al poco sacó el otro y dejó sus pies sobre el mármol del suelo. La estancia estaba calurosa y apenas corría el aire.

De pronto, él empezó a desabrochar los botones de la camisa de ella. Uno a uno y lentamente fue descubriendo jirones de piel, piel blanca surcada de lunares. Le descubrió hasta los hombros y los besó, besó sus omóplatos y fue bajando por la espalda hasta las tiras del sujetador. Lo desabrochó y lo dejó suelto, sin moverlo, sin descubrir ese pecho que estaba a punto de asomarse.

Pasó el dedo por la marca que había dejado el enganche del sostén en la piel, subió por la espalda y llegó hasta la nuca, donde se entretuvo con esos pelillos que habían quedado fuera de la coleta. Quitó la goma de un tirón y el pelo color miel se liberó. La suavidad que aparentaba era irresistible y él metió sus dedos entre el cabello, acariciándolo, hasta que notó el contacto de la mano de ella, que acariciaba la suya y guiaba sus movimientos. Ella fue a darse la vuelta.

Ella se dio la vuelta, pero ni su pelo estaba suelto ni su camisa desabrochada y volvió a calzarse cuando comprobó que él la miraba. Él la había deseado por mucho tiempo, era la chica más guapa de la clase y todos los días fantaseaba viendo su espalda y su nuca. Le gustaba y había querido decírselo, le gustaría llegar un día y besarla así sin más, un beso largo y apasionado, como en las películas. Pero ella ya estaba con otro, que había tenido más arrestos que él y se había lanzado a la piscina, llevándose el triunfo.

Mientras tanto, ella se preguntaba qué era lo que quería ese chico que la miraba todos los días, ella se hacía la tonta pero sabía que la miraba. Por una parte le gustaba sentirse observada y deseada, pero por otro lado quería que aquello se acabara. Ahora estaba con ese chico tan majo y que la hacía sentirse tan bien. Pero seguía sin saber por qué se había descalzado si sabía que él vigilaba sus movimientos, por qué jugueteaba con su pelo sabiendo que los ojos de él estaban fijos en su nuca, por qué se había ruborizado cuando miró hacia atrás y le sorprendió en actitud ensoñadora.
Y seguía sin saber por qué no se había cambiado de sitio hacía tiempo ni por qué a veces se sentía tan complacida cuando veía el reflejo de él en el cristal de la ventana que tenían enfrente. No lo sabría explicar. O quizás sí.